TIME CAPSULES
“Siempre decimos ‘había una vez’. ¿Por qué nunca decimos ‘hubo dos veces’?”, se pregunta Sandrine en Numéro deux (Número dos, Jean-Luc Godard, 1975). Si los años de posguerra fueron el teatro de un debate sobre el regreso de la vanguardia, según la estructura mítica de un “eterno retorno”, los años ‘70 expresan una crisis profunda del “cine de autor”. Ya no se trata de una continuidad de la vanguardia tal como fuera teorizada en los manifiestos de Maya Deren, Jean Epstein o Isidore Isou, sino de una sensación paradójica de clausura. La presencia incrementada de la televisión, la conmoción derivada de los acontecimientos de mayo del ‘68, la crítica de la cinefilia bajo la influencia conjugada del estructuralismo, el psicoanálisis y el feminismo, y la práctica del cine militante y el video-arte son algunas de las razones circunstanciales de esta involución. Por su radicalidad exasperada, su crítica áspera de la autoridad, su recurso sistemático al dispositivo y un cierto agotamiento de la puesta en escena, numerosos filmes que participan del “cine de autor” parecen buscar la salida y golpearse la cabeza contra las paredes. Este mar de fondo caracteriza tanto a autores reconocidos (Godard, Welles, Ray, Fellini, Antonioni) como a cineastas más secretos (Eustache, Raynal, Arrieta, Bene). Se socava el principio de la autoridad de la puesta en escena, el sujeto está atravesado por fracturas, la obra permanece a veces invisible o inconclusa, la experimentación se inmiscuye en la industria y los límites del medio se confrontan a otras prácticas artísticas (performance, action, happening). El recuerdo de este episodio de la historia se eclipsará rápidamente en el curso de los años ‘80, marcados por el abandono del pensamiento crítico y el retorno ideológico del sujeto, a través de la valoración renovada del guion, el actor y la psicología (se asiste a un proceso semejante en el campo de las ciencias humanas), que borra hasta la huella de esos filmes excesivos, radicales, flamígeros, incluso neo-decadentes. (1) Esa edad crepuscular del cine alcanza su definición encantada en A Idade da Terra (Glauber Rocha, 1980), presentada en el Festival de Venecia en turbulentas circunstancias. Bajo los efectos de la globalización naciente, este filme, profético, evidencia una implosión paroxística del cine: repetición de las tomas, fragmentación del plano, procedimientos aleatorios de montaje, presencia de fallas, pasión por lo inacabado. Pareciera que el trabajo crítico llevado a cabo por el conjunto de estos filmes pero también en el campo literario (deconstrucción narrativa, vaciamiento del personaje, temporalidad de la duplicación, experiencia de los límites) se encuentra transformado, desplazado, incluso desorientado, en el contexto de un cine de exposición que prolonga sus ecos, de manera a veces amnésica o erudita. Esta coincidencia anacrónica explica el reciente interés editorial por el corpus cinematográfico de los años ‘70. (2)
1. Sobre el abandono del pensamiento crítico y la adhesión a los valores neoliberales, véase François Cusset, La Décennie: le grand cauchemar des années 1980, París: La Découverte, 2006.
2. Citemos el trabajo de Sally Shafto sobre el grupo Zanzíbar y la consecuente exhumación de filmes; la edición de filmes militantes (grupo Dziga-Vertov, grupo Medvedkin, Carole Roussopoulos); y los trabajos sobre el período militante de Godard llevados a cabo especialmente por Michael Witt y Nicole Brenez en la obra Jean-Luc Godard: Documents, París: Centre Georges Pompidou, 2007.
Durante esa edad crítica, incluso metacrítica, emergen dos determinaciones cruciales: la salida y la repetición. El cine se enfrenta a un fin de su historia, explora sus umbrales, sus límites, su envés y sus fantasmas, pero también reexamina sus propias condiciones de posibilidad, explora las modalidades de la repetición, el doble, el tartamudeo, como si se tratara de un exorcismo con fines de conjuro. ¿Cómo salir sin salir? ¿Cómo producir, al repetir, una diferencia? Algunos cineastas vuelven sobre su propia cinematografía bajo la forma de la remake o el ensayo, fragmentan o diseminan sus obras en distintos soportes, inventan dispositivos especulares, abandonan el filme en marcha. Son efectos de escisiparidad compleja que recuerdan a veces el cine primitivo (el simposio de Brighton, que renovó el abordaje por parte de los historiadores de los primeros años del espectáculo cinematográfico, tuvo lugar en 1978) y anticipan algunos rasgos del cine de exposición vinculados al uso del bucle. Adviértase la presencia física del cineasta en sus propios filmes. Ya sea Jackie Raynal reflejando la luz hacia el espectador con la ayuda de un espejo delante de una línea de proyectores (Deux fois –Dos veces–, 1968), de Jean Eustache hablándole a su abuela de espaldas a la cámara (Numéro zéro –Número cero–, 1971), de Jean-Luc Godard durmiendo en su estudio, con la cabeza apoyada en sus brazos cruzados sobre la mesa de montaje, rodeado de proyectores (Número dos, 1975), de Nicolas Ray frente a sus alumnos, con un parche en el ojo (We Can’t Go Home Again –Nunca volveremos a casa–, 1973) o de Orson Welles en su mesa de montaje (F for Fake –Fraude–, 1973), el cineasta irrumpe para asediar su obra con su presencia tenaz, obstinada, inquieta. (3)
3. Citemos igualmente al maestro Fellini recibiendo un balde en la cabeza durante una entrevista (I Clowns –Los clowns–, 1970) o a Tati practicando sus viejos números de mimo en un escenario teatral (Parade –Zafarrancho en el circo–, 1974).
1. Sobre el abandono del pensamiento crítico y la adhesión a los valores neoliberales, véase François Cusset, La Décennie: le grand cauchemar des années 1980, París: La Découverte, 2006.
2. Citemos el trabajo de Sally Shafto sobre el grupo Zanzíbar y la consecuente exhumación de filmes; la edición de filmes militantes (grupo Dziga-Vertov, grupo Medvedkin, Carole Roussopoulos); y los trabajos sobre el período militante de Godard llevados a cabo especialmente por Michael Witt y Nicole Brenez en la obra Jean-Luc Godard: Documents, París: Centre Georges Pompidou, 2007.
Durante esa edad crítica, incluso metacrítica, emergen dos determinaciones cruciales: la salida y la repetición. El cine se enfrenta a un fin de su historia, explora sus umbrales, sus límites, su envés y sus fantasmas, pero también reexamina sus propias condiciones de posibilidad, explora las modalidades de la repetición, el doble, el tartamudeo, como si se tratara de un exorcismo con fines de conjuro. ¿Cómo salir sin salir? ¿Cómo producir, al repetir, una diferencia? Algunos cineastas vuelven sobre su propia cinematografía bajo la forma de la remake o el ensayo, fragmentan o diseminan sus obras en distintos soportes, inventan dispositivos especulares, abandonan el filme en marcha. Son efectos de escisiparidad compleja que recuerdan a veces el cine primitivo (el simposio de Brighton, que renovó el abordaje por parte de los historiadores de los primeros años del espectáculo cinematográfico, tuvo lugar en 1978) y anticipan algunos rasgos del cine de exposición vinculados al uso del bucle. Adviértase la presencia física del cineasta en sus propios filmes. Ya sea Jackie Raynal reflejando la luz hacia el espectador con la ayuda de un espejo delante de una línea de proyectores (Deux fois –Dos veces–, 1968), de Jean Eustache hablándole a su abuela de espaldas a la cámara (Numéro zéro –Número cero–, 1971), de Jean-Luc Godard durmiendo en su estudio, con la cabeza apoyada en sus brazos cruzados sobre la mesa de montaje, rodeado de proyectores (Número dos, 1975), de Nicolas Ray frente a sus alumnos, con un parche en el ojo (We Can’t Go Home Again –Nunca volveremos a casa–, 1973) o de Orson Welles en su mesa de montaje (F for Fake –Fraude–, 1973), el cineasta irrumpe para asediar su obra con su presencia tenaz, obstinada, inquieta. (3)
3. Citemos igualmente al maestro Fellini recibiendo un balde en la cabeza durante una entrevista (I Clowns –Los clowns–, 1970) o a Tati practicando sus viejos números de mimo en un escenario teatral (Parade –Zafarrancho en el circo–, 1974).