Como sabemos, todo libro se nutre, en efecto, no sólo de los materiales que le proporciona la vida, sino asimismo, y acaso especialmente, del espeso mantillo de la literatura que lo ha precedido. Todo libro crece sobre otros libros, y tal vez el genio no sea sino la aportación de unas bacterias concretas, de una delicada química individual por medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, no ya el mundo en bruto, sino la enorme materia literaria que preexiste en él.
A despecho de las apariencias, la literatura se escribe en verdad a dos manos, como la música de piano. La línea, la melodía verbal, se alza y se apoya sobre una base continuada, un acompañamiento de la mano izquierda que recuerda la presencia en segundo plano del corpus de toda la literatura ya escrita, y que señala, con discreción y firmeza, que por siempre jamás hemos abandonado el registro de la comunicación trivial. En realidad, al igual que no hay en la ópera partes habladas, jamás ha existido en la literatura lo hablado. Ni en los tiempos de Homero ni tampoco en los de Céline o Queneau.
¿Por qué desde muy temprano arraigó en mí el sentimiento de que si bien sólo el viaje —el viaje sin ánimo de retorno— nos abre las puertas y puede cambiar nuestra vida de veras, un sortilegio más oculto, que semeja el manejo de la varilla del zahorí, se liga a ese paseo favorito entre todos, a esa excursión sin aventura ni imprevistos que nos lleva en unas horas a nuestro puerto de amarre, a la clausura de nuestro hogar familiar?
Julien Gracq