Clarice Lispector: escribir para unir
Lola López Mondejar
Clarice huye del yo porque este no la define, pues se identifica más con la fragmentación. E intenta romper con el logocentrismo para explorar lo que llama “sensibilidad inteligente”, una sensibilidad que piensa sin la cabeza, que usa la introspección para olvidar las certezas y llegar a lo verdadero de la materia mediante la percepción sensorial.
En algunas ocasiones confesó: Yo no soy culta. Frene al pensamiento, el cuerpo será omnipresente en su literatura, pero, a pesar de su esfuerzo por dar cuenta de los movimientos de sus emociones a través de este, el pensamiento vuelva a enseñorearse de su escritura, como no puede ser de otro modo, y sus textos tienen un innegable carácter filosófico.
Nuestra autora desconfía también del lenguaje para expresar la vida; la palabra es engañosa para nombrar el devenir de lo vivo. Ella pretende disolver el límite entre lo decible y lo indecible a través del acceso al it: el latido primigenio, la epifanía, un estado de gracia y lucidez plenas; pretende tocar fondo a través de los hechos comunes, del contacto con los animales y con las cosas.
Nos encontramos aquí con la misma decepción respecto al lenguaje que acosó a Hoffmannsthal en su crisis con la poesía simbolista; crisis que dio lugar a ese texto imprescindible que resume la impotencia de llegar a lo real, de representar el mundo a través de un lenguaje siempre insuficiente para capturarlo, su Carta a Lord Chandos.
Georges Steiner apunta a esa insuficiencia del lenguaje que tan bien expresaron los místicos y los poetas como una de las diez posibles razones para la tristeza del pensamiento. El pensamiento no puede ser atrapado por el aparato simbólico, siempre quedarán restos intraducibles, y esta pérdida será una de las fuentes de la melancolía.
Por nuestra parte, podemos asimilar ese it lispectoriano al concepto de lo real descrito por Jacques Lacan, a la cosa en sí, al Das ding heideggariano, aquello que queda por fuera de la cadena del significante. Pero también nos remite sin duda al Cuerpo sin órganos (CsO) de Antonin Artaud:
El cuerpo es el cuerpo, está solo /y no necesita órganos, /jamás el cuerpo es un organismo, /los organismos son los enemigos del cuerpo (…).
Este concepto de Artaud, será retomado por Deleuze y Guattari en su libro El Antiedipo. El CsO es ahí una metáfora para hablar de los cuerpos fuera de la norma, de un proceso de autodescubrimiento del sujeto para reconstruir su cuerpo a partir de la desidentificación del cuerpo normativo, moldeado según los estándares culturales como una determinada identidad (por ejemplo, hombre/mujer). La construcción de un CsO nos proporcionaría un potencial de energía y afectividad alternativas. Se trata de una posibilidad, de una apertura hacia un proceso reversible que interroga y se deshace del cuerpo normativo reglado, vivido como una cárcel.
A nuestro juicio, Clarice Lispector buscaría ese caudal de energía originaria previa a las cadenas del lenguaje y la cultura, de lo que se lamentan algunos de sus protagonistas, como el Autor de Un soplo de vida, que se queja:
Ah, melancolía de haber sido creado. Mejor habría sido permanecer en la inmanencia de la naturaleza. Ah, sabiduría divina que me hace moverme sin que yo sepa para qué sirven las piernas.
La inmanencia es la existencia en sí, el presente mismo, la vida de los animales y las cosas, tan cara a nuestra autora, que no cesa de buscarla, como también busca lo neutro.
Lo neutro es la materia de lo que está hecho todo, materia que posteriormente se separará en las distintas especies y en las cosas hasta llegar a la conciencia y a las diferencias entre ellas. El encuentro con esa materia será perseguido por Clarice en todos sus libros. Materia que representa una verdad que nunca llegará a comprender, pues el nombre es ya una añadidura que impide el contacto con la cosa en sí. Una búsqueda inalcanzable que estará en el origen de su propia melancolía. [...]