Le monde vivant (Eugène Green, 2003)
[...] La luz es una energía que nos permite aprehender visualmente la materia del mundo. En el cinematógrafo, la luz torna aprehensible, también, la energía que se desprende de la materia. Cuando el cineasta está en plena posesión de sus medios, la luz de la que se sirve nos permite comprender, a través de una experiencia sensorial, que materia y energía son la misma cosa.
En la naturaleza, cuando decimos que la luz es “bella”, nos referimos en general al hecho de que nos permite ver –un paisaje, una arquitectura, la bóveda del cielo– y, por lo tanto, a su transparencia. Si llegamos a distinguir hasta su color, ese color se aprehende sobre aquello que su claridad hace visible. El cineasta solo debe contemplar la luz en relación con el contenido de su imagen; de lo contrario, solo produce “efectos” de luz, como en una discoteca.
No hay que confundir la “temperatura” de la luz con su energía esencial. En el etalonaje, podemos tornar más cálido el pálido tono de una iluminación eléctrica, pero nunca darle la energía específica que se desprende de una llama.
El cinematógrafo alcanza su funcionamiento esencial cuando la energía interior de los seres, pero también la de objetos y materias, deviene aprehensible. La luz exterior, elegida o compuesta por el cineasta y su director de fotografía, permite al espectador captar esa claridad oculta. Pero cuando consuma ese milagro, se vuelve invisible.
La luz del cinematógrafo siempre debe ser una búsqueda. Se la busca, se la espera o se intenta crearla, pero es preciso que se lo haga siempre humildemente. La auténtica luz cinematográfica nunca se encuentra sin que antes un hombre haya hecho una pregunta, y sin embargo, incluso cuando el director de fotografía la fabrica con proyectores, nunca es puramente humana.
La luz no existe sin las tinieblas. Al ajustar la luz de un plano, jamás hay que dejar de pensar en la sombra [...]
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