PRESENTACIÓN
Miguel Borrego
Paraíso del sonámbulo es un proyecto que de alguna manera se introduce en el imaginario de personas que han padecido procesos psicóticos y trastornos esquizoafectivos. De este relato, compartido por algunos de estos "enfermos", surge este proyecto como un intento de legitimar la experiencia narrada de una memoria laberíntica y distorsionada.
Con ello, iniciamos un proceso de búsqueda, análisis y reconstrucción de aquellas huellas latentes y difusas, cargadas de resonancias, a partir de dos ejes argumentales; la enfermedad y el recuerdo. Para conseguir nuestro propósito elaboramos una particular taxonomía como imágenes en la frontera entre la realidad y el ensueño. A través de un diálogo llevado de mutuo acuerdo con algunas personas que sufrían estas patologías, se fue estableciendo la dirección que permitía la posible (re)construcción de una memoria dibujada que fuera capaz de convocar esa metáfora desplazada del sentido y su transitoriedad.
Un quimérico e improbable inventario que habilitaba la búsqueda procesual de una escritura imaginada que se pronunciara contra el olvido y los procesos de desgaste de esa memoria. De acuerdo con esto podemos apuntar que Paraíso del sonámbulo es un contrasentido, una cesura que se orienta y vertebra en esa temporalidad paradójica que nos permite proponer la imagen como un rumor pronunciado a destiempo.
En este punto, habría que señalar, entonces, que el poder de la imagen se puede desarrollar como un legado sutil entre lo cercano y lo lejano. Una soberanía que la construcción de un imaginario artístico hace posible como proceso de apropiación, narración y contacto. En esas coordenadas era donde podía aparecer el misterio, la tensión, la inquietud que legitimaba cada acción: "como el punto ciego que provoca el tránsito y el asedio, todas las variaciones y modificaciones periféricas que tratan de capturar su vuelo y someterlo a suelo, a trazo; de ponerlo al descubierto en la forma de un dibujo final".
[Texto publicado en el catálogo de la exposición]
OSCUROS PARAÍSOS DEL SONÁMBULO
Alberto Ruiz de Samaniego
Nada es más negro
que la mañana
luminosa del recuerdo.
Paul
Celan
Como
las almas suspendidas de que hablara Dante, por boca de Virgilio, en el Canto
II de La divina comedia –almas en el
limbo o infierno de los justos, suspensas entre el deseo de ver a Dios y la
desesperanza de no alcanzar nunca a verlo–, así las imágenes. Especialmente
las de Miguel Borrego. Emergen y desaparecen sus perfiles como en medio de un
universo flotante, indeciso o incierto, y larval. Ámbito placentario donde la
pérdida y el mundo, el olvido y lo posible, el rumor –anónimo– y la máscara,
efectivamente, se disputan lo visible, lo concebible, lo real mismo. La pregunta que estos dibujos y acciones nos
plantean es verdaderamente la más grave: ¿qué es aún, o de nuevo, posible? Las
obras de Miguel Borrego buscan ciertamente, aquí, tocar un suelo seguro,
alcanzar una superficie estable, suspensas como están en medio de una amenaza
que se quiere mortal. Tratan de habitar, diríamos, el borde del mundo, del mundo sensible y, como decimos, una dimensión
posible. Buscan o luchan por su rememoración. Su trabajo es platónico: la anamnesis, el retorno desde el país del
olvido, tan semejante al de la muerte.
Esto significa antes que nada tratar de anticipar los
orígenes, pero también trazar y asumir los retornos y los relatos, y también,
aún más, las desviaciones de lo no-familiar. Soportar incluso el fracaso de las
explicaciones; decidir, en fin, sobre lo probable, lo imposible y lo excluido.
Todo esto es algo que –creemos– también tiene que ver, como en el ancestral homo pictor de las cavernas, con
rituales mágicos en medio de la angustia, la precariedad y la falta; pero, a la
vez, con un ser que, como apuntara Hans Blumenberg en su ensayo sobre el
mito, “juega a saltar por encima de su
falta de seguridad mediante una proyección de imágenes”. (1)
Decimos imágenes, pero hablamos más que nada de atisbos,
sensaciones, señales de algo punzante: desgarraduras. Oscuridad. Espesura.
Ellos también hablan confusamente, estos signos. Estas rememoraciones. Son
señales de una opacidad siempre anterior; desde luego faltas de consideración
para con nosotros los hombres. Hablan de algo que, aún no nacido, se está ya
tal vez empezando a corroer, a consumir, a desgarrar. Borradura nada más nacer,
de lo naciente mismo. Como nacimiento. Rostro como pecio, tomado en su afán de rostridad misma por la desaparición y la
incuria. Dramatismo de lo que se expía en su desarticulación y su epidermis de
sepulcro. Cuando –o porque– ser es
perecer, pertenecer al olvido. Una noche toma el mundo y el hombre –incluso un
cuerpo, el cuerpo sin particularidades, cuerpo genérico de la especie– y todo
está como a punto de desbordarse en una suerte de fatalidad del negro, la ruina
y el mal.
No obstante, si estas historias, estas figuras donde se
inicia y trunca una narración personal –tan crítica, tan rota y fragmentada
como para definir una mente como enferma– reciben especial protección por parte
de la memoria, ello tal vez sea debido al contenido de verdad que ellas
persiguen condensar. ¿Pero lo consiguen? ¿Es posible realmente restablecer ese
contenido de verdad o como verdad antigua
que demora en lo profundo? Contenido de verdad en verdad arcaico y sumamente
problemático, en la medida que allí lo significativo o verdadero, el objeto
final de la mnémé, del proceso de la
rememoración, se ha vuelto un espacio oscuro, un magma confuso, inextricable,
enigmático, si no, como sugerimos, maligno, turbio e imperativo: demónico. Hay algo en el interior del
hombre –no sólo en su exterior– inhóspito e inmanejable, algo lacerante, de
una extensión difusa, sin límites claros: borrascoso, borroso. Una negación
grandiosa y siniestra. Lamentable en su capacidad de tachar o emborronar la
presencia, en su capacidad por tanto de mal. Es cierto que la memoria se
despliega, pero lo que surge no son más que parcelas de un laberinto íntimo
donde sin duda reposa o se esconde un monstruo. En este sentido, las obras de esta exposición
marcan el recorrido de una purga que es a la vez errancia y castigo, una
degradación o una obnubilación en marcha, políptico como paraíso oscuro del
sonámbulo. Limbo del alucinado: fascinante espectáculo de la corrosión, la
(des)memoria y el hundimiento. El arte de acabar: fundido a negro.
En verdad, estas imágenes que en todo remiten a esa
presencia ahumana que Rudolf Otto denominó lo
numinoso –poder primitivo y abisal que nos condena a no ser más que
criaturas entregadas a algo que las sobrepasa– están antes de todo pensamiento.
Son como fulguraciones que (des)articulan en su aparecer la posibilidad misma
de configuración de todo un mito personal, esto es: lo que denominamos yo. Imágenes de mito oscuro, por tanto,
cuando éste deviene una fuerza que, como sostuviera Schelling, no puede ser
simplemente inventado, sino que, en la forma de un estallido primigenio, se
apresura a entrar, él mismo, en cada existencia. Por tanto: entrada de imagen
traumática; lo que sobrevive y se rememora es una imagen-trauma, una opacidad
de crecimiento negro e insistente, letal, invasivo, como un dibujo casi
carcinógeno sobre la piel, o como una línea quebrada e hirsuta que, cual una
alambrada, encarcela y secuestra un cuerpo. Por eso el carácter a menudo
lastimoso de las figuras que retrata o esculpe el artista, atrapadas en sus
horrores primigenios. Miguel Borrego o el lado oscuro de las cosas. La noche y
el misterio con que está rodeada, asediada, asfixiada la vida. “Nada es más
negro que la mañana luminosa del recuerdo”.
Pero, a la vez, pensemos en el carácter apotropaico de la figura misma, o del
rostro que, como el nombre, permanece o se sostiene frágil al borde del abismo,
que irrumpe en medio del caos de lo innominado. Esa figura o ese rostro son las
máscaras que anuncia y, al tiempo, nos protegen de esa anterioridad que se nos
escapa. Rumor ininteligible e indomable de un antes que nos condena y funda. El
rostro, la figura, encarnan en definitiva el advenimiento de una especie de capacidad de apelación. Por eso abre a
su vez el camino a una influencia de tipo mágico, ritual o cultual. Hablamos de
una contienda que puede llegar sin duda a ser trágica. La lucha entre la
insistencia, el absolutismo cruento de la realidad y el propio y defensivo
temblor de las imágenes y de los hechos o deseos –hechos vueltos deseos– a que éstas responden o despliegan o
intensifican. El espacio de la imagen es como el espacio cerrado de la cueva
para aquéllos que, aún no habiendo abandonado los peligros del bosque, se
someten a un proceso de anamnesis
esencial, brutal: vital.
La imagen es el espacio del deseo, sí, o de la magia, de la ilusión, pero también de la preparación anticipada del efecto catastrófico mediante el pensamiento. Quizás el trazado de una fuga, la elevación de un pozo de angustia, su perímetro oscuro. La imagen no llega a ser un pensamiento, decíamos: ella no ilumina lo suficiente como para que su ilusión lo capte. Más bien, y más que nada, es un proceder. Ilusorio, ilusionista: magia que deviene a menudo negra. Un caos de rostros, el rostro mismo como caos. Tan solo un proceder: protocolos, aproximaciones, ajustes a una regla que busca unos efectos cuyo significado y origen nadie (más) conoce.
La imagen es aquí el peligro de un recuerdo, y un recuerdo
en peligro. Ambos severamente ritualizados. En su centro se halla el núcleo
resistente de lo enigmático. El punto ciego que provoca el tránsito y el
asedio, todas las variaciones y modificaciones periféricas que tratan de
capturar su vuelo y someterlo a suelo, a trazo; de ponerlo al descubierto en la
forma de un dibujo final y acrisolado. O de un rostro, ya tomado por la
extranjería final. Cuanto más se insista en ese proceso de desgaste del
recuerdo, tanto más este centro insondable crecerá en pregnancia y capacidad de
hacer girar o de producir trastorno, desgarradura, opacidad en su proceso. Todo
intento de iluminar el recuerdo, que es como cerrarlo, agotarlo o clausurarlo,
no hace otra cosa que dar alas a su supervivencia en un nuevo estado, hacer
proliferar la metamorfosis, el tránsito, la espesura: fortificar el rumor, la
máscara.
Finalmente, lo que aflora en ese vértigo es una negación no
sólo persistente sino, si se nos permite el juego, sustentada, suspensa, sin
resolución: consistente. Eso es la imagen, eso es también el yo, al cabo. Una negación enmascarada, y
su rumor que no puede jamás ser silenciado. Y entonces la pregunta que se nos
plantea vuelve a ser de nuevo la más
grave: ¿qué es eso que es capaz de sobrevivir al trabajo mismo de la memoria,
eso incógnito oscuro e irresuelto hasta el punto mismo de fundarla, a la
memoria, de atraerla a su centro inaccesible para allí irremisiblemente y en
suma siempre hundirse?
Bien podría ser lo que llamamos terror. El terror como
fuente y origen mismo de lo poético. Terror en el sentido, por ejemplo, que le
daba Mme. De Staël, cuando escribía que el terror era la “fuente inagotable de
los efectos poéticos de Alemania”. (2) Eso puede también recibir por nombre el trabajo de lo mítico. Como el mito, el
jardín o el pozo del recuerdo nunca alcanza su esplendor inicial, primero o
final. Su revelación desde luego nunca es causal, ni discursiva, sino un fulgor
sin fundamentación, una irrupción frágil, equívoca, sin condiciones ciertas de
repetibilidad. Algo comúnmente hundido o enterrado –como vemos a menudo en los
dibujos de Diciembre en Turín– que
mira turbiamente a un cielo, en un contrapìcado donde el espacio y la luz
siempre están tomados por la crepitación oscura de lo que, salvaje, crece
contra el hombre. Algo sin por qué,
una revelación intransigente y total en su soberanía impía. Por cierto, ya
Cassirer había notado este carácter de pasado absoluto en que esta dimensión
mítica se despliega, en contraposición al trabajo histórico: “El mismo pasado
no tiene ya ningún ‘por qué’ –señaló–: es, él mismo, el porqué de las cosas.
Eso es justamente lo que distingue la consideración del tiempo por parte del
mito de la que hace la historia: para aquél, hay un pasado absoluto que, en
cuanto tal, no es susceptible ni está necesitado de una explicación
ulterior”.
No hay, pues, posibilidad de ninguna explicación. No hay
cauce, ni respiro. Por eso, quien habita o se aproxima a esta dimensión mítica
penetra, por decir así, en una realidad magmática y flotante en donde reina el
principio sinuoso de la metamorfosis, o,
como también apunta el propio Cassirer: “cada forma puede cambiarse en otra;
todo puede venir de todo”.
Y, en
consecuencia, lo que sea el mundo, depende tan sólo del estado afectivo de
aquel a quien se muestre y lo continúe. De manera que no puede haber una
participación intersubjetiva de ello más que comunicando en el proceso la
propia subjetividad, como sucede aquí en la historia narrada o re-citada entre
el relato oral de una persona mentalmente enferma y el dibujo, la traducción en
imágenes que de este relato que en principio no es suyo, que no le pertenece,
hace el artista. De hecho, como al mito,
no puede atribuirse a la imagen una objetividad teórica, pero sí una
‘traducibilidad’ intersubjetiva. Y por ello mismo, también, el creador, como el
ser rememorante, es siempre alguien angustiado. Preocupado por la supervivencia
de esas imágenes en que sufre y (se) vive. Situado siempre antes del
hundimiento de ese mismo mundo. Asomado a su propia negación que le da vida, y
a la que da vida, a través de las imágenes, precisamente, solo y precisamente.
De manera que, frente al terror omnipresente de la
realidad, para no caer en ese mundo primitivo, el poder de la imagen consiste
en ejercer una potencia tal vez puramente espiritual. La imagen instaura así
una suerte de poder mítico, que se
opone al omnipotente poder oscuro de la realidad. De este modo, frente a lo que
pueda parecer, el uso de la imagen nos muestra todo el dominio de o sobre la
realidad ganado por el hombre, gracias a la experiencia de relatar y figurar
su(s) historia(s), por mucho que, como
es evidente, nunca consiga quitarse de encima esa amenaza “–y todavía más, esa
nostalgia– de volver a caer de nuevo
en aquel estado de impotencia, de volver a hundirse, por así decirlo, en su
arcaica resignación”. (3)
De hecho, viendo las obras de Miguel Borrego, da la
sensación de que estas imágenes de horror originario –también de pavor
maravillado– hacen que el sujeto corra hacia el mismo asombro y temor que lo
inspiran. Que avance hechizado hacia eso mismo que lo niega, y que se
estremezca embriagado por su propio aniquilamiento. Vemos demasiadas veces en
este universo imaginario la desnuda expresión de la pasividad de la angustia,
el horror y el exorcismo de fuerzas hostiles, demoníacas, como dijimos. La
evidencia del desamparo mágico, la dependencia absoluta ante lo que –nada
angustiante– nos arrastra y domina. Esto es algo, ciertamente, con lo que la
vida a duras penas puede convivir.
Esa misma tensión o contienda se aprecia en la dinámica de
los sueños, de las que las piezas y dibujos de Miguel Borrego también están tan
próximos. “El sueño significa una pura
impotencia respecto a lo soñado, una desconexión completa del sujeto y de la capacidad
de disponer de sí mismo en medio de imágenes extremadamente proclives a un
estado de angustia; pero, al mismo tiempo, el sueño es un puro dominio de
deseos, que hace del despertar una suma de todos los desencantos, por muchas
censuras a las que haya estado sometido el mecanismo psíquico del sueño”. (4)
Como el sueño, la memoria. ¿Supone finalmente la memoria
una salvación, una emancipación de las fuerzas hostiles, su purga incluso, o
más bien será un castigo, su reanudación eterna, su continua flagelación? ¿No
fue precisamente Celan quien afirmó que “sobre las propias ruinas se alza y
tiene su esperanza el poema”? Y también: ¿no es acaso el delirio –como pensara
Cioran– un inmenso generador de fuerza (5)?
En conclusión, y en palabras de nuevo de Hans Blumenberg: “El ser humano sigue
estando siempre del lado de acá del absolutismo de la realidad, pero sin llegar
a lograr del todo la certeza de haber llegado, en su historia, a la cesura en
que la supremacía de la realidad sobre su conciencia y su suerte se haya
trocado en la supremacía del propio sujeto”. (6)
De modo que, como estas imágenes nos muestran, todavía y
siempre permanecerá un fondo oscuro, como una reserva no superable de mundo
ancestral, donde en turbulencia persisten los poderes indomados e indomables
que nos colocan abruptamente en el desamparo, la fragilidad, el miedo, la
salvación y la muerte. Allí, en ese fondo, el sujeto hace sus figuras, sus
retornos, sus historias, que a su vez lo deshacen. Esa representación antigua y
primitiva –y siempre futura o prometida– elabora como una epopeya demente cuyo
desenlace no implica idea alguna desde luego de finalidad. Por mucho que esas
mismas historias se tracen o dibujen para ahuyentar algo, acaso esa misma
maldición, como hacen los mitos.
1. Hans Blumenberg, Trabajo sobre
el mito, Paidós, Barcelona, 2003, p.16.
2. Mme. De Staël, Alemania,
Espasa-Calpe, Madrid, 1991, p.136.
3. Blumenberg, op. cit., p.17.
Las cursivas pertenecen al original.
4. Ibid., p.18.
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