Para todo inglés, su casa es su castillo.
Jean Eustache emulando a la crisálida
Juan Manuel García Ferrer
Manuscrito Thott
Pilar Rubio Remiro: Hay mil maneras de combatir, y muy pocas de defenderse. Nunca se inventó una mejor que imitar lo que hace la crisálida: impermeabilizarse, acorazarse, aislarse. A mitad del s. XV vivió en Baviera Hans Thalhofer. Escribió en suevo e ilustró seis manuscritos técnicos de ataque. Dedicó poco espacio a la defensa, aunque, como Leonardo, desplegó en ello gran habilidad imaginativa.
Un razonamiento, al margen de lo cinematográfico, figura como fondo de este escrito: nos solemos encerrar en un castillo (real o figurado), cubrirnos con máscaras, rodearnos de murallas de uno u otro tipo con el afán de protegernos. Pero no cuesta apreciar que esa pretensión de seguridad es inútil. Por de pronto, todos vamos a morir, y ya me dirás si eso no es, en sí, un completo fracaso. Pero sin llegar a ese extremo, la consecuencia es similar. Tomaremos, para verlo, unas cuantas películas como ejemplo.
Habiendo preguntado a Francesc Vicens qué sentido tenía construir un castillo allá arriba de la colina de Torroella de Montgrí, con difícil acceso hasta ahí y de ahí a todos lados, me respondió con una evidencia: los castillos no están para defenderse de un supuesto enemigo exterior, sino que se hacen para atemorizar, para hacer notar el poder a la población civil que, en principio, va a ser protegida por él. Pero dejando de lado esta interpretación, vayamos al concepto original, al castillo como mole inexpugnable, ajena a lo que le rodea, al caso de una película mítica de las primeras épocas del cine sonoro: en Beau Geste (William A. Wellman, 1939) el castillo es un bastante improbable enclave en medio de las dunas del desierto, sin población vecina ni punto estratégico alguno que proteger. Sus ocupantes, tropas de la Legión Extranjera, se protegen a sí mismos, teóricamente, mediante ese fuerte estilo juguete infantil. Pero no desvelo nada de la trama –esa es su primera escena– si digo que los inquilinos del seguro castillo aparecen muertos a la llegada de una patrulla al lugar. ¿De qué sirvió, pues, erigir construcción tan imponente?
Beau Geste. Protegido por almenas de cartón piedra
Otra, ciertamente bien diferente y mucho más reciente: en Muchos hijos, un mono y un castillo (Gustavo Salmerón, 2017), la singular mujer protagonista se hace con un castillo (un aparatoso edificio neorrenacentista) para salvarse del ahogo que le produce su manía coleccionista, que le lleva a guardar todo lo que cae por sus manos, de lo más variopinto. La crisis de la industria familiar hace que no pueda mantener el castillo y todas sus colecciones deben prescindir entonces de su teórica protección.
Hay muchos, todos los ejemplos que se quiera. Este año se ha podido ver otra película de esa cinematografía que parece sobrevivir, esa sí, en un castillo inexpugnable: la portuguesa. En La portuguesa (Rita Azevedo Gomes, 2018), la protagonista permanece en un castillo cercano a Trento mientras su marido consume su vida yendo de batalla en batalla de una inacabable guerra. Ella, en vez de sentirse a salvo, pasa todo su tiempo añorando su país, mostrando, según palabras de la misma Rita Azevedo, “el sentimiento de nostalgia hacia aquello que no ha podido ser vivido”. (1)
1. PENA, Jaime, Los enigmas del silencio. Entrevista a Rita Azevedo Gomes, Caimán. Revista de Cine nº 81, p.63.
Espero que algún escrito vecino afronte el análisis del reflejo cinematográfico de esas fortificaciones que se adentraban por territorio inhóspito con los nuevos pobladores que avanzaban hacia el lejano oeste americano. La potente imagen del “individualista, déspota, clasista y racista Owen Thursday (Henry Fonda), carente de raíces, sin otro objetivo que el muy egocéntrico de la gloria militar” (2), intentando construir una muralla que rodease a su hija y a sí mismo dentro del muy familiar fuerte que da nombre a la película (Fort Apache, John Ford, 1948), es la que se me aparece ahora, pensando en su catastrófico final. Pero otros muchos títulos pueden dar cuenta de lo que puede considerarse un subgénero.
2. COMA, Javier, Diccionario del western clásico, Madrid: Plaza Janés, 1992.
Fort Apache. “El individualista, déspota,… Owen Thursday”
Tomemos ahora el tema en su sentido figurado y las consecuencias son idénticas. Siempre me ha gustado el personaje de Fernando Fernán Gómez en El anacoreta (Juan Esterlich, 1976). Primero por la filosofía de vida que le insuflan el mismo Esterlich y el gran Rafael Azcona. Fernando Tobajas, el personaje, proclama que desearía tener una vida en la que, volviéndose a matricular año tras año en la universidad, se reencontrase cada vez con una nueva generación, una oleada de renovados estudiantes, con los que reiniciar todo. Sin alcanzar su propósito, que tanto recuerda al pacto con el diablo de Fausto, Fernando se construye (metafóricamente) su propio castillo: se encierra en el lavabo de su casa y decide no salir ya nunca más de ahí. Ni que decir tiene que el fracaso culminará la experiencia…
En De dioses y hombres (Xavier Beauvois, 2010), el personaje de Michael Lonsdale y los otros monjes de su congregación creen vivir en armonía con la comunidad musulmana que les rodea, para la que efectúan una serie de servicios muy estimados. Son en este caso unos fanáticos e inquisitoriales musulmanes los que creen que el convento es un castillo habitado por sus enemigos, y no paran hasta acabar con ellos.
La misma ex novicia Viridiana (Luis Buñuel, 1961), intenta con sus pobres montar una fortaleza bien parapetada del nada caritativo mundo exterior, en la que reine la bondad, la virtud y la vida sana. Se sabe cómo acabó eso: como el rosario de la aurora. Y luego, con un tute à trois, desmantelado por completo el castillo.
El Jules de Jules et Jim (François Truffaut, 1961) va a vivir con Catherine a un chalet de los Alpes austriacos convertido en castillo garante de su felicidad. Para preservar mínimamente la huella de una felicidad que las murallas del castillo no consiguen retener, llega a aceptar compartirla, cediendo el lazo que le une a Catherine a su amigo Jim…
El foco de El silencio de un hombre (Le samourai, Jean-Pierre Melville, 1967) está en Jeff Costello, el asesino a sueldo interpretado por Alain Delon. Melville se confesaba ardiente enemigo de la luz diurna. Gustaba de salir únicamente de noche, envuelto en una gabardina con el cuello subido, un sombrero ancho y gafas oscuras tapándole los ojos. Alain Delon interpreta en Le samourai al personaje central de ese universo melvilliano. Ajeno a todo aquello que le rodea, solamente pensando en su meta, se desenvuelve perfectamente de noche o en el mundo subterráneo, como un topo por las galerías de su madriguera (se conoce a la perfección todos los metros, pasadizos de correspondencias, escaleras). Si se ve forzado a salir del subterráneo está perdido, hasta introducirse en el espacio cerrado de su automóvil. En él –ha elegido un tiburón– se siente tan seguro como en su claustrofóbica habitación, acompañado del canto de su única compañía, un canario debidamente enjaulado. Es sabido que los samuráis, cuando ven su misión imposible, se hacen el harakiri…
Le samourai. A bordo de su Tiburón, prolongación de su refugio
La casa, ese castillo: Jean Eustache, en sus padrones (3)
Cierro ya este (extensible) abanico de posibilidades para señalar el final al que están condenados los que, intentando protegerse, construyen sólidas murallas a su alrededor. Pasaré ahora a mostrar el abanico ya plegado, refugiado en sus padrones, hablando del confinamiento interior al final de su vida de un apreciado realizador de obra corta pero muy influyente, Jean Eustache [...]
3. Según la voz Abanico de la Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo Americana de J. Espasa e Hijos Editores, Madrid, “El abanico consta de tres partes esenciales: las varillas, el clavillo y el país (…). Las dos varillas de los extremos reciben el nombre de padrones (…). Son casi siempre de madera más resistente y también de concha, marfil, carey, etc. Sirven los padrones para cubrir y proteger…”