Un acuario infinito
Mariel Manrique
Coeur fidèle (Jean Epstein, 1923)
El amor por la pantalla contiene lo que ningún
amor ha contenido:
la dosis exacta de ultravioleta.
Jean Epstein
Tenía que filmarte antes, exactamente antes del después. Porque después ya no podría verte. Después sería la ceguera absoluta de tu rostro, la mano del desesperado que se extiende para palpar el aire. Hebras de tu pelo en un relicario, aroma en un pañuelo, dos zapatos vacíos de tus pies. El terror a que el aire se lleve las hebras, se lleve el aroma, borre con su pañuelo tu talón. Terror a comerme el aire para qué. Qué sentido tendría comerse todo el aire en un mundo donde no estuvieras.
Tenía que fijarte, poner tu imagen a durar. Mi Bell-Howell fue mi modo de asirte (mi Bell-Howell no reía, mi Bell-Howell no lloraba). Tenía una manivela y un cerebro de metal. Sabía auscultar, exhumar, retener. Mis ojos eran pobres de tiempo y de campo. Me los saqué y los puse adentro de mi Bell-Howell. Los besé y les pedí que se rindieran. Y le pedí a mi Bell-Howell tu figura, del derecho y del revés, desde el temblor al hueso, desde la dicha a la opacidad. Afuera los árboles me decían que sí, mientras Dios me decía que no.
A Dios le robé todas tus dosis. Porque era lo único que yo quería, porque eras lo único que yo quería y mientras te quería, te pensaba, y no podía querer otra cosa ni pensarla. A Dios le robé este veneno que se derrama sobre su razón y te devuelve a mí en movimiento, que se destila de tu corazón inmóvil, detenido, tu espléndido y pequeño corazón. “No me dejes”, te dije, “no te vayas”. Adentro el termómetro me decía que no, mientras el agua me decía que sí. Pensé en los magos, los alquimistas, los chamanes. La técnica es inútil sin el paso más allá de la técnica. Es por oficio que se da ese paso. A fuerza de repetir, de redondear, de pulir, de cavar con la luz de cada día y cavar toda la noche a ciegas. Me diste mucho trabajo, corazón, se hacía de noche y estaba tan cansado. Por qué tuviste que desear así. La medicina era insuficiente, impotente el bisturí. Con el diablo negocié esta máquina que hace caer las casas y las cosas, pero en cámara lenta. Que revela a fuerza de mostrar, de recolectar evidencias como flores, y exponer la floración y la desintegración en primer plano. A fuerza de encadenar, de ascender, de asomarse al cráter y seguir cuando la tierra convulsiona. Seguir radiografiándote mientras cae la lava, mientras la lava quema y no hago pie y se me calcina el vocabulario. Pregunté el precio y el diablo me dijo: “No lo sé”. El diablo estaba al final y al final uno no sabe nada [...]
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