Quien repasa en su memoria una ciudad que ha visitado, ya sea como turista o como aficionado al arte, a menudo se vincula con ciertas señales, tan nítidamente distinguidas de la masa construida como lo son, para un marino, las marcas por las que se guía al aproximarse a un puerto, y estas señales son, casi todas, monumentos. Es curioso que se concentre de este modo –por un movimiento menos natural de lo que parece– el carácter y casi la esencia de una ciudad en algunas construcciones, consideradas generalmente emblemáticas; sin imaginar que la ciudad así representada, por delegación, tiende a perder para nosotros su densidad propia; y que, además, sustraemos de su presencia global y familiar todo el capital de ensueños, de simpatía, de exaltación, que acaba por fijarse en estos únicos puntos sensibilizados. En el límite, una sensibilización de este género, exacerbada y vuelta sistemática por la cultura de las guías turísticas que gana cada día más terreno en todo el mundo, acaba por convertir una ciudad clasificada como “artística” en algo, para el visitante, poco menos que exangüe. El turista que se detiene dos días en Venecia “para ver la ciudad”, no tiene la más mínima sospecha de la vida popular poco llamativa, pero espontánea y encantadora, que se esconde a lo largo de las calli, de los rii, y de las plazuelas pavimentadas. En ocasiones uno acaba por soñar, en esta nuestra época en que el must arquitectónico se impone al turista por adelantado a través de los media en cualquier ciudad que visite, otra forma de aproximación más funcional, más natural y menos supersticiosa, en la que solo se visitarían las catedrales porque uno va a misa, las viejas estancias porque en ellas moran amigos, y –ya que se trata de Venecia– el Puente de los Suspiros únicamente en calidad de inquilino de los Plomos o, por lo menos, como una manera de prolongar la lectura familiar, tantas veces retomada, de las Memorias de Casanova. (48)
48. Como es sabido, Casanova, que era veneciano, estuvo encerrado en la Cárcel de los Plomos. En sus memorias narra, con pormenor, su fuga, ya legendaria, de esa prisión.
Es más bien de esta segunda manera, más espontánea, más libre, como se me descubrió Nantes. Las condiciones en las que allí vivía hacían que, en mi caso, la ciudad no fuese ni verdadera ni familiarmente habitada, ni tampoco simplemente visitada. A los once años, no tenía ninguna idea de los monumentos más o menos destacables que ella pudiese contener. Nadie me había hablado de ellos, tampoco había leído nada a ese respecto. Los paseos culturales y pedagógicos por la ciudad eran desconocidos en la enseñanza de la época. La diferencia que, para exaltarlas, aísla de forma inmediata, artificialmente, las obras de arte de la materia viva de una ciudad que en ella han surgido y a las que ha alimentado, no existía para mí. Yo iba a la aventura, como un pequeño salvaje, por las calles de una ciudad no clasificada, no etiquetada, no catalogada; dejándome impregnar indistintamente por sus masas de piedra desiguales, por sus portales de luz, por sus corrientes de agua, por las zanjas sombrías de sus calles escalonadas, como uno se impregna de un paisaje sin la menor preocupación por situar los elementos por orden de excelencia, con el objeto de reverenciarlos jerárquicamente. Yo solo entraba donde tenía algo que hacer, y también allí donde era admitido (por supuesto, de forma gratuita), es decir, más o menos por ninguna parte. Es por eso que no visité la catedral, para ver allí la tumba de Francisco II, hasta que tuve veinticinco años, y el castillo de Nantes, admirado por Enrique IV, jamás (no sé si debo avergonzarme por una tal indiferencia a las tres estrellas del edificio). Como tantas costumbres, buenas o malas, adquiridas en esta ciudad de mi formación, tal pecado de incultura, tal repugnancia a visitar “los monumentos y objetos antiguos”, quedaron en mí para toda la vida. Las he superado algunas veces, por mala conciencia o por conformismo: no estoy seguro de haber sacado nunca gran provecho al hacerme esta violencia, ni de romper con esta contumacia inveterada de pasear por una ciudad como uno se pasea por un jardín. Soy más sensible a las estancias, al oleaje petrificado de las casas construidas sobre pilotes de la isla Feydeau o del Port-Communeau, que al censo de los forjados preciosos de los balcones, de los mascarones y de las pilastras de las antiguas mansiones de la calle Kervégan, y en general al olor, a la herrumbre, a la textura de una ciudad más que a las joyas de la que se enorgullece, tan aisladas de su sustancia que a veces dan la impresión de ser inamovibles.
Por lo demás, pocas ciudades comunican tan poderosamente como Nantes el sentimiento de una mínima distancia entre los edificios pomposos y la apariencia común de las fachadas cuyo friso se despliega al azar de las calles. La banalidad de la arquitectura, el carácter ingrato del material de la mayoría de las iglesias, las acerca a las capillas de campo del país nantés, reconstruidas en su mayor parte durante el siglo pasado sin el menor cuidado de estilo. Las mansiones construidas por los negreros del siglo XVIII, incómodas, abandonadas poco a poco por sus ocupantes, o divididas y mezquinamente rehabilitadas como lo son en Richelieu (49) las mansiones Louis XVIII, se inclinan hoy en día como la torre de Pisa, y, decrépitas, desconchadas a la manera de los palacios venecianos sobre sus pilotes, regresan a la grisalla anónima del deterioro. Siempre me pareció que todo aquello que ya no se reanima, que no se renueva día tras día por el movimiento de la vida cotidiana, ostenta aquí, más rápidamente que en ninguna otro lugar, la marca del abandono [...]
49. Situada en el departamento del Loira, Richelieu es una localidad creada por el cardenal, y está considerada una obra maestra del urbanismo del siglo XVII.
48. Como es sabido, Casanova, que era veneciano, estuvo encerrado en la Cárcel de los Plomos. En sus memorias narra, con pormenor, su fuga, ya legendaria, de esa prisión.
Es más bien de esta segunda manera, más espontánea, más libre, como se me descubrió Nantes. Las condiciones en las que allí vivía hacían que, en mi caso, la ciudad no fuese ni verdadera ni familiarmente habitada, ni tampoco simplemente visitada. A los once años, no tenía ninguna idea de los monumentos más o menos destacables que ella pudiese contener. Nadie me había hablado de ellos, tampoco había leído nada a ese respecto. Los paseos culturales y pedagógicos por la ciudad eran desconocidos en la enseñanza de la época. La diferencia que, para exaltarlas, aísla de forma inmediata, artificialmente, las obras de arte de la materia viva de una ciudad que en ella han surgido y a las que ha alimentado, no existía para mí. Yo iba a la aventura, como un pequeño salvaje, por las calles de una ciudad no clasificada, no etiquetada, no catalogada; dejándome impregnar indistintamente por sus masas de piedra desiguales, por sus portales de luz, por sus corrientes de agua, por las zanjas sombrías de sus calles escalonadas, como uno se impregna de un paisaje sin la menor preocupación por situar los elementos por orden de excelencia, con el objeto de reverenciarlos jerárquicamente. Yo solo entraba donde tenía algo que hacer, y también allí donde era admitido (por supuesto, de forma gratuita), es decir, más o menos por ninguna parte. Es por eso que no visité la catedral, para ver allí la tumba de Francisco II, hasta que tuve veinticinco años, y el castillo de Nantes, admirado por Enrique IV, jamás (no sé si debo avergonzarme por una tal indiferencia a las tres estrellas del edificio). Como tantas costumbres, buenas o malas, adquiridas en esta ciudad de mi formación, tal pecado de incultura, tal repugnancia a visitar “los monumentos y objetos antiguos”, quedaron en mí para toda la vida. Las he superado algunas veces, por mala conciencia o por conformismo: no estoy seguro de haber sacado nunca gran provecho al hacerme esta violencia, ni de romper con esta contumacia inveterada de pasear por una ciudad como uno se pasea por un jardín. Soy más sensible a las estancias, al oleaje petrificado de las casas construidas sobre pilotes de la isla Feydeau o del Port-Communeau, que al censo de los forjados preciosos de los balcones, de los mascarones y de las pilastras de las antiguas mansiones de la calle Kervégan, y en general al olor, a la herrumbre, a la textura de una ciudad más que a las joyas de la que se enorgullece, tan aisladas de su sustancia que a veces dan la impresión de ser inamovibles.
Por lo demás, pocas ciudades comunican tan poderosamente como Nantes el sentimiento de una mínima distancia entre los edificios pomposos y la apariencia común de las fachadas cuyo friso se despliega al azar de las calles. La banalidad de la arquitectura, el carácter ingrato del material de la mayoría de las iglesias, las acerca a las capillas de campo del país nantés, reconstruidas en su mayor parte durante el siglo pasado sin el menor cuidado de estilo. Las mansiones construidas por los negreros del siglo XVIII, incómodas, abandonadas poco a poco por sus ocupantes, o divididas y mezquinamente rehabilitadas como lo son en Richelieu (49) las mansiones Louis XVIII, se inclinan hoy en día como la torre de Pisa, y, decrépitas, desconchadas a la manera de los palacios venecianos sobre sus pilotes, regresan a la grisalla anónima del deterioro. Siempre me pareció que todo aquello que ya no se reanima, que no se renueva día tras día por el movimiento de la vida cotidiana, ostenta aquí, más rápidamente que en ninguna otro lugar, la marca del abandono [...]
49. Situada en el departamento del Loira, Richelieu es una localidad creada por el cardenal, y está considerada una obra maestra del urbanismo del siglo XVII.
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