Guy de Maupassant
[...] puedo afirmar que el Maupassant que escribe La noche es un fotógrafo. Esas calles, esos monumentos que, desplegándose en silencio, no constituyen para sus ojos más que la inscripción de estos mismos en el espacio, son justamente lo que las fotografías de su época mostraron a la mirada, cuyas impresiones eran blancas y grises sin sugerencia de color ni de atmósfera. Al leerlo, e incluso cuando Maupassant habla de las zanahorias o los nabos en los carros de los hortelanos, pensamos en el trabajo de Eugène Atget, quien tenía unos treinta años en aquel período. Atget, que asimismo muestra calles vacías, de «vanos muros» silenciosos, puestos callejeros espectrales bajo una luz de la que no sabemos decir si es del alba, inmersa en la bruma, o de la noche que no acaba: del día consumido por la noche.
Y Maupassant también es fotógrafo del modo como muchos profesionales lo fueron en su tiempo, porque sus novelas y relatos están muy repletos de evocaciones de hombres y de mujeres captados en el meollo de su existencia por su mirada de psicólogo y sociólogo, pero no por ello se hallan menos desiertos que un daguerrotipo sobre su superficie de plata. Esta obra singular abunda en figuras, pero dado que el narrador no siente ningún afecto por sus personajes, no encontramos en ella presencia alguna. Llegado de su Normandía natal igual que el narrador de La noche regresa del bosque cercano, dueño desde ese momento de un lenguaje tan preciso como una cámara fotográfica, también él entró en París sin encontrarse allí con un alma viva. Su experiencia de los seres es la percepción de la granulosidad de su piel, una ampliación de los trazos que hace posible que su supuesto realismo concurra en la misma retirada del sentido, en el mismo imaginario latente de los monumentos que se erigen en La noche. Y sobre todo ello cae, como el frío de las horas nocturnas, un pesimismo que hace de él, por anticipado, el habitual de los progresos a tientas, en las tinieblas. Encima de él, el cielo está vacío, los valores no se le antojan más que quimeras, las vidas solo soledades.
Pero ¿es eso tan cierto? ¿Acaso Maupassant no poseía, en lo más profundo de su ser, la capacidad de tener otra mirada y, en virtud de ello, una preocupación por el otro —el otro ser humano— que sus elecciones vitales no apaciguaron? Podemos pensarlo así, ya que sus últimos escritos relatan la vivencia de una presencia, no obstante dicha presencia, el «Horla», sea inaccesible, hostil, de signo negativo y suscite en él un terror y una renuncia tan desesperados como los del narrador de La noche que ha ido a parar al quai del Sena. Maupassant no ha cruzado la mirada con el «Horla», va a morir. Pero en la ausencia ha presentido y ha echado de menos la presencia que en toda su vida anterior no había sabido desear [...]
Y Maupassant también es fotógrafo del modo como muchos profesionales lo fueron en su tiempo, porque sus novelas y relatos están muy repletos de evocaciones de hombres y de mujeres captados en el meollo de su existencia por su mirada de psicólogo y sociólogo, pero no por ello se hallan menos desiertos que un daguerrotipo sobre su superficie de plata. Esta obra singular abunda en figuras, pero dado que el narrador no siente ningún afecto por sus personajes, no encontramos en ella presencia alguna. Llegado de su Normandía natal igual que el narrador de La noche regresa del bosque cercano, dueño desde ese momento de un lenguaje tan preciso como una cámara fotográfica, también él entró en París sin encontrarse allí con un alma viva. Su experiencia de los seres es la percepción de la granulosidad de su piel, una ampliación de los trazos que hace posible que su supuesto realismo concurra en la misma retirada del sentido, en el mismo imaginario latente de los monumentos que se erigen en La noche. Y sobre todo ello cae, como el frío de las horas nocturnas, un pesimismo que hace de él, por anticipado, el habitual de los progresos a tientas, en las tinieblas. Encima de él, el cielo está vacío, los valores no se le antojan más que quimeras, las vidas solo soledades.
Pero ¿es eso tan cierto? ¿Acaso Maupassant no poseía, en lo más profundo de su ser, la capacidad de tener otra mirada y, en virtud de ello, una preocupación por el otro —el otro ser humano— que sus elecciones vitales no apaciguaron? Podemos pensarlo así, ya que sus últimos escritos relatan la vivencia de una presencia, no obstante dicha presencia, el «Horla», sea inaccesible, hostil, de signo negativo y suscite en él un terror y una renuncia tan desesperados como los del narrador de La noche que ha ido a parar al quai del Sena. Maupassant no ha cruzado la mirada con el «Horla», va a morir. Pero en la ausencia ha presentido y ha echado de menos la presencia que en toda su vida anterior no había sabido desear [...]