Aaron Siskind
[...] San Pedro lloraba porque había abandonado.
San Pablo por haber tardado.
San Agustín por haber gozado.
La mayor parte de la vida la dedicamos a desactivar la zona traumática.
La parte de la vida herida, infantil, arisca, susceptible, salvaje, inexpresiva, está como encapsulada. Llega a ser inabordable. Los médicos del puerto de Nagasaki hablaban en 1945 de un estado de entumecimiento psíquico. Lo que se ha sufrido se hace imposible de encontrar a medida que se adquiere el lenguaje que lo abarca, que lo asfixia, que lo sustrae a la vista, que rebota sobre los otros rostros, que destroza los elementos, los repliega, los enrolla, los reprime, los deforma, los desnaturaliza. Y, entonces, la terrible erosión progresiva, la contusión local, o el caos, o la fiebre, o la putridez, o la efervescencia, perduran, ocultos no se sabe dónde, en las profundidades de uno mismo, pero siempre ajenos al hilo de los días. La vergüenza roja o blanca –o bien ensangrentada, o bien lívida, siempre supurante, siempre reluciente, temblorosa, evanescente, retraída– es la huella de un incidente que ha tenido lugar en la zona fronteriza. El cuerpo súbitamente se pone en guardia sin llegar a saber nunca qué es exactamente lo que le agrede, ni lo que le ha impactado en otras ocasiones, ni lo que persiste de daño o de dolor, puesto que la psique a la que se enfrenta no estaba entonces constituida ni tampoco completamente sumergida por la marea del lenguaje de los allegados y del grupo.
Por un lado, porque al principio no sabemos lo que somos.
Por otro, porque no tenemos absolutamente nada que ver con lo que se ha proyectado sobre nosotros cuando aparecemos en este mundo.
Ni siquiera sabemos quién ha sido identificado cuando aparecemos. Solo conocen nuestro sexo abriéndonos las piernas.
El resto de la vida lingüística, simbólica, voluntaria, productiva, reproductiva, se desarrolla, mal que bien, fuera de esta zona de agonía cuyo acceso fue casi fatal. La fuente, ineluctablemente, se aleja cada día más. No hay explicación posible. ¿Y qué aguacero, qué borrasca, pueden avisar del lugar, de la casa, del bosquecillo, donde descargarán su agua? ¿Dónde van a golpear? Ellos mismos ignoran la fuerza del viento, el calor del sol, el peso de su nube –o bien de su llanto.
En cualquier caso, el “relato biográfico” no puede producirse, no solo hasta que la lengua, no importa si materna o nacional, haya sido adquirida, sino, y sobre todo, hasta que su fuerza esté disponible en esa etapa muda y prematura de la carne.
Queda una especie de auto-aprensión en carne viva, que está llena de vestigios, pero sin recuerdos: puros enigmas psíquicos [...]