La arquitectura del mal:
La infección silenciosa
Alexander Zárate
Ante ellos, envuelta en la niebla,
surgía amenazadora la silueta de una inmensa casa
La casa infernal, Richard Matheson
Una inmensa casa puede ser también una inmensa nave, como esa incierta nave alienígena en Alien (1979), de Ridley Scott, que parece emerger, como un barco varado, en un escarpado mar rocoso, y a la que rodea, envuelve, una niebla (como el vapor que emana de un cuerpo). Perfilada contra un oscuro cielo, parece que brotara de la misma niebla una enigmática luminiscencia que permite que sus contornos se perfilen. La niebla es incógnita, es materia difusa, equívoca. Dos prolongaciones se extienden, como si conformaran una herradura, aunque avistados los orificios de entrada, podrían asociarse con las trompas de Falopio y el útero. Se ha recibido de esa nave una señal. Los tripulantes de la nave comercial Nostromo han despertado de su hibernación, programada en principio hasta su llegada a la Tierra, para atender esa señal interceptada que no saben identificar, ni a su emisor ni su naturaleza. Aunque hay quien especula con que pueda ser una llamada de auxilio, algunos miembros de la tripulación muestran su reticencia. Pero las normas establecen que toda señal debe ser atendida. Demasiado tarde se comprenderá que era una señal de advertencia. Resulta revelador contrastar los exteriores de ambas naves en el momento de contacto. Mientras al Nostromo le rodea la agitada espesura de una tormenta que imposibilita la visión, a la inmensa nave le rodea una calma brumosa, como si fuera una materia espectral en reposo.
A la mansión de La leyenda de la mansión del infierno (Leyend of hell house, 1973), de John Hough, le rodea de modo constante la niebla, como se recuerda, intermitentemente, con las transiciones, con planos del exterior de la casa, que puntúan el paso de los días y las horas. Los cuatro habitantes alojados de modo provisional en su interior intentan extirpar, con diferentes procedimientos, una infección causada, supuestamente, por una impositiva presencia espectral que no acepta la mínima contrariedad. Los previos intentos fueron infructuosos. La niebla parece la emanación de su condición malsana, o también barrotes de un cautiverio. De hecho, en el plano final, los supervivientes cruzarán la verja como si fueran liberados.
En El laberinto (The maze, 1953), de William Cameron Menzies, la niebla recibe a la enamorada Kitty (Veronica Hurst), y a su tía Edith (Katherine Emery), cuando el taxi las deja ante la verja del castillo escocés del prometido de la primera, Gerald (Richard Carlson). Lo primero que se percibe es una luz en la oscuridad, en la espesa negrura que rodea, o que parece emanar de la fachada, como si ésta fuera en sí misma sombra, incluso oscuridad. Niebla, noche y un árbol de ramas retorcidas. La niebla de la incógnita, la oscuridad y el retorcimiento tras el enigma que intentará esclarecer por qué su prometido modificó drásticamente de parecer a dos semanas de su boda. Una elipsis que no logra comprender. Qué ocurrió entre la carta que requirió su presencia en el castillo de su tío, al que no veía desde hacía quince años, y la carta dirigida a su tía en la que él rompía el compromiso y todo vínculo como un puente que se derruye. En la puerta, les recibe un criado de rostro taciturno que porta una vela. Tras él las sombras que deberán atravesar como una espesura de interrogantes.
En Horizonte final (Event horizon, 1997), de Paul W.S. Anderson, se interpone, ¿o más bien recibe?, a la nave estelar Lewis and Clarke (nombre de quienes dirigieron la primera expedición que cruzó el actual Estados Unidos hasta el Océano Pacífico), una especie de niebla, o espesura difusa, tan próxima que parece adherida, como si fuera su emanación, a la nave Event horizon, la cual ha resurgido de un agujero negro después de siete años. Por eso, la Lewis and Clarke, que acude al rescate, está a punto de colisionar porque en cuanto se despeja esa especie de niebla ya se la encuentran de bruces. Aún no saben que sí colisionarán con un territorio desconocido de cariz turbio y siniestro. El rescate será más bien un accidente.
Las apariencias de la incógnita pueden ser otras. La niebla difusa, una sombra. En la imagen introductoria de La casa encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, la mansión es una sombra. La indefinida voz en off expresa que una mansión encantada es como un territorio desconocido que explorar. Pero cuando es vista por primera vez desde la perspectiva de Eleanor (su rostro en leve picado), ella expresa que siente que la mira, que la llama. Como una sombra que se anima con la mirada que necesita. ¿Interacción o transferencia? Los encuadres asocian su mirada con la fachada de la casa, con sus ventanas, que asemejan ojos (oscuros, huecos).
En Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock, la casa de Norman Bates (Anthony Perkins), en principio, es una presencia, una figura imponente. Una figura que se perfila en la oscuridad para Marion Crane (Janet Leigh), quien conduce desorientada por un territorio que desconoce y que no parece tener contornos, cuando la luz del neón que anuncia el Motel Bates, como ilusión de refugio que procure que no siga conduciendo bajo la cortina de lluvia cerrada que dificulta la visión de la carretera, desgarra el telón de esa oscuridad (aunque aún no se sabe que para mostrar sus entrañas) [...]