[...] ni por el sortilegio de sus nombres, ni por las instantáneas que ella ha dejado grabadas en la memoria, se deja la ciudad reconquistar. Allí he vivido más con la imaginación que en la realidad: ella ha seguido siendo para mí lo que puede ser una primera guarnición para un subteniente que sueñe con mandar algún día un ejército. Todo allí se hace signo, presentimiento, símbolo; todas las barreras son incitaciones al espíritu para saltar; todo allí toma vida al tiempo que exige desarrollarse. Una ciudad que nos ha servido de cobijo deja que toda ella se evapore si el recuerdo no nos restituye lo que ella significó en tanto que algo momentáneamente irremplazable: una presencia incubadora, un calor envolvente e informe. Yo reúno los trozos de un huevo roto, de un capullo de gusano agujereado. Nada puede ya devolverme el empuje ciego que condenaba todo lo que me rodeaba a estallar, para aprender a existir de otra manera. Nada tampoco puede hacer presente la ductilidad, la plasticidad de un alma todavía vaga, en la cual toda impresión se marcaba como una huella, o más bien, en sentido goethiano, forma huella, destinada a desarrollarse viviendo.
Quizá sea mejor que Nantes vuelva a tomar forma en mí a través de la sola conjunción azarosa de restos unas veces imaginarios, otras reales, que remiten todos a un mismo núcleo despedazado. Allí vendrían a reunirse en desorden, sin ningún tipo de organización, el ómnibus onírico de Cero en conducta (100), que devuelve el colegial a su internado. El olor a hulla fría y a niebla que descendía compacto sobre la ciudad débilmente constelada por sus luces, con el crepúsculo de invierno. El decorado de cerámica modern-style que hace todavía hoy que La Cigale parezca un Lipp (101) provinciano reducido al formato de una bombonera. El empedrado irregular, las casitas claustrales del antiguo pasaje Russeil, más silencioso que un beaterio tras sus rejas y bajo sus magnolias. La calle en forma de cornisa de Garennes, dominando desde lo alto el Loira de Trentemoult, y que vuelve a unirse en mí con el panorama de Saint-Augustine en Florida, tal y como lo mostraba la edición de Hetzel de Norte contra Sur. El pequeño puesto de la plaza del Comercio, cuya curva rascaba, hasta hacer rechinar los dientes, la cantarela de los tranvías amarillos; domicilio nocturno de un vagabundo-poeta del que un verso, al menos, ha permanecido sin ser olvidado:
100. Película de Jean Vigo del año 1933.
101. La Cigale, restaurante muy conocido de Nantes. El Lipp, por su parte es una brasserie del bulevar Saint-Germain que existe en París desde finales del siglo XIX.
El inicio de la calle Charles Moselet, y la esquina por la cual se articula con el bulevar Delorme, esquina donde se anuncia a lo lejos la forma tranquila del parque de Procé, donde se adormece la agitación en los barrios del centro tan repentinamente como si se penetrase en un sendero de jardín: lugar para mí de buen augurio, de vecindad fausta, igual que la perspectiva del bulevar Doulon me ha parecido siempre adecuada para ensombrecer una jornada. El anuncio, bajo su columnata, del programa lírico del teatro Graslin para toda la semana, tan parecido, por su formato y sus caracteres gráficos, bajo su enrejado protector, a los anuncios amarillo-paja de la Comedia Francesa. Estas imágenes desparejadas y por momentos irrisorias, a las que aparentemente nada las asemeja ni las religa, componen para mí como un escudo cuarteado, hecho jirones: la ciudad estallada recoge en ellas un signo más convincente que todas las vistas panorámicas que uno pueda de ella coleccionar, porque la clave se halla toda entera en la selección ejercida soberanamente, a partir del caos de lo dado, por una sensibilidad todavía sin guía y sin modelo, que seguía su sola inclinación y a la que nada se le imponía. Ciudad que ninguna señal ancla en mí, a través de esas imágenes emblemáticas, a una fecha fija del pasado, porque no ha dado lugar a ningún lugar, a ningún apego privado; nada más que a un impulso anexionista del yo casi abstracto, a la enorme bulimia adquisitiva y prospectiva que reina en una vida entre los 11 y los 18 años. Yo crecía y la ciudad cambiaba conmigo y se remodelaba, ahondaba sus límites, profundizaba sus perspectivas, y sobre este impulso –forma complaciente con todos los impulsos del porvenir, única manera que tiene de existir en mí y de ser verdaderamente ella misma– no termina de cambiar.
Quizá sea mejor que Nantes vuelva a tomar forma en mí a través de la sola conjunción azarosa de restos unas veces imaginarios, otras reales, que remiten todos a un mismo núcleo despedazado. Allí vendrían a reunirse en desorden, sin ningún tipo de organización, el ómnibus onírico de Cero en conducta (100), que devuelve el colegial a su internado. El olor a hulla fría y a niebla que descendía compacto sobre la ciudad débilmente constelada por sus luces, con el crepúsculo de invierno. El decorado de cerámica modern-style que hace todavía hoy que La Cigale parezca un Lipp (101) provinciano reducido al formato de una bombonera. El empedrado irregular, las casitas claustrales del antiguo pasaje Russeil, más silencioso que un beaterio tras sus rejas y bajo sus magnolias. La calle en forma de cornisa de Garennes, dominando desde lo alto el Loira de Trentemoult, y que vuelve a unirse en mí con el panorama de Saint-Augustine en Florida, tal y como lo mostraba la edición de Hetzel de Norte contra Sur. El pequeño puesto de la plaza del Comercio, cuya curva rascaba, hasta hacer rechinar los dientes, la cantarela de los tranvías amarillos; domicilio nocturno de un vagabundo-poeta del que un verso, al menos, ha permanecido sin ser olvidado:
¡Salve, rosas que florecéis sobre la nieve!
100. Película de Jean Vigo del año 1933.
101. La Cigale, restaurante muy conocido de Nantes. El Lipp, por su parte es una brasserie del bulevar Saint-Germain que existe en París desde finales del siglo XIX.
El inicio de la calle Charles Moselet, y la esquina por la cual se articula con el bulevar Delorme, esquina donde se anuncia a lo lejos la forma tranquila del parque de Procé, donde se adormece la agitación en los barrios del centro tan repentinamente como si se penetrase en un sendero de jardín: lugar para mí de buen augurio, de vecindad fausta, igual que la perspectiva del bulevar Doulon me ha parecido siempre adecuada para ensombrecer una jornada. El anuncio, bajo su columnata, del programa lírico del teatro Graslin para toda la semana, tan parecido, por su formato y sus caracteres gráficos, bajo su enrejado protector, a los anuncios amarillo-paja de la Comedia Francesa. Estas imágenes desparejadas y por momentos irrisorias, a las que aparentemente nada las asemeja ni las religa, componen para mí como un escudo cuarteado, hecho jirones: la ciudad estallada recoge en ellas un signo más convincente que todas las vistas panorámicas que uno pueda de ella coleccionar, porque la clave se halla toda entera en la selección ejercida soberanamente, a partir del caos de lo dado, por una sensibilidad todavía sin guía y sin modelo, que seguía su sola inclinación y a la que nada se le imponía. Ciudad que ninguna señal ancla en mí, a través de esas imágenes emblemáticas, a una fecha fija del pasado, porque no ha dado lugar a ningún lugar, a ningún apego privado; nada más que a un impulso anexionista del yo casi abstracto, a la enorme bulimia adquisitiva y prospectiva que reina en una vida entre los 11 y los 18 años. Yo crecía y la ciudad cambiaba conmigo y se remodelaba, ahondaba sus límites, profundizaba sus perspectivas, y sobre este impulso –forma complaciente con todos los impulsos del porvenir, única manera que tiene de existir en mí y de ser verdaderamente ella misma– no termina de cambiar.
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