Detrás del pensamiento
Alberto Ruiz de Samaniego
En alguna ocasión, Clarice Lispector escribió que, si hubiese que poner título a su vida, este sería: “en busca de la cosa en sí”. Tocar la cosa en sí significaba, para ella, procurar lo abstracto, huir de lo anecdótico, ser lo menos literario posible, según la consideración –peyorativa– que la escritora manejaba de este término. Y es cierto, la tensión – tan aguda– de la escritura de Clarice Lispector se encuentra en algo que a menudo interesó a los formalistas rusos. Digámoslo en palabras de Boris Eichenbaum, en Poetika Kino: "La inadecuación permanente entre esencia transmental y lenguaje”. Tal es –continuaba Eichenbaum– “la antinomia interna del arte que guía sola su evolución." Como ha destacado –en frase rotunda y hermosa– alguna de sus amigas, Clarice se escribía entera, tratando de encontrar esa esencia transmental, la cosa misma, a lo que ella llamó en ocasiones it.
"Mis intuiciones se vuelven más claras con el esfuerzo de expresarlas con palabras. Es en este sentido que escribir me resulta una necesidad. Por un lado, porque escribir es una manera de no mentir el sentimiento (la transfiguración involuntaria de la imaginación es tan sólo un modo de llegar); por otro lado escribo por la incapacidad de entender, si no es a través del proceso de escribir."
Ya en su primera novela, Cerca del corazón salvaje, la narradora clama por esta meta esencial. Afirma, con cierto orgullo juvenil, disponer de casi todo: tener el contorno, tan sólo a la espera de la esencia. Pero la esencia, la cosa en sí, nunca se hace presente, desde luego nunca del todo, (“creo que si encontrara la verdad no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente”), y entonces el tormento, que es, a la vez, el alivio y la esperanza –el tormento de no alcanzar la esencia– se vuelve como el acoso de los fantasmas: ni vivos ni muertos, sobrevivientes: eternamente retornantes: revenants. Tal condición fantasmal, la vida que (no) es la muerte, la muerte que (no) es la vida –estructura original que no se deja derivar ni de la vida, ni de la muerte– es la forma misma de la experiencia radical y del deseo irrenunciable. Toda la obra de Lispector está trazada en esta radiación lacerante como de supervivencia, donde el espíritu nace en la medida en que ya - para lo decisivo- está muerto, o mejor: que es póstumo, pero –a la vez– no puede más que anidar su existencia, su nacimiento y su crecimiento tortuoso –tantas veces insoportable– ahí, en el ser-ahí; en la vida misma, que ya nunca lo es del todo.
“Ah, querría ser de los que entran en una iglesia, aceptan la penitencia y salen más libres. Pero no soy de los que se liberan. La culpa en mí es algo tan vasto y tan enraizado que incluso lo mejor es aprender a vivir con ella, aun cuando quite el sabor del alimento más pequeño: todo sabe, aun de lejos, a cenizas”.
Por eso, en el medio de esta alma en ruinas, el enigma rige por completo nuestro destino: fuimos creados para este mundo incomprensible y nosotros mismos también somos incomprensibles, sostiene Clarice: entonces hay una conexión entre este misterio del mundo y el nuestro, pero esta conexión nunca es clara para nosotros cuando queremos entenderla: “En algún punto debe de haber un error: es que al escribir, por más que me exprese, tengo la sensación de nunca haberme expresado de verdad”.
”Muchas veces escribir es acordarse de lo que nunca ha existido. ¿Cómo conseguiré saber lo que ni siquiera sé? Así: como si me acordase. Con un esfuerzo de “memoria”, como si yo nunca hubiese nacido. Nunca he nacido, nunca he vivido: pero yo me acuerdo, y ese recuerdo está en carne viva”.
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