Imposible liberarse de la invasión de la lengua, esa materia laboriosamente aprehendida desde la infancia. Imposible comulgar con las cosas, porque las cosas no son sino las palabras con las que aprendimos a designarlas, cuando todavía no tenían un nombre. Se comulga con la lengua que nombra las cosas. Y solo con la lengua escrita, objetivada como un silencio nuevo, se alcanza a entrever, como un adiós o un éxtasis, el resplandor de lo que ya hemos visto.
Un Francis Bacon escrito por Pascal Quignard reivindica en una carta imaginaria la escritura, y no el silencio al que se entregó Lord Chandos al no poder decir cada cosa-en-sí. La escritura como contemplación estremecida y coalescencia. Bendita llave ensangrentada de la escritura, que abre la puerta más allá del abismo y de la muerte, como la llave de un cuento de Charles Perrault. Llave que no se seca jamás.
Pascal Quignard borda su carta desde la fisura entre el deseo y lo real, herida que se reabre, desgarramiento. El hilo con el que borda y une a dos exiliados del mundo, Emily Brontë y Georg Händel, dos confinados por propia voluntad. Retirados para revivir, para recuperar el asombro primordial con la escritura como tercera mano. No nos han sido dadas dos manos sino tres. Y es la tercera la que palpa la noche, del otro lado de la desesperación y la impotencia. Del otro lado no hay silencio. Hay sustancia sonora y animal, gritos y lágrimas de recién nacido.