Botonera

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24.6.20

III. "LA RESPUESTA A LORD CHANDOS", Pascal Quignard, Valencia: Shangrila, 2020



2. GEORG HÄNDEL EN HANNOVER SQUARE


Georg Friedrich Händel


[...] Sir John Hawkins dijo de Georg Händel: «El señor Händel nunca ha necesitado compañía».
Aparte de las largas estancias que, cuando se trataba de escribir óperas, pasaba en casa de Lord Chandos y en casa de Lord Shaftesbury, porque entonces necesitaba concentrarse completa, panorámica, dolorosamente en la composición de esas grandes obras musicales, Händel nunca se alejaba de Londres. (Shaftesbury y Chandos le tenían reservado, en todos los castillos que estos poseían, el uso de un pequeño apartamento perfectamente incomunicado para que se encontrara cómodo allí. Cuando se hallaba en alguno de esos apartamentos, nadie tenía derecho a acceder a ellos, excepto las criadas a fin de cambiar la ropa de cama, hacer la limpieza, el lecho o poner leña en la chimenea. Lo que ocurría solo en aquellos momentos en que lo veían paseando por el jardín y dirigiéndose hacia el bosque. O cuando Händel estaba cenando en la sala grande.)
No quería volver a ver Alemania.
En Londres, casi nunca salía de la casa que había adquirido cerca de Hanover Square.
Dos filas de tres ventanas en la fachada.
Dos plantas encima de un sótano que emergía en el pavimento de la calle gracias a una larga contraventana corredera de madera maciza y que albergaba la larga cocina, donde vivían y dormían la cocinera y una criada.
El manitas, que sobre todo trabajaba como jardinero, se alojaba en una de las cabañas del jardín.
Había dos habitaciones por planta. La más grande tenía vistas a la calle. La más pequeña daba al patio, donde destacaban las lilas, las rosas trepadoras, la parra, el nogal, el pozo.
Por último, si uno se concentraba, podía ver la carretilla.
El rastrillo para las hojas muertas.
La regadera colocada bajo la canaleta que bajaba desde el techo.


[...]

En el pequeño salón de Händel —de acuerdo con el inventario que se hizo después de su muerte— había un gran escritorio de nogal, una palangana para agua, un espejo de pie enmarcado en latón y dos impresionantes cabezas de madera donde colocar sus pelucas. Dos grandes cabezas sin ojos ni boca para poner las pelucas a secar al final de las veladas, ambas impregnadas de sudor y de humo. Una manera de evitar que penetrara dentro, en el interior de la casa, el olor de la sociedad y las invitaciones, los juicios, los resentimientos, los suplicios.

En la gran sala de estar que daba a la calle, una profunda chimenea rodeada de mármoles veteados de rojo, gruesas cortinas confeccionadas con terciopelo rojo (que bajaban hasta el suelo y que amortiguaban el ruido de las ruedas de los carruajes o de las herraduras de los caballos), un gran Ruckers, un André más reciente que había sido revisado por Lambert Hatten, un pequeño órgano positivo [...]



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