En Finisterre empieza el fin del mundo.
Donde se acaba el mundo, empieza el cine.
En el punto más alto de Finisterre hay un proyector.
Un proyector es como un faro.
El proyector en el punto más alto de Finisterre proyecta imágenes que nadie verá.
Más allá de Finisterre, como en un cine, habrá silencio. En el mundo había ruido.
Más allá de Finisterre, como en un cine, habrá inmovilidad. En el mundo había movimiento.
Más allá de Finisterre, como en un cine, habrá oscuridad. En el mundo había luz.
Las imágenes nacidas del proyector de Finisterre se alzarán y deambularán como fantasmas.
El proyector de Finisterre proyectará sin cesar, para nadie y para nada.
Más allá de Finisterre no hay posteridad.
El cine no será un oficio ni una industria.
No habrá veneno ni remedio, soledad ni comunión.
El cine será un proyector en Finisterre, por los siglos de los siglos,
con su corte de espectros barridos por el viento y por el mar.
Ya no habrá quien diga, como Ernesto, el niño escrito por Duras,
que no quiere ir a la escuela porque en la escuela “me enseñan cosas que no sé”.
Ya no habrá quien sepa, como Ernesto, que una mariposa clavada en un papel,
enmarcada sobre una pared,
no es una mariposa ni es un cuadro. Es un crimen.
Al revés de la escuela, el cine nos enseñó todo lo que ya sabíamos,
pero no sabíamos decir.
El cine dijo: “Es un crimen”.
El cine dijo: “Podría ser amor”.
¿Dónde podía llegar después, sino a Finisterre?
Lo propio del cine es demoler.
Del proyector de Finisterre salen bocas y pájaros, zapatos y barcos,
cartas y vestidos, árboles y corderos, burritos y guantes,
tumbas, lágrimas y celebraciones.
Hay que cerrar los ojos para ver.
Para enhebrar los restos de una demolición.