El gesto mudo que gesta mundo.
Los procesos de materialización corporal
de Lucrécia Nieves en A cidade sitiada
Los procesos de materialización corporal
de Lucrécia Nieves en A cidade sitiada
Meri Torras Francés
[...] El cuerpo ya no puede ser pensado como una materialidad previa e informe, ajena a la cultura y a sus códigos. No existe más allá o más acá del discurso, del poder del discurso y del discurso del poder. Eso implica que el cuerpo tiene una existencia performativa dentro de los marcos culturales codificados (en el texto —A cidade sitiada— que nos ocupa, reunidos en el tejido plural de ciudad) que lo hacen visible y real. Nos convertimos en un cuerpo y lo negociamos, en un proceso entrecruzado con nuestro devenir sujetos, esto es individuos, ciertamente, pero dentro de unas coordenadas que nos hacen identificables, reconocibles, a la vez que nos sujetan a sus determinaciones de ser, estar, parecer o devenir. Y de sentir y/o percibir, por supuesto; ya que el cuerpo contribuye a constituir la(s) identidad(es) con la gracia de representar el mundo en la experiencia de la percepción vivida, sin dejar de ser un objeto del mundo representado. Dicho de otro modo —y en palabras de la filósofa Corinne Enaudeau—: el cuerpo tiene “[e]l poder de estar allí como la cosa sentida, y aquí como la cosa sintiente” (Enaudeau, 2004: 63).
En La ciudad sitiada las categorías subsidiarias de los binomios antes enumerados se unen para si no dominar al menos resistirse a las categorías hegemónicas que sustentan (y son sustentadas a la vez por) el poder falogocéntrico y capitalista de lo que podríamos denominar progreso, y se atrincheran en lo liminar y paradójico; esto es: en una representación que se conforma con la percepción sin palabras; en un proceso de subjetivación que nace de la objetivación del yo en el mundo; o en una humanidad aprehendida extramuros, en el ámbito más cercano a la barbarie o a la naturaleza animal. Y, por supuesto, todo ello, con la materia del cuerpo de una mujer como principal instrumento.
En efecto, esta novela teje una identificación-confusión entre el pueblo-ciudad de S. Geraldo y la protagonista del relato: Lucrécia Neves; de modo que el cuerpo de la mujer y el espacio urbano desarrollan desde el inicio hasta el fin del libro una peculiar relación de contigüidad y continuidad no siempre armoniosa, pero a todas luces indisociable. En el centro de la misma, posibilitándola y complejizándola a la vez, reside el engranaje de inscripción de Lucrécia como sujeto material en el mundo (su modo de actuar en él y dejarse actuar por él) fundamentado exclusivamente en la mirada y su campo semántico afín.
Lucrécia Neves mira, ve, espía… Espiar le gusta especialmente porque entonces “[l]as cosas parecían tan sólo desear ‘aparecer’ y nada más. ‘Yo veo’, era lo único que podía decir” [93]. Desde la mirada entra en relación con el mundo de modo que su percepción del mismo viene a través de la percepción de las cosas que lo integran, de cada una, separadamente. Su entorno es una enumeración de objetos percibidos y el esfuerzo de Lucrécia reside en intentar entrar en contacto con la cosa en sí, sentir la presencia de la cosa sin mediación alguna. Incluso ella misma se autopercibe a menudo como un objeto de ese entorno, espejada y especulada tanto en espejos de cristal como en espejos simbólicos que ella misma no puede considerar así, porque un símbolo implica una sustitución de algo que jamás estaría dispuesta a admitir, y que no obstante cumplen todos los hombres con quienes establece relaciones sentimentales (Felipe, el extranjero; Perseus, el estudiante; Mateus, el esposo adinerado; o Lucas, el médico), o que incluso desempeña Ana, su madre viuda, así como cualquier persona con la que se cruce por la calle. Si su mirada reconoce la presencia de los objetos, la mirada del otro que la mira, la instituye también a ella:
Pero no era sólo ella quien veía. De hecho un hombre pasó y la miró. Ella tuvo la impresión de que él la había visto estrecha y alargada, con un sombrero demasiado pequeño, como en un espejo. Parpadeó perturbada, aunque no supiese qué forma escogería tener; pero lo que el hombre ve es una realidad. Y sin darse cuenta la joven tomó la forma que el hombre había percibido en ella. Así se construían las cosas.
La mirada del otro nos espía, nos ve, nos asedia o, tal vez, incluso nos inventa, nos desea o nos juzga. Si la apariencia es una realidad, ¿somos también lo que el otro ve en nosotros/as? ¿Hasta qué punto el cuerpo nos dice y cómo nos representa? ¿En qué espejos podremos por fin reconocernos? ¿En qué imágenes? ¿En qué discursos?