Anna Karenina
Tocarse es resistir. Se entiende por “resistencia” la sustracción del cuerpo al código de mandatos imperantes. Quien se toca a sí mismo, se mide y se explora, detecta a escondidas sus zonas de placer. Masturbarse es, en principio, una desobediencia urgente practicada en solitario. La materia del autoerotismo se rinde en el plazo concedido antes de ser descubiertos y como ejercicio previo a la salida al mundo, donde están… los otros. Tocarás, como hombre, a una mujer y, si eres mujer, tocarás a un hombre, sin salirte del camino marcado por las señales del tránsito amoroso. Cualquier desvío te hará acreedor a la etiqueta del descarriado, con su estrella infamante cosida a la camisa; sus orejas de burro en el ángulo donde se obliga a mirar una pared y, si es posible, mirar hacia abajo; sus atributos de atracción de feria y su equipaje de nómade perpetuo.
Atravesar el espacio hacia el cuerpo del otro puede tener un precio, altísimo. Solo a los buenos alumnos les sale gratis. A los que no entienden el manual del buen amante, o lo entienden pero no quieren o no pueden cumplirlo, los espera una cruz. Bajo la forma de la lapidación pública, la burla infantil como un runrún horrendo que asedia la nuca, el rechazo larvado o manifiesto de los honrados ciudadanos. Tocar no tiene ciudadanía y, mucho menos, nación. La boca del que toca no se confiesa ni comulga, no tiene madre ni padre, ni herencia ni posteridad. El sexo ocasional no hace temblar el código. Son los amores prohibidos los que ponen las bombas en el vientre de la catedral. Pregúntenle a Emma Bovary, que llevó a juicio a Flaubert, o a Nora Helmer, que escandalizó a los contemporáneos de Ibsen [...]
Cuando Joe Wright filmó Anna Karenina, ya había llevado al cine, respetuosamente, un clásico de Jane Austen (Orgullo y prejuicio) y una novela “histórica” de Ian McEwan (Expiación). Tal como Anna le fue infiel a Karenin, Wright le fue infiel a Tolstoi y cometió el mejor de los pecados que un cineasta puesto a adaptar un texto al cine puede cometer: desacato y traición. Adulterio con su visión personal de lector que empuña la cámara, desplazamiento y respeto de las únicas reglas dignas de respetarse. Las reglas del juego, juego de jugar con casas de muñecas o trenes en miniatura cubiertos de hielo.
El tren y la muñeca son los protagonistas de su versión de Anna Karenina, la coreografía de una relación que solo puede consumarse en el tacto efímero de un vals o el confinamiento reservado al adúltero, en el marco cerrado y opresivo del mundo convertido en un teatro. El tren como símbolo de la modernidad que acabará con la Rusia zarista y como tránsito hacia la novedad, la aventura y el suicidio. La muñeca como criatura que se viste para jugar o desafiar su rol, para salir a ver y para ser vista y juzgada por el ojo de un público cruel. Anna Karenina es la emancipación y la cárcel de la moda, ese territorio ambivalente donde la forma, el accesorio y la textura equivalen a una declaración. Por eso Anna se desviste y se viste al inicio y al final del filme y lo atraviesa cambiando de vestuario. En definitiva, lo que lleva puesto es el lugar donde elige ponerse. Todo el trayecto de su liberación y de su desventura puede leerse, como una carta o un rostro en el espejo, en sus vestidos, con la estética de la alta costura de mediados del S. XX (la de Dior, Lanvin o Balenciaga) aplicada a una silueta de 1870. El acto de ser vestida por otra mujer es un núcleo aparte, una danza privada que se rememora como el único contacto históricamente permitido, no solo sin estigmatización sino también sin rótulos ni encasillamientos, con una persona del mismo sexo.
Atravesar el espacio hacia el cuerpo del otro puede tener un precio, altísimo. Solo a los buenos alumnos les sale gratis. A los que no entienden el manual del buen amante, o lo entienden pero no quieren o no pueden cumplirlo, los espera una cruz. Bajo la forma de la lapidación pública, la burla infantil como un runrún horrendo que asedia la nuca, el rechazo larvado o manifiesto de los honrados ciudadanos. Tocar no tiene ciudadanía y, mucho menos, nación. La boca del que toca no se confiesa ni comulga, no tiene madre ni padre, ni herencia ni posteridad. El sexo ocasional no hace temblar el código. Son los amores prohibidos los que ponen las bombas en el vientre de la catedral. Pregúntenle a Emma Bovary, que llevó a juicio a Flaubert, o a Nora Helmer, que escandalizó a los contemporáneos de Ibsen [...]
Cuando Joe Wright filmó Anna Karenina, ya había llevado al cine, respetuosamente, un clásico de Jane Austen (Orgullo y prejuicio) y una novela “histórica” de Ian McEwan (Expiación). Tal como Anna le fue infiel a Karenin, Wright le fue infiel a Tolstoi y cometió el mejor de los pecados que un cineasta puesto a adaptar un texto al cine puede cometer: desacato y traición. Adulterio con su visión personal de lector que empuña la cámara, desplazamiento y respeto de las únicas reglas dignas de respetarse. Las reglas del juego, juego de jugar con casas de muñecas o trenes en miniatura cubiertos de hielo.
Anna Karenina
El tren y la muñeca son los protagonistas de su versión de Anna Karenina, la coreografía de una relación que solo puede consumarse en el tacto efímero de un vals o el confinamiento reservado al adúltero, en el marco cerrado y opresivo del mundo convertido en un teatro. El tren como símbolo de la modernidad que acabará con la Rusia zarista y como tránsito hacia la novedad, la aventura y el suicidio. La muñeca como criatura que se viste para jugar o desafiar su rol, para salir a ver y para ser vista y juzgada por el ojo de un público cruel. Anna Karenina es la emancipación y la cárcel de la moda, ese territorio ambivalente donde la forma, el accesorio y la textura equivalen a una declaración. Por eso Anna se desviste y se viste al inicio y al final del filme y lo atraviesa cambiando de vestuario. En definitiva, lo que lleva puesto es el lugar donde elige ponerse. Todo el trayecto de su liberación y de su desventura puede leerse, como una carta o un rostro en el espejo, en sus vestidos, con la estética de la alta costura de mediados del S. XX (la de Dior, Lanvin o Balenciaga) aplicada a una silueta de 1870. El acto de ser vestida por otra mujer es un núcleo aparte, una danza privada que se rememora como el único contacto históricamente permitido, no solo sin estigmatización sino también sin rótulos ni encasillamientos, con una persona del mismo sexo.
Anna Karenina
Desde el tapado inaugural con el que Anna viaja de San Petersburgo a Moscú, con su bordado de plumas de pavo real y el complemento de un sombrero con una pluma de ese ave que augura el infortunio, el vestido negro que la diferencia y la destaca en el salón de baile y el vestido blanco que también la distingue y la condena, como un eco invertido, en la sala de ópera, hasta la variación progresiva del color que acompaña sus estados de ánimo, la moda narra a Anna y a los actores de su constelación. Vronski, el oficial idealizado (¿cómo puede Anna enamorarse de este hombre si no es mediante la impunidad de la imaginación?), se mueve en un inverosímil blanco brillante; Karenin, el funcionario monocorde, lleva diseños planos de líneas estrictas, que traducen la rigidez de su carácter; Kitty, angelical y etérea, viste el blanco virginal del amor puro y, por ende, socialmente aceptado, y es el reverso exacto de Anna, envuelta en un constante maelstrom de pliegues, complementados con los diamantes y las perlas, auténticas, de la vanidad [...]
Anna Karenina