INTRODUCCIÓN (y iii)
Formas y representaciones sociales en el cine español de la Transición democrática (1973-1986)
2. Un cine político de ficción: del reino de la metáfora al cine de género
Pese a que –como podemos comprobar– en los años de la Transición las transformaciones sociales y políticas impregnan de una forma u otra todas las películas, cabría hablar de un cine específicamente político para el cual el franquismo y la actualidad política constituyen su verdadera razón de ser.
Incluso considerado como género o subgénero autónomo se podría hablar de una evolución que sigue en paralelo el desarrollo de los acontecimientos políticos del momento y del resto de tendencias del cine español de la época, evolución presidida por una ampliación de lo decible que lleva a que entre 1973 y 1976 el tratamiento de los distintos temas solo sea posible a través de estrategias metafóricas, que empero dejan entonces de tener sentido y son sustituidas por aproximaciones más directas, en ocasiones dentro de los cánones de géneros como, por ejemplo, el policial. Al mismo tiempo, la visión crítica del franquismo será reemplazada por un seguimiento de la actualidad que, por la vía de la inmediatez, buscará influir en el presente político. Por supuesto, la desaparición de la censura previa de guiones en febrero de 1976 y la abolición definitiva de la censura en noviembre de 1977 jugará un papel determinante en esta inflexión del discurso cinematográfico, por mucho que en el marco de otras tendencias o géneros solo vaya a tener un reflejo acusado en la proliferación de desnudos femeninos.
El representante más notorio del cine metafórico en estos años es (o, mejor, seguía siendo) Carlos Saura, que –como analizaremos– había realizado en 1965 La caza, la película que iniciaba esta corriente –y cerraba a su vez una por desgracia fugaz tendencia sauriana hacia un naturalismo hipertrófico y salvaje–. Tras un período de aparente agotamiento de su discurso, Saura filma ahora algunos de los títulos más extraordinarios de su destacadísima filmografía, entre ellos La prima Angélica (1973), un monumental encontronazo con la censura que le dio a conocer ante un público infinitamente más numeroso que el que hasta aquel entonces se había acercado a su cine. Muy influido por el cineasta sueco Ingmar Bergman, probablemente también por la “exiliada”, esencial y poco conocida En el balcón vacío (México, Jomí García Ascot, 1962), Saura hace interpretar a su actor protagonista, José Luis López Vázquez, un doble papel, el de un niño en 1936 y el de un adulto en 1973 que es incapaz de olvidar el pasado represivo de un franquismo que, cual fantasma, interfiere en su presente. Filme sobre la recurrencia de la memoria y las peores pesadillas personales, esta película es también la última y más lograda colaboración de Carlos Saura con el guionista Rafael Azcona.
La muerte de Franco había coincidido en 1975 con el estreno del filme más famoso internacionalmente del cineasta aragonés, Cría cuervos. Una película construida en torno a la mirada de Ana Torrent, la niña que había protagonizado El espíritu de la colmena dos años atrás, en la que Saura abandona en cierto modo la metáfora en beneficio de la elipsis. La influencia del cine de Erice será todavía mayor, como ya se ha dicho, en su siguiente título, Elisa, vida mía (1977), posiblemente su filme más complejo y ambicioso. En él contará por primera vez con el coruñés Fernando Rey, el actor español que más se ha identificado con el cine de Luis Buñuel, un director al que Saura siempre ha admirado, aún a pesar que el referencialismo metafórico de este poco tiene que ver con el surrealismo.
Luego de algunas dudas, el cine de Carlos Saura parecerá sufrir una tremenda crisis de identidad, en parte motivada por el fracaso de los filmes que se querían continuadores de los realizados durante el franquismo, lo que le lleva a retomar con Deprisa, deprisa (1979) los ambientes de la delincuencia juvenil que habían centrado el interés de su ópera prima, Los golfos (1959). Deprisa, deprisa forma parte protagónica del llamado “cine quinqui” (Libertad provisional, Roberto Bodegas, 1976; Perros callejeros, J. A. de la Loma, 1977; Navajeros, Eloy de la Iglesia, 1980), subgénero crítico y populista –que habrá de convertirse con los años en uno de los iconos más potentes de la memoria de la Transición (Exposición CCCB 2009)– y que incide sin ambages en las contradicciones del desarrollismo iniciado en los años 60 (chabolismo, marginación, paro, delincuencia como vía de escape para una juventud desclasada y abandonada a su suerte…). Como señala con sintético acierto Juan Carlos Ibáñez, este tipo de películas –interpretadas por auténticos delincuentes juveniles reclutados en barrios marginales (El Torete, El Mini, Valdelomar, Manzano, Pirri)– nacen “con la intención de convertirse en un cine que combina denuncia y entretenimiento para un público joven y popular, dispuesto a conectar con el estilo de vida rebelde y con la épica hedonista y libertaria de sus héroes, o con la estética hiperrealista y desaliñada en la que casi siempre descansa la puesta en escena de sus hazañas-fechorías, adornadas con canciones que se convierten en auténticos himnos de la lírica y la cultura existencial quinqui”. (10)
10. IBAÑEZ, Juan Carlos., op. cit., pp.72-73.
Con Bodas de sangre (1980) iniciará Saura su trilogía sobre el flamenco y una sucesión de títulos centrado en la música y el baile, títulos que irán abandonando poco a poco el argumento para centrarse en una elaborada reconstrucción –en cierto modo próxima al “documental”– de números musicales.
También serían encuadrables dentro de la tendencia metafórica títulos como Los restos del naufragio (1978), dirigida por un Ricardo Franco que había alcanzado resonancia internacional con su Pascual Duarte (1975, adaptación destacada y marcadamente política de la novela de Cela, sobre la que volveremos) o las primeras películas de Manuel Gutiérrez Aragón. En realidad toda su filmografía de esta época se inscribe de una u otra manera dentro del cine metafórico, desde Habla, mudita (1973), una producción Querejeta que, como El espíritu de la colmena o Los viajes escolares, de Jaime Chávarri, todas ellas producciones del mismo año, sitúan en la infancia el origen de todos los traumas originados por el franquismo. Luego de Camada negra (1976), en torno a los jóvenes cachorros del fascismo, el cine metafórico de Gutiérrez Aragón alcanzará su cenit con Sonámbulos (1978) y El corazón del bosque (1978), filmes de gran hermetismo que, bajo una estructura directamente inspirada en el cuento de hadas, la fábula o el relato infantil, abordan los últimos estertores del franquismo y la lucha de los maquis, respectivamente. Con Maravillas (1979) reorientará su cine hacía una mayor narratividad, conjuntando elementos costumbristas y mecanismos propios del thriller. Finalmente, Demonios en el jardín (1982) representará una apuesta más nítida por el relato clásico y por el gran público, al tiempo que su revisión del franquismo, como veremos, definirá una de las corrientes capitales del cine español de los años ochenta y cuyo verdadero origen habría que rastrear igualmente en otros títulos de este período: Pim, pam, pum... ¡fuego! (Pedro Olea, 1975), retrato de la posguerra en la que vencedores y vencidos constituyen los nuevos estratos sociales, Los días del pasado (Mario Camus, 1977), una reivindicación de la lucha sorda de los maquis a lo largo de tantos años, Las largas vacaciones del 36 (Jaime Camino, 1976), etc.
La política de la Transición aflora de modo explícito en una serie de filmes que abordan los sucesos o los cambios sociales más significados del momento. Esta tendencia de un cine que podríamos calificar sin ambages como político presenta una vertiente genérica en los thrillers que siguen el modelo del cine político italiano (7 días de enero, Juan Antonio Bardem, 1978; La verdad sobre el caso Savolta, Antonio Drove, 1978; Operación Ogro, Gillo Pontecorvo, 1979). El análisis del fascinante filme de Drove, ambientado en la Barcelona de 1917, nos permitirá adentrarnos en uno de los más radicales discursos realizados desde la ficción sobre lo que supuso nuestra Transición democrática, sobre los múltiples intereses y mecanismos en juego ocultos por detrás de bien conocidas apariencias.
Por su parte, los virulentos, contundentes y eficaces melodramas-“panfleto” de Eloy de la Iglesia consolidan el proyecto de intervención social del cineasta, ya iniciado en el tardofranquismo, a través de un cine popular que opone la lógica de la igualdad a la del consenso. Sus películas transicionales se centran en desvelar ciertos comportamientos sexuales (La criatura, 1977; El sacerdote, 1978; La mujer del ministro, 1981) o en analizar los temas más espinosos de la actualidad política (El diputado, 1978; Miedo a salir de noche, 1979; El pico, 1983), incidiendo en la tensión existente entre los cambios democráticos y las pervivencias del anterior régimen. (11) Inequívocamente inconformistas, los filmes del realizador donostiarra plantean asuntos tan escabrosos como reivindicativos, resueltos con pasmosa nitidez y contundencia pese a su tosquedad, conformando una filmografía de un radicalismo y audacia inaudita en el panorama cinematográfico de la época.
11. GÓMEZ MÉNDEZ, Carlos, Eloy de la Iglesia: cine y cambio político, Universidad Carlos III de Madrid, Tesis Doctoral Inédita.
La extraordinaria diversidad del cine de esta época queda también de manifiesto si recordamos que en estos años se abordan temas que hasta ese momento podrían considerarse como inéditos nuestra cinematográfica, al menos desde una perspectiva abierta y no constreñida por la censura, desde el ya citado surgimiento de un cine autonómico de reivindicación nacional con títulos como La ciutat cremada (Antoni Ribas, 1976) a las innumerables películas que fijan su atención en aspectos o conflictos sexuales desde una perspectiva autoral: A un Dios desconocido (Jaime Chávarri, 1977), Cambio de sexo (Vicente Aranda, 1977), Bilbao (Bigas Luna, 1978), L’orgia (Francesc Bellmunt, 1978), Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), etc.
3. Cine independiente y documental
Dentro del cine documental de clara vocación política habría que destacar en primer lugar los trabajos de Basilio Martín Patino realizados en la primera mitad de la década pero prohibidos en su momento por la censura y no estrenados hasta después de 1975 (Canciones para después de una guerra, 1971, Queridísimos verdugos, 1973, Caudillo, 1975). Nosotros dedicaremos un capítulo a Queridísimos verdugos, filme extraordinario que podría de hecho ser muy justamente considerado como un documental esperpéntico no debido a la realidad miserable y tremenda a la que se enfrenta, sino por el uso de ciertas estrategias discursivas por medio de las cuales Patino convierte a los ejecutores en inconscientes títeres que se confiesan a un “narrador” que conoce y se distancia de sus criaturas, reencontrando uno de los filones más fructíferos de la tradición cultural española, aquella que dibuja lo que Amado Alonso denominó “modelos de indignidad plástica”. (12)
12. ZUNZUNEGUI, Santos, “Queridísimos verdugos. Memoria de tanto dolor”, Nosferatu nº 32 (enero, 2000), pp.80-83.
Deben citarse también documentales tan relevantes como La vieja memoria (Jaime Camino, 1977), sobre la República y la Guerra Civil, tal y como fue vivida desde el bando republicano; Después de… (Cecilia y José J. Bartolomé, 1981), en torno a la Transición a la democracia; El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979), centrado en el célebre proceso contra integrantes de ETA; o la ejemplar El desencanto (Jaime Chávarri, 1976, producción de Elías Querejeta), en el que –como veremos– se nos propone una visión documental de una a la postre sórdida y deprimente familia franquista real –la del poeta Panero–, tema que había centrado buena parte del cine metafórico. En efecto, como si cargase a cuestas con un pasado sin cicatrizar, en el filme la ausencia paterna se convierte en una opacidad de gran elocuencia y alude a otra todavía mayor: la del dictador, el padre putativo de todos los Panero y, por desgracia, de tantos otros españoles que debieron aclimatarse a la opaca noche del terror franquista. (13)
13. La metáfora paterna está obsesivamente presente en muchas obras del periodo. Citemos, por ejemplo, a Juan Goytisolo, que en “Libertad, libertad, libertad” (1977) incluye el texto “In memoriam F.F.B”. Un fragmento dice así: “Su presencia omnímoda, ubicua, pesaba sobre nosotros como la de un padre castrador y arbitrario que gobernara nuestros destinos por decreto”.
En la segunda mitad de los años setenta se irá generalizando el salto al cine industrial de muchos de los nombres más destacados del Cine Independiente. Superados los formatos no profesionales, estos cineastas compondrán, a partir de la evolución desde el underground, la experimentación o la vanguardia, una suerte de cine radical insólito en el panorama cinematográfico español que no tendrá continuidad. Y eso a pesar de que dos directores que habían surgido al amparo de la Escuela de Barcelona, Pere Portabella o Joaquín Jordá, realizaron en este periodo documentales como, respectivamente, Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública (1976), una militante indagación en la política de una Transición todavía en ciernes, o Numax presenta… (1980), el epitafio al último intento por parte de unos trabajadores de mantener en pie como cooperativa una fábrica al borde del cierre. Pese a situarse, sobre todo en el caso de Portabella, entre los productos más “convencionales” de sus carreras, ninguna de estas dos películas alcanzó un estreno normalizado.
Igual suerte corrieron otros dos documentales a los que también prestaremos atención, casi nula repercusión acaso más comprensible dado lo desasosegante de las foucaultianas miradas que Manuel Coronado y Carlos Rodríguez (Animación en la sala de espera, 1980) y Ángel García del Val (Cada ver es…, 1981) trazaron respectivamente sobre un psiquiátrico y un depósito de cadáveres, y ejemplos ambos de la candente preocupación social –y por tanto también del nuevo cine en libertad– por las razones y los límites de la locura, la situación de los “manicomios” y “el uso y abuso de estrategias clínicas y psiquiátricas para esconder o reprimir problemas relacionados con la miseria, la falta de educación o la exclusión”. (14) Ambientadas en el límite de lo socialmente visible, la locura en el caso de Animación en la sala de espera y la muerte –pero también la locura en su primer segmento– en Cada ver es…, ambos filmes, radicales en extremo, lejos de ocultar su condición de tales, hacen gala de las formas materiales que los construyen.
14. BÁÑEZ, Juan Carlos, op. cit., p.77.
Todos estos documentales se vieron acompañados de los debuts dentro del largometraje industrial de algunos de los más renombrados directores independientes, caso de Antonio Artero (Yo creo que..., 1974), Paulino Viota (Con uñas y dientes, 1977), Gerardo García (Con mucho cariño, 1977) o Álvaro del Amo (Dos, 1979). Antoni Padrós realizará todavía dentro del underground una película de imposible comercialización como Shirley Temple Story (1976), anticipando en cierto modo el gusto por el pastiche y la vocación transgresora del primer Almodóvar.
De todos ellos, el único que logró una distribución más o menos normalizada hasta el punto de convertir a su película en una obra de culto fue Ivan Zulueta y su Arrebato (1979). En su caso la experimentación, como veremos, se integró con aparente normalidad en un universo genérico –el del cine fantástico y más concretamente el del vampirismo, de mayor calado popular– para elaborar desde allí un discurso sobre el cine que se emparentaba directamente con la fascinante obra maestra del cine español Vida en sombras (Lorenç Llobet-Gràcia, 1948). Películas sobre el cine y a la vez escrituras negras de la modernidad, elaboradas a base de parches y retazos, la extraña monstruosidad, el dolor y la culpa embargan y arrastran no solo a los cineastas protagonistas, sino también a los que las dirigen, enfermos todos de una cinefilia de la cual, si surgía como defensivo cobijo ante la cruda y mezquina realidad que les tocaba vivir, históricamente fechada, intuían inconscientemente sus demoledoras consecuencias psíquicas.
4. Un nuevo modelo cinematográfico
Con la victoria del PSOE Pilar Miró accede al puesto de Directora General de Cinematografía, cargo desde el que llevará a cabo una política cinematográfica con una impronta que no se recordaba desde los tiempos de García Escudero. Sus resultados serán igualmente contradictorios. Mediante el Decreto Ley publicado en 1984, conocido como “Ley (sic) Miró”, se promoverá un cine de calidad a partir de un nuevo sistema de ayudas inspirado en el modelo francés de las subvenciones anticipadas sobre proyecto que convierte al director en la pieza clave de las producciones. Este cine de calidad será un cine también de mejor acabado industrial, más “europeo”, más caro, por lo tanto; un cine edificado en torno a las adaptaciones literarias de prestigio y la participación de reputados actores. Una especie de centro cinematográfico que representará el fin de toda la vasta producción de porno blando que se resguardaba bajo el anagrama “S”, de las comedias a lo Ozores protagonizadas por cómicos tan populares como Fernando Esteso o Andrés Pajares, del barato cine de género que se había desarrollado a partir de las coproducciones mediterráneas de los sesenta… pero también de las prácticas más experimentales e independientes. Suele ejemplificarse el nuevo cine español surgido del decreto Miró en la adaptación que en 1984 Mario Camus realiza de la obra homónima de Miguel Delibes, Los santos inocentes, protagonizada por Paco Rabal y un reconvertido Alfredo Landa, actores que se alzarán con el premio de interpretación en el Festival de Cannes de ese año. En realidad, la tendencia se había iniciado antes y lo que hace el decreto Miró es reforzarla y auspiciarla desde la praxis legislativa. Arrancaría en 1981 con el conocido como “decreto de los 1.300 millones” que promovía las relaciones cine-televisión con la producción de productos híbridos para uno y otro medio basados en clásicos de la literatura española, el más exitoso de los cuales había sido precisamente otra obra de Camus, La colmena (1982), a partir de la extraordinaria novela de Camilo José Cela y sobre la que volveremos.
Pese a que existen notables excepciones –como la sensible y sutilísima La plaça del Diamant/La plaza del Diamante (Francesc Betriu, 1982) a partir de la novela de Mercé Rodoreda–, nace así una qualité a la española sustentada, desde un punto de vista narrativo y de puesta en escena, en una estética que se aproxima a lo televisivo y cuya característica más distinguible en su conservadurismo: la televisión exige un producto que alcance a un público mayoritario; el productor busca rentabilizar al máximo su inversión y fomenta un tipo de cine sin aristas, que pueda vender con facilidad. Es así como en el plazo aproximado de un lustro proliferan todo tipo de adaptaciones: se adapta a Sénder, Jesús Fernández Santos, Lorca, Marsé, Delibes, incluso a ciertos escritores considerados como inadaptables: Valle-Inclán, Benet, Martín Santos. Hasta que, por fin, la fórmula se agota tras varios fracasos comerciales y la literatura acaba por refugiarse en la televisión. Como ya había ocurrido con el Nuevo Cine Español, un modelo cinematográfico impuesto voluntariosamente desde la administración se da de bruces con la indiferencia del público y las reclamaciones de sectores de la industria que denuncian cómo, en muchas ocasiones, los adelantos a fondo perdido de las subvenciones superan las propias recaudaciones brutas de las películas.
Pese a que –como podemos comprobar– en los años de la Transición las transformaciones sociales y políticas impregnan de una forma u otra todas las películas, cabría hablar de un cine específicamente político para el cual el franquismo y la actualidad política constituyen su verdadera razón de ser.
Incluso considerado como género o subgénero autónomo se podría hablar de una evolución que sigue en paralelo el desarrollo de los acontecimientos políticos del momento y del resto de tendencias del cine español de la época, evolución presidida por una ampliación de lo decible que lleva a que entre 1973 y 1976 el tratamiento de los distintos temas solo sea posible a través de estrategias metafóricas, que empero dejan entonces de tener sentido y son sustituidas por aproximaciones más directas, en ocasiones dentro de los cánones de géneros como, por ejemplo, el policial. Al mismo tiempo, la visión crítica del franquismo será reemplazada por un seguimiento de la actualidad que, por la vía de la inmediatez, buscará influir en el presente político. Por supuesto, la desaparición de la censura previa de guiones en febrero de 1976 y la abolición definitiva de la censura en noviembre de 1977 jugará un papel determinante en esta inflexión del discurso cinematográfico, por mucho que en el marco de otras tendencias o géneros solo vaya a tener un reflejo acusado en la proliferación de desnudos femeninos.
El representante más notorio del cine metafórico en estos años es (o, mejor, seguía siendo) Carlos Saura, que –como analizaremos– había realizado en 1965 La caza, la película que iniciaba esta corriente –y cerraba a su vez una por desgracia fugaz tendencia sauriana hacia un naturalismo hipertrófico y salvaje–. Tras un período de aparente agotamiento de su discurso, Saura filma ahora algunos de los títulos más extraordinarios de su destacadísima filmografía, entre ellos La prima Angélica (1973), un monumental encontronazo con la censura que le dio a conocer ante un público infinitamente más numeroso que el que hasta aquel entonces se había acercado a su cine. Muy influido por el cineasta sueco Ingmar Bergman, probablemente también por la “exiliada”, esencial y poco conocida En el balcón vacío (México, Jomí García Ascot, 1962), Saura hace interpretar a su actor protagonista, José Luis López Vázquez, un doble papel, el de un niño en 1936 y el de un adulto en 1973 que es incapaz de olvidar el pasado represivo de un franquismo que, cual fantasma, interfiere en su presente. Filme sobre la recurrencia de la memoria y las peores pesadillas personales, esta película es también la última y más lograda colaboración de Carlos Saura con el guionista Rafael Azcona.
La muerte de Franco había coincidido en 1975 con el estreno del filme más famoso internacionalmente del cineasta aragonés, Cría cuervos. Una película construida en torno a la mirada de Ana Torrent, la niña que había protagonizado El espíritu de la colmena dos años atrás, en la que Saura abandona en cierto modo la metáfora en beneficio de la elipsis. La influencia del cine de Erice será todavía mayor, como ya se ha dicho, en su siguiente título, Elisa, vida mía (1977), posiblemente su filme más complejo y ambicioso. En él contará por primera vez con el coruñés Fernando Rey, el actor español que más se ha identificado con el cine de Luis Buñuel, un director al que Saura siempre ha admirado, aún a pesar que el referencialismo metafórico de este poco tiene que ver con el surrealismo.
Luego de algunas dudas, el cine de Carlos Saura parecerá sufrir una tremenda crisis de identidad, en parte motivada por el fracaso de los filmes que se querían continuadores de los realizados durante el franquismo, lo que le lleva a retomar con Deprisa, deprisa (1979) los ambientes de la delincuencia juvenil que habían centrado el interés de su ópera prima, Los golfos (1959). Deprisa, deprisa forma parte protagónica del llamado “cine quinqui” (Libertad provisional, Roberto Bodegas, 1976; Perros callejeros, J. A. de la Loma, 1977; Navajeros, Eloy de la Iglesia, 1980), subgénero crítico y populista –que habrá de convertirse con los años en uno de los iconos más potentes de la memoria de la Transición (Exposición CCCB 2009)– y que incide sin ambages en las contradicciones del desarrollismo iniciado en los años 60 (chabolismo, marginación, paro, delincuencia como vía de escape para una juventud desclasada y abandonada a su suerte…). Como señala con sintético acierto Juan Carlos Ibáñez, este tipo de películas –interpretadas por auténticos delincuentes juveniles reclutados en barrios marginales (El Torete, El Mini, Valdelomar, Manzano, Pirri)– nacen “con la intención de convertirse en un cine que combina denuncia y entretenimiento para un público joven y popular, dispuesto a conectar con el estilo de vida rebelde y con la épica hedonista y libertaria de sus héroes, o con la estética hiperrealista y desaliñada en la que casi siempre descansa la puesta en escena de sus hazañas-fechorías, adornadas con canciones que se convierten en auténticos himnos de la lírica y la cultura existencial quinqui”. (10)
10. IBAÑEZ, Juan Carlos., op. cit., pp.72-73.
Con Bodas de sangre (1980) iniciará Saura su trilogía sobre el flamenco y una sucesión de títulos centrado en la música y el baile, títulos que irán abandonando poco a poco el argumento para centrarse en una elaborada reconstrucción –en cierto modo próxima al “documental”– de números musicales.
También serían encuadrables dentro de la tendencia metafórica títulos como Los restos del naufragio (1978), dirigida por un Ricardo Franco que había alcanzado resonancia internacional con su Pascual Duarte (1975, adaptación destacada y marcadamente política de la novela de Cela, sobre la que volveremos) o las primeras películas de Manuel Gutiérrez Aragón. En realidad toda su filmografía de esta época se inscribe de una u otra manera dentro del cine metafórico, desde Habla, mudita (1973), una producción Querejeta que, como El espíritu de la colmena o Los viajes escolares, de Jaime Chávarri, todas ellas producciones del mismo año, sitúan en la infancia el origen de todos los traumas originados por el franquismo. Luego de Camada negra (1976), en torno a los jóvenes cachorros del fascismo, el cine metafórico de Gutiérrez Aragón alcanzará su cenit con Sonámbulos (1978) y El corazón del bosque (1978), filmes de gran hermetismo que, bajo una estructura directamente inspirada en el cuento de hadas, la fábula o el relato infantil, abordan los últimos estertores del franquismo y la lucha de los maquis, respectivamente. Con Maravillas (1979) reorientará su cine hacía una mayor narratividad, conjuntando elementos costumbristas y mecanismos propios del thriller. Finalmente, Demonios en el jardín (1982) representará una apuesta más nítida por el relato clásico y por el gran público, al tiempo que su revisión del franquismo, como veremos, definirá una de las corrientes capitales del cine español de los años ochenta y cuyo verdadero origen habría que rastrear igualmente en otros títulos de este período: Pim, pam, pum... ¡fuego! (Pedro Olea, 1975), retrato de la posguerra en la que vencedores y vencidos constituyen los nuevos estratos sociales, Los días del pasado (Mario Camus, 1977), una reivindicación de la lucha sorda de los maquis a lo largo de tantos años, Las largas vacaciones del 36 (Jaime Camino, 1976), etc.
La política de la Transición aflora de modo explícito en una serie de filmes que abordan los sucesos o los cambios sociales más significados del momento. Esta tendencia de un cine que podríamos calificar sin ambages como político presenta una vertiente genérica en los thrillers que siguen el modelo del cine político italiano (7 días de enero, Juan Antonio Bardem, 1978; La verdad sobre el caso Savolta, Antonio Drove, 1978; Operación Ogro, Gillo Pontecorvo, 1979). El análisis del fascinante filme de Drove, ambientado en la Barcelona de 1917, nos permitirá adentrarnos en uno de los más radicales discursos realizados desde la ficción sobre lo que supuso nuestra Transición democrática, sobre los múltiples intereses y mecanismos en juego ocultos por detrás de bien conocidas apariencias.
Por su parte, los virulentos, contundentes y eficaces melodramas-“panfleto” de Eloy de la Iglesia consolidan el proyecto de intervención social del cineasta, ya iniciado en el tardofranquismo, a través de un cine popular que opone la lógica de la igualdad a la del consenso. Sus películas transicionales se centran en desvelar ciertos comportamientos sexuales (La criatura, 1977; El sacerdote, 1978; La mujer del ministro, 1981) o en analizar los temas más espinosos de la actualidad política (El diputado, 1978; Miedo a salir de noche, 1979; El pico, 1983), incidiendo en la tensión existente entre los cambios democráticos y las pervivencias del anterior régimen. (11) Inequívocamente inconformistas, los filmes del realizador donostiarra plantean asuntos tan escabrosos como reivindicativos, resueltos con pasmosa nitidez y contundencia pese a su tosquedad, conformando una filmografía de un radicalismo y audacia inaudita en el panorama cinematográfico de la época.
11. GÓMEZ MÉNDEZ, Carlos, Eloy de la Iglesia: cine y cambio político, Universidad Carlos III de Madrid, Tesis Doctoral Inédita.
La extraordinaria diversidad del cine de esta época queda también de manifiesto si recordamos que en estos años se abordan temas que hasta ese momento podrían considerarse como inéditos nuestra cinematográfica, al menos desde una perspectiva abierta y no constreñida por la censura, desde el ya citado surgimiento de un cine autonómico de reivindicación nacional con títulos como La ciutat cremada (Antoni Ribas, 1976) a las innumerables películas que fijan su atención en aspectos o conflictos sexuales desde una perspectiva autoral: A un Dios desconocido (Jaime Chávarri, 1977), Cambio de sexo (Vicente Aranda, 1977), Bilbao (Bigas Luna, 1978), L’orgia (Francesc Bellmunt, 1978), Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), etc.
3. Cine independiente y documental
Dentro del cine documental de clara vocación política habría que destacar en primer lugar los trabajos de Basilio Martín Patino realizados en la primera mitad de la década pero prohibidos en su momento por la censura y no estrenados hasta después de 1975 (Canciones para después de una guerra, 1971, Queridísimos verdugos, 1973, Caudillo, 1975). Nosotros dedicaremos un capítulo a Queridísimos verdugos, filme extraordinario que podría de hecho ser muy justamente considerado como un documental esperpéntico no debido a la realidad miserable y tremenda a la que se enfrenta, sino por el uso de ciertas estrategias discursivas por medio de las cuales Patino convierte a los ejecutores en inconscientes títeres que se confiesan a un “narrador” que conoce y se distancia de sus criaturas, reencontrando uno de los filones más fructíferos de la tradición cultural española, aquella que dibuja lo que Amado Alonso denominó “modelos de indignidad plástica”. (12)
12. ZUNZUNEGUI, Santos, “Queridísimos verdugos. Memoria de tanto dolor”, Nosferatu nº 32 (enero, 2000), pp.80-83.
Deben citarse también documentales tan relevantes como La vieja memoria (Jaime Camino, 1977), sobre la República y la Guerra Civil, tal y como fue vivida desde el bando republicano; Después de… (Cecilia y José J. Bartolomé, 1981), en torno a la Transición a la democracia; El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979), centrado en el célebre proceso contra integrantes de ETA; o la ejemplar El desencanto (Jaime Chávarri, 1976, producción de Elías Querejeta), en el que –como veremos– se nos propone una visión documental de una a la postre sórdida y deprimente familia franquista real –la del poeta Panero–, tema que había centrado buena parte del cine metafórico. En efecto, como si cargase a cuestas con un pasado sin cicatrizar, en el filme la ausencia paterna se convierte en una opacidad de gran elocuencia y alude a otra todavía mayor: la del dictador, el padre putativo de todos los Panero y, por desgracia, de tantos otros españoles que debieron aclimatarse a la opaca noche del terror franquista. (13)
13. La metáfora paterna está obsesivamente presente en muchas obras del periodo. Citemos, por ejemplo, a Juan Goytisolo, que en “Libertad, libertad, libertad” (1977) incluye el texto “In memoriam F.F.B”. Un fragmento dice así: “Su presencia omnímoda, ubicua, pesaba sobre nosotros como la de un padre castrador y arbitrario que gobernara nuestros destinos por decreto”.
En la segunda mitad de los años setenta se irá generalizando el salto al cine industrial de muchos de los nombres más destacados del Cine Independiente. Superados los formatos no profesionales, estos cineastas compondrán, a partir de la evolución desde el underground, la experimentación o la vanguardia, una suerte de cine radical insólito en el panorama cinematográfico español que no tendrá continuidad. Y eso a pesar de que dos directores que habían surgido al amparo de la Escuela de Barcelona, Pere Portabella o Joaquín Jordá, realizaron en este periodo documentales como, respectivamente, Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública (1976), una militante indagación en la política de una Transición todavía en ciernes, o Numax presenta… (1980), el epitafio al último intento por parte de unos trabajadores de mantener en pie como cooperativa una fábrica al borde del cierre. Pese a situarse, sobre todo en el caso de Portabella, entre los productos más “convencionales” de sus carreras, ninguna de estas dos películas alcanzó un estreno normalizado.
Igual suerte corrieron otros dos documentales a los que también prestaremos atención, casi nula repercusión acaso más comprensible dado lo desasosegante de las foucaultianas miradas que Manuel Coronado y Carlos Rodríguez (Animación en la sala de espera, 1980) y Ángel García del Val (Cada ver es…, 1981) trazaron respectivamente sobre un psiquiátrico y un depósito de cadáveres, y ejemplos ambos de la candente preocupación social –y por tanto también del nuevo cine en libertad– por las razones y los límites de la locura, la situación de los “manicomios” y “el uso y abuso de estrategias clínicas y psiquiátricas para esconder o reprimir problemas relacionados con la miseria, la falta de educación o la exclusión”. (14) Ambientadas en el límite de lo socialmente visible, la locura en el caso de Animación en la sala de espera y la muerte –pero también la locura en su primer segmento– en Cada ver es…, ambos filmes, radicales en extremo, lejos de ocultar su condición de tales, hacen gala de las formas materiales que los construyen.
14. BÁÑEZ, Juan Carlos, op. cit., p.77.
Todos estos documentales se vieron acompañados de los debuts dentro del largometraje industrial de algunos de los más renombrados directores independientes, caso de Antonio Artero (Yo creo que..., 1974), Paulino Viota (Con uñas y dientes, 1977), Gerardo García (Con mucho cariño, 1977) o Álvaro del Amo (Dos, 1979). Antoni Padrós realizará todavía dentro del underground una película de imposible comercialización como Shirley Temple Story (1976), anticipando en cierto modo el gusto por el pastiche y la vocación transgresora del primer Almodóvar.
De todos ellos, el único que logró una distribución más o menos normalizada hasta el punto de convertir a su película en una obra de culto fue Ivan Zulueta y su Arrebato (1979). En su caso la experimentación, como veremos, se integró con aparente normalidad en un universo genérico –el del cine fantástico y más concretamente el del vampirismo, de mayor calado popular– para elaborar desde allí un discurso sobre el cine que se emparentaba directamente con la fascinante obra maestra del cine español Vida en sombras (Lorenç Llobet-Gràcia, 1948). Películas sobre el cine y a la vez escrituras negras de la modernidad, elaboradas a base de parches y retazos, la extraña monstruosidad, el dolor y la culpa embargan y arrastran no solo a los cineastas protagonistas, sino también a los que las dirigen, enfermos todos de una cinefilia de la cual, si surgía como defensivo cobijo ante la cruda y mezquina realidad que les tocaba vivir, históricamente fechada, intuían inconscientemente sus demoledoras consecuencias psíquicas.
4. Un nuevo modelo cinematográfico
Con la victoria del PSOE Pilar Miró accede al puesto de Directora General de Cinematografía, cargo desde el que llevará a cabo una política cinematográfica con una impronta que no se recordaba desde los tiempos de García Escudero. Sus resultados serán igualmente contradictorios. Mediante el Decreto Ley publicado en 1984, conocido como “Ley (sic) Miró”, se promoverá un cine de calidad a partir de un nuevo sistema de ayudas inspirado en el modelo francés de las subvenciones anticipadas sobre proyecto que convierte al director en la pieza clave de las producciones. Este cine de calidad será un cine también de mejor acabado industrial, más “europeo”, más caro, por lo tanto; un cine edificado en torno a las adaptaciones literarias de prestigio y la participación de reputados actores. Una especie de centro cinematográfico que representará el fin de toda la vasta producción de porno blando que se resguardaba bajo el anagrama “S”, de las comedias a lo Ozores protagonizadas por cómicos tan populares como Fernando Esteso o Andrés Pajares, del barato cine de género que se había desarrollado a partir de las coproducciones mediterráneas de los sesenta… pero también de las prácticas más experimentales e independientes. Suele ejemplificarse el nuevo cine español surgido del decreto Miró en la adaptación que en 1984 Mario Camus realiza de la obra homónima de Miguel Delibes, Los santos inocentes, protagonizada por Paco Rabal y un reconvertido Alfredo Landa, actores que se alzarán con el premio de interpretación en el Festival de Cannes de ese año. En realidad, la tendencia se había iniciado antes y lo que hace el decreto Miró es reforzarla y auspiciarla desde la praxis legislativa. Arrancaría en 1981 con el conocido como “decreto de los 1.300 millones” que promovía las relaciones cine-televisión con la producción de productos híbridos para uno y otro medio basados en clásicos de la literatura española, el más exitoso de los cuales había sido precisamente otra obra de Camus, La colmena (1982), a partir de la extraordinaria novela de Camilo José Cela y sobre la que volveremos.
Pese a que existen notables excepciones –como la sensible y sutilísima La plaça del Diamant/La plaza del Diamante (Francesc Betriu, 1982) a partir de la novela de Mercé Rodoreda–, nace así una qualité a la española sustentada, desde un punto de vista narrativo y de puesta en escena, en una estética que se aproxima a lo televisivo y cuya característica más distinguible en su conservadurismo: la televisión exige un producto que alcance a un público mayoritario; el productor busca rentabilizar al máximo su inversión y fomenta un tipo de cine sin aristas, que pueda vender con facilidad. Es así como en el plazo aproximado de un lustro proliferan todo tipo de adaptaciones: se adapta a Sénder, Jesús Fernández Santos, Lorca, Marsé, Delibes, incluso a ciertos escritores considerados como inadaptables: Valle-Inclán, Benet, Martín Santos. Hasta que, por fin, la fórmula se agota tras varios fracasos comerciales y la literatura acaba por refugiarse en la televisión. Como ya había ocurrido con el Nuevo Cine Español, un modelo cinematográfico impuesto voluntariosamente desde la administración se da de bruces con la indiferencia del público y las reclamaciones de sectores de la industria que denuncian cómo, en muchas ocasiones, los adelantos a fondo perdido de las subvenciones superan las propias recaudaciones brutas de las películas.