PRÓLOGO
A PROPÓSITO DE NANTES.
ARS SUBTILIOR DE JULIEN GRACQ
ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO
¡Tantas manos para transformar
el mundo y tan pocas miradas
para contemplarlo!
Julien Gracq
Se ha dicho a menudo que el paisaje y el tiempo son las dos grandes preocupaciones de Julien Gracq como escritor. Es cierto, siempre y cuando asumamos que ninguno de esos dos términos, tiempo y paisaje, se revelan, a ojos de Gracq, como entidades estables o definidas de antemano y para siempre. El universo de Gracq se halla siempre en metamorfosis, posee fronteras fluctuantes. A veces, tiene aires de sombras esquivas a lo Chirico, o de las tierras brumosas en lejanías de Delvaux, por citar a dos autores que aparecen en La forma de una ciudad. Y es que nunca lo ha dicho de forma tan clara como en este libro en buena medida autobiográfico y, a la vez, oblicua, sigilosamente autopoético. El escrito donde Gracq, siempre tan remiso a hablar de sí mismo, más nos deja traspasar de su propia existencia. Son siempre –ha señalado– los límites mal definidos, las presencias no del todo antes exploradas, lo que incita la curiosidad del escritor. Lo que impulsa la deriva misma, impredecible en su letanía prodigiosa, de la escritura.
“Un libro –ha comentado– nace de una insatisfacción, de un vacío cuyos contornos no se precisan si no es durante el trabajo de escritura, que es el que puede llenarlo”. Gracq, lo ha dicho también aquí, asume que es el bosquejo –el hecho, diríamos, de entender la realidad y con ella la literatura misma como un bosquejo furtivo– lo que lo vuelve permeable más que ningún otro a la ficción. O, como sucede en este caso, al ejercicio de un recuerdo que florece a partir de un lugar, de una calle, de un río o una colina naturalmente, y luego crece, aumenta indefinidamente por y para la imaginación. Este libro es una memoria y es, a la vez, el producto de un ensueño. “Entraba en sexto curso –nos confiesa Gracq–: tenía 11 años. A medias conocida, a medias soñada, la ciudad, desde mi primer contacto con ella, no se ha desprendido jamás de esta impresión”.
La forma de una ciudad, un texto escrito por Gracq al final de su vida –fue publicado en Francia en 1985– está construido, de parte a parte, a partir de estos vacíos, de tales presencias furtivas que han de ser exploradas. Aun más, se diría que es la existencia de un vacío ontológico lo que permite la escritura, de la misma manera que la propia ciudad de Nantes –que es la protagonista, junto con el escritor , al mismo o mayor nivel que el propio escritor– se ha desarrollado, a lo largo del siglo XX, a partir de dramáticos y muy poderosos procesos de destrucción y derribo, de una reestructuración brutal, intensísima, de toda su circunstancia urbana, realizada a partir de unas tan severas transformaciones, que Gracq, por momentos, no puede ya reconocerla. De esta manera, la tensión que articula el texto se produce entre el Nantes de los años 20, al que llegó como pensionista del liceo de la ciudad el escritor con once años, y el ahora de la propia escritura, 60 años después. Por el medio, el vacío o el intervalo que la memoria habrá de recorrer y habitar, que ocupa también la transformación de toda una vida de un hombre, y, a la vez, una transformación brutal mayor aún quizás, como decimos, en la urbe que en el hombre.
A pesar de que Gracq, que se llama en realidad Louis Poirier, nació el 27 de julio de 1910 en Saint-Florent-le-Vieil, un pueblecito vecino al Nantes de su admirado Jules Verne, no deja de recordarnos a menudo que él no se ha sentido jamás plenamente integrado en la ciudad, y que es precisamente esta condición de habitante nunca plenamente integrado la que fermentará, al cabo, la articulación de una distancia, o una perspectiva, que permita darle aire y posibilidad a la escritura. A lo largo de ese texto prodigioso, suntuoso y giróvago como siempre acaba resultando la prosa de Gracq, el escritor se va a ir aferrando a estas perspectivas, para encontrar el camino sinuoso que conduzca, una vez tras otra, a la rememoración; que resultará también, a su vez y necesariamente, una revelación. Ese momento –verdaderamente emocionante y mágico: féerico, como le gusta decir al escritor– en que todo al fin se coagula en una penetrante inmovilidad.
Si, en otros libros de Gracq la inmensidad mágica del fluir del mundo acostumbra a revelarse como esas imágenes en las que alguien borra las anécdotas y personajes de un cuadro para dejar que aparezca en su esplendor tornasolado el paisaje de fondo, ahora, en este escrito del final del camino de la vida, ese paisaje, la tierra de origen, la tierra nutricia que ha estado siempre como auténtico telón de fondo de una agudísima sensibilidad, se muestra en toda su presencia animada, al tiempo innegablemente vívida y real, y casi sobrenatural. Tan poderosa y plena de señales de vida autónoma e inquietante que se diría un tapiz boscoso, como las naturalezas pantanosas o costeras que va a describir majestuosamente en torno a la ciudad del Loira. Y, al tiempo, precisamente en lo que tiene de vida que se escapa o salta por encima de su propia naturalidad, va a devenir un magnífico escenario, casi operístico, wagneriano, si queremos seguir el gusto del escritor. Escenario de la historia del lugar, incluso, con todo el carácter teatral, no solo, como es evidente, en relación con el conocido pasaje Pommeraye de la ciudad o su propio y monumental teatro, con todas sus calles adyacentes plenas de vida y anécdotas, sino también la historia misma de la región, con sus vaivenes bélicos de antaño, sus revoluciones y sus contrarrevolucionarios (Charette, Cathelineau, los Chuanes de Balzac), sus fusilamientos y contiendas internas, su puerto de mercancías coloniales, los relatos variopintos que todo ello generó, alimentando la imaginación de Balzac a Stendhal, de Rimbaud a Breton o Jacques Vaché, del mismo Jules Verne, claro, tan presente a lo largo de todo este libro.
Lo que en otros textos de Gracq encarna la figura femenina, en La forma de una ciudad va a estar ocupado por la presencia, nunca del todo revelada plenamente, de la urbe llamada Nantes; y la procura reiterada, y probablemente fracasada, de una esencia que se escapa a toda nítida y definitiva manifestación. Como la mujer –musa inquietante herencia del surrealismo y de su admirado Breton–, la urbe del Loira pasa a funcionar como la encarnación de ese fondo de escritura que se revela y oculta, que es invocado como una inminencia pero se embosca y dilata una vez tras otra su aparición. Ella es, en realidad, el signo mismo del sentido, su promesa oscura.
Por lo demás, lo que sorprenderá al lector, si desconoce el estilo de Gracq –y aun si lo conoce– y se dedica a seguir las idas y venidas por la larga y sinuosa avenida de su prosa sutilísima y drapeada, es una inesperada, y difícil de precisar, impresión de elegancia. La forma de una ciudad está escrita, es cierto, con una prosa suntuosa, cuya seducción proviene de la creación de un tempo y una musicalidad inigualables y, más aún, de una infatigable voluntad metafórica que se eleva siempre sobre lo real haciéndolo, si acaso, levitar como una paulatina aparición. De ahí nacerán los milagros que proporciona la inmovilidad de la contemplación, la agudeza de una mirada que está hecha para el matiz y la sinestesia, para la reverberación y la creación de armónicos sensibles de muy diverso tipo. Ars subtilior.
“Son los encadenamientos sonoros –escribe Gracq– los que dibujan sin duda de la forma más expresiva en nuestra pantalla interior la idea que nos hacemos, cuando estamos lejos de ella, de una ciudad.” Pero, aún más que un sonido o un sentido, la escritura de Julien Gracq es una presencia. El aire de una presencia. Una presencia que irradia o imantiza todos los acontecimientos y los lugares descritos, las escenas y los recuerdos traídos desde las capas soterradas del pasado. Escritura también, por decir así, vegetativa. Discurso que, como un río, persigue morosamente en su rumor acuático la maduración lenta de un acontecimiento crucial que puede finalmente producirse o no. Pero ese acontecimiento no es otro, a fin de cuentas, que aquello que impulsa y permite la consecución de la escritura misma, su revelación como una forma admirable. La contemplación de su crecida al modo de un glaciar sin retorno que ha ido acumulando y amasando todo lo que encontraba a su paso.
La escritura de Gracq tiene dos modos, que se complementan y co-responden. Por un lado, una contemplación de la naturaleza demorada, sutil, muy pormenorizada en su deslizamiento por estratos o planos de visión de profundidad gradual. Se abre, de esa forma, un mundo muy diverso, de diferentes escalas, tremendamente complejo, y hasta entonces solapado, en ese gesto de mirada cadenciosa que celebra, también, el espectáculo primordial de una vida libre, en comunión con la naturaleza. Y luego, a menudo, como impulsada por el propio vuelo de esta poderosa inmersión visual, la palabra que se desata en una dimensión imaginaria en que la naturaleza misma se esclarece y transmuta en ensoñación, en símbolo, en tela fantástica y vaporosa como el resultado de los oscuros efluvios de una noche de fértil insomnio.
De este modo la imaginación-rememoración se desliza por las palabras –como decimos– al modo de un barco lento que avanza por un riachuelo escondido en medio del boscaje. Es esta escena la que veremos bastantes veces repetida en La forma de una ciudad. La que ocupa, quizás, el acontecimiento central del libro, donde el niño Gracq experimenta una “fortísima impresión de fiesta absoluta, de fiesta tranquila y sin placeres violentos, pero tanto más penetrante cuanto que esa impresión la experimenté de principio a fin durante la jornada”. Encantamiento que no es otro que el de la vida abriéndose a lo inesperado de esta salida náutica, a la singularidad del río desconocido que iba ensanchándose hacia su nacimiento. Son este tipo de experiencias las que provocan en Gracq un destilado de situaciones semejantes, un armónico de presencias que se van a reunir en el fragmento de escritura y que permitirán sortear y superar el vacío o el intervalo entre los tiempos: “Volví a encontrar, a una escala algo mayor, en condiciones distintas, algunos de los placeres que me dispensó, de niño, el paseo del Evre en Saint-Flonent. Como el sentimiento de intimidad, cercano al que procura un paseo por un jardín que nace en el corazón de un valle abandonado por el ruido y las carreteras, cuando se sigue el hilo del agua: nadie penetra verdaderamente en el corazón de un paisaje, nadie coincide un momento en él, si no lo ha atravesado de principio a fin a lo largo de la corriente que lo drena”.
He aquí la experiencia que imanta o acerca la vida y la palabra. Tal como el propio Gracq no deja de evidenciar, al comparar esa feliz jornada con el relato de uno de sus escritores favoritos: Edgar Allan Poe. “Esto es lo que expresa –el derrame tranquilo de su esencia líquida– la intuición de genio de Edgar Poe, cuando procuró, en el Dominio de Arnheim, dar la idea de lo que podría ser la obra maestra del paisaje compuesto. Consiste, en mi opinión, en hacerle recorrer al visitante, no la extensión de un camino, ni siquiera en una embarcación de remos o a vela, sino en un esquife inerte confiado simplemente al hilo de la corriente”. He aquí, también, la experiencia que sentimos al leer la prosa de Gracq.
Para que este juego de reminiscencias en el intervalo sea posible, habrá de existir, piensa el escritor –de una manera un tanto platónica–, una suerte de figuras plenipotenciarias que encierren o condensen virtualmente los afectos, los perceptos –diríamos con Deleuze– que se captarán luego a lo largo de nuestra existencia en diferentes momentos separados y sin articulación entre sí: “¿Dónde radica el modelo de estos hallazgos, que se instalan de pronto en las encrucijadas de la memoria y de la imaginación, que toman ellos mismos los mandos del mecanismo con el que se dibuja, sobre un determinado recuerdo abstracto, sobre una determina lectura, una figura material a la que ellos no han llamado más que indirectamente? Tengo tendencia a creer que son, casi todos, figuras ejemplarmente, poderosamente sobredeterminadas, y por ello creadoras de un campo de fuerzas que magnetiza todo lo que se aproxima en torno a él”. No se halla lejos tampoco aquí Gracq de los escritores del romanticismo alemán, tan queridos, e incluso del romanticismo más gótico o más negro, en la medida en que esas figuras funcionarían, a juicio del escritor, como emblemas de un saber secreto, una ciencia clandestina, “que se superponen (…) a la malignidad pasiva propia del lugar cerrado, del castillo negro”. Aquí está todo Gracq, especialmente esa mirada que declara su gusto por lo decrépito, lo mohoso, la herrumbre y grisalla de palacio veneciano que tantas veces encuentra en sus caminatas por Nantes.
Mirada que no ha abandonado jamás la bulimia de la infancia, pues “la infancia desarrolla espontáneamente las imágenes materiales hasta el máximo de lo que ellas dan, y es así coma la memoria afectiva, de una vez por todas, la registra”. Mirada salvaje, como la de los surrealistas, que no atiende a selecciones culturalmente organizadas, prestigiadas, jerarquizadas o institucionalizadas; en la medida, también declarada por Gracq de que “los lugares que uno prefiere en un cuerpo amigo no tienen relación con los cánones de la estética”.
Y es precisamente por eso, por lo que las relaciones de signos dentro del o de los intervalos se vuelven absolutamente libres e inesperadas; desde el momento en que esos años de anticipación exaltada que forjaron la libertad del niño establecen con los de hoy y mañana un diálogo libre. El pasado resucita, entonces; no está nunca del todo desaparecido, precisamente por su carácter esquivo, furtivo, por no haber jamás delimitado sus fronteras de manera estable: “Aquel pasado, con sus siete años más soñados que vividos, no duerme más que con un ojo cerrado. Lo que permanecía incumplido en una vida medio enclaustrada, continúa su camino subterráneo en un segundo plano de mi vida, a la manera de esos rizomas que revientan aquí y allá la tierra abonada con el resurgimiento inesperado de unos brotes verdes”. Entonces: “Una turbación, de la que nada apunta el sentido, marca más de una vez el encuentro con lo que debe contar para uno; pero la aguja imantada durante un largo rato oscila y enloquece antes de designar la masa metálica que la ha perturbado”.
La exigente y feliz escritura de Gracq se propone apuntar, seguir, transcribir con la mayor justeza posible los saltos y oscilaciones de esa aguja, del mismo modo que una cardiografía transcribe los latidos del corazón.