3. Bacon a Lord Chandos
[...] Francis Lord Verulam, vizconde de Saint Albans, a Philipp Lord Chandos, 23 de abril 1605, dejé que fueran pasando las estaciones. Dejé sin responder la carta que vos me enviasteis hace dos años, que me escribisteis al final del verano. A pesar de que ya no es momento de presentar disculpas, os pido perdón. La edad, las preocupaciones, los deberes, también los placeres, incluso la acumulación de riqueza, además de la pereza… entendedme, paso de ello, todo eso no significa nada, pero todo eso acaba corroyendo las horas. Incluso a veces la vida está como corroída. O se halla continua y deliberadamente herida. Y, además, ¿cómo ocultároslo? Todo fue un pretexto para evitar escribiros, pues no aceptaba vuestra carta. La misma altura desde la que vuestra carta fue meditada, vuestra tristeza, su belleza, mi desacuerdo, todo acababa siendo un obstáculo. Y el retraso iba alargándose, y el tiempo que yo dejaba fluir continuaba fluyendo, todo se convertía en un subterfugio para no tener que dejar constancia de mi desaprobación, para no molestaros, para no mostrarme falto de compasión o de sensibilidad frente a vos, que estabais sumido en el abatimiento; yo no dejaba de huir. Pero basta ya de invocar las molestias, los deberes, el cansancio, los contratiempos, el tiempo. La simple palabra tiempo. Porque siempre se trata del tiempo vacío que pasa y dentro del cual no hay nada más. Igual que en nuestros cuerpos, esa sangre que fluye y late. Y siempre está fluyendo, sin conocer mesura. Y se necesitan cien cables para detener esa increíble pulsión, para desviar ese flujo hacia una tarea, para guiarlo hacia una carta, alzar la tapa del escritorio, abrir el tintero, agarrar la pluma de un pájaro, al que la más mínima onda hace caer. Incluso una lágrima lo hace caer. Pero olvidémonos del tiempo, la vida, el pulso, la muerte, la distracción, el arte, la música, las lágrimas, y vayamos al fondo de esto. Porque en mi opinión ese fondo implica algo aún más grave que no estaba en vuestra desesperación, y que es el silencio. Vuestro silencio. Vuestro silencio frente a la lengua, contra la que os oponíais. Porque ese no es mi silencio. De modo que abandono el tiempo y me consagro directamente a vuestro silencio. No puedo negarlo: estoy de todo punto en desacuerdo con la carta que vos escribierais en el pasado. Guardo memoria de todas las digresiones: son maravillosas; aunque, a decir verdad, son tan maravillosas porque están maravillosamente expresadas. Pero respecto a los principios de base es una ilusión. Vuestra reflexión ha sido erigida sobre la arena. Levanta un dique que solamente es impresionante, secundario, sentimental. Tened cuidado: yo creo que en la belleza misma se oculta algo cobarde, que no quiere agredir, que se retira de la realidad, y eso puede haber bastado para echar a perder vuestro pensamiento. Renunciáis a la poesía. ¡Cuán equivocado estáis! Sois un gran poeta. Vuestra concepción del silencio proviene directamente de Epicuro. Esa «ilusión de silencio» antes de la adquisición del lenguaje, e incluso la idea de ese «reposo del lenguaje» con respecto a un artificio que sin embargo aún no es un animal capaz de fatiga, no son de ninguna manera ni convincentes ni sólidas. Incluso al leeros pensé que vuestro pensamiento tenía algo de imposible. Y aun peor que imposible, algo intrínsecamente ingrato. ¿Quién puede verse libre —en verdad verse libre, completamente privado— de la lengua que ha hecho suya tan penosamente y durante tanto tiempo y voluntariamente durante los siete años que dura la infancia antes de que los años de latencia la concluyan, o más bien la sellen? [...]
SEGUIR LEYENDO: