El príncipe sin su castillo
Marco Antonio Núñez
[…] nada habrá tenido lugar salvo el lugar.
Hay ahí ceniza: hay lugar.
Jacques Derrida, La difunta ceniza
De castillos…
Al parecer, la compleja simbología del castillo deriva de la casa y del recinto amurallado, que en el arte medieval se vincula a una alegoría del alma, probablemente en analogía con la Jerusalén celeste. Pues bien, este breve apunte nos autoriza a utilizar el símbolo del castillo y sus valores anejos, en clave hermenéutica para abordar ciertos elementos de algunos filmes de Andrei Tarkovski (1932-1986), lugares connotados con los rasgos característicos de esta simbología anímica que haremos extensible a la conciencia basculando de un plano religioso al psicológico, para regresar al numen, para nunca salir de él.
El modo en que llevaremos a cabo nuestro propósito consistirá en escoger diversos tópicos, transitar por las distintas estancias y lugares de un castillo imaginario que ilustran Solaris (Solyaris, 1972), Stalker (Stalker, 1979), Nostalgia (Nostalghia, 1983) y El sacrificio (Offret, 1986). El océano de Solaris, la Zona, el estanque de Bagno Vignoni o la casa de Alexander, resultan ser lugares no solo físicos o geográficos, son espacios que albergan algo precioso o terrible, precintan un misterio o formulan una promesa, la posibilidad de la epifanía, el milagro, el don, la revelación del ser. Por todo ello nos hemos propuesto llamarlos «castillos».
Tampoco desatenderemos al medio, el lugar donde es posible la revelación, porque es la imagen misma la que se erige como lugar del acaecimiento. Porque es la imagen quien busca el océano de Solaris o la Zona, para mirarse y encontrarse. La imagen de Tarkovski, como la conciencia, además de intencional, es siempre reflexiva.
…y hombres
Y, no obstante, estos lugares no son habitados por sus personajes en un sentido, digamos, familiar, doméstico, muy al contrario, en algunos casos parecen haber sido expulsados de sus predios, en otros, simulan haber regresado, tal vez lo creen, pero siempre los encontramos desplazados, desubicados, desorientados. El trance del viaje no logra restituir el hogar y solo convoca una nostalgia mortal. El periplo, en ocasiones, figura el gesto de un desarraigo interior, la convocatoria de intemperies íntimas que se resuelve en búsqueda o secreto peregrinaje hacia ningún lugar. A la dificultad de regresar/pertenecer a un lugar se añade la imposibilidad de recuperar el pasado, la ceniza, el resto que deja el tiempo y tizna la mirada. El pasado es lo que irremediablemente se pierde y no da opción a la reconquista, sin embargo, el pasado también es lo que nunca se abandona. Estos hombres son la herida que en ellos ha inscrito ese pasado.
El castillo deviene de este modo, entidad signada también de una dimensión temporal. Podemos considerar entonces a estos personajes como «príncipes sin su castillo», Lears apócrifos que buscan la restitución de algo perdido. Ahora bien, ¿no es esa la condición de todo hombre, su secreto anhelo y drama, condición de su melancolía? Aunque el paraíso está perdido desde siempre y para siempre, debemos seguir en su busca, lo debemos seguir cantando.
Como sostiene Deleuze (1), los espacios cristalizados, alucinatorios, son presentaciones directas del tiempo, imagen-tiempo de la que deriva el movimiento, un tiempo crónico que produce movimientos anormales, excéntricos, desvíos, imágenes-recuerdo que dislocan el orden sintagmático del montaje convencional.
1. Deleuze, Gilles, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona: Paidós, 2015.
Por otro lado, sabemos del rechazo que a Tarkovski generaba una cierta «epocalidad» marcada por la tecnificación y el sentimiento continuo de crisis o pérdida de lo espiritual, en lo que se nos antoja una revisión de la muerte de dios anunciada por Zaratustra, de sólito malinterpretada. Lo que Nietzsche anuncia es el declive de lo divino en una época entregada a la más burda materialidad y un incontenible deseo de dominio, ninguna liberación de la que haya que ufanarse. La nueva del profeta es la muerte de lo sagrado, aquello renuente al dominio e irreductible a la voluntad del sujeto. Las encarnaciones de Tarkovski figuran esa nostalgia de una espiritualidad perdida, recordemos los reproches que el Stalker (Alexandr Kaidanovski) dirige a sus compañeros al regresar de la Zona: ‹‹Tienen los ojos vacíos […] ¿Cómo pueden tales personas creer siquiera en algo?››
La materia se inviste espiritualmente, como en Tales de Mileto, con quien Tarkovski suscribiría su célebre afirmación de que «Todo está lleno de dioses». Y en cierto modo no otra cosa es el arte, sino la concreción material de lo espiritual. La materia y el espacio poseen atributos anímicos, inteligencia y voluntad comunicativa. El paradigma lo establecen el planeta Solaris y la Zona, sendos lugares interactúan con sus visitantes, entablando un diálogo no siempre venturoso. Los ardides, desvíos y extravíos que se producen en las sendas de la Zona no son más que respuestas a las evoluciones del ánimo de los peregrinos, la dinámica de sus dudas, angustias, miedos y deseos: «¡Todo lo que sucede aquí no depende de la Zona sino de nosotros!» De la vacilación de los cuerpos, los tropiezos o caídas que sufren, deriva la cualidad siniestra de los lugares que los alojan sin ofrecer seguridad a sus pasos. Príncipes sin su castillo, sus acciones tienen un carácter ritual, es decir, se realizan por su valor simbólico, no se destinan a la consecución de un fin concreto, sino a la conjuración de lo imposible, la redención personal o la salvación de los otros. Alexander (Erland Josephson) cuenta a su hijo la parábola de un monje budista que regaba cada día un árbol seco hasta que logró revivirlo. Un hábito, concluye, podría cambiar el mundo. Y «hábito» significa el término griego «ethos» del que deriva «ética». Y nada más ético que desligar la acción de su objeto para darle ser, para que sea y su dignidad le sea restituida al margen del sujeto y sus móviles. Aquí hay donación, y si el milagro es posible lo es porque el don es lo imposible. Los personajes de Tarkovski anhelan el retorno a su castillo, pero en ese anhelo reside su razón de ser. Si lo alcanzaran, no ganarían una morada, sino otro extravío. «No somos capaces ni de rezar», lamenta Alexander ante un libro de iconos religiosos. Nunca se puede tener lo que da ser, solo lo dado en el don es apropiable, por eso Alexander, el príncipe que por fin ha conseguido su castillo, debe renunciar a él, prenderle fuego, volver a la intemperie que reclama la fe del Stalker o el exiliado. O prenderse fuego, como Doménico (Erland Josephson) proclamando un apocalipsis siempre diferido en la Piazza del Campidoglio [...]
Nostalgia, Andrei Tarkovski, 1983