INTRODUCCIÓN (i)
Formas y representaciones sociales en el cine español de la Transición democrática (1973-1986)
Una sintética panorámica inicial*
¿Cómo representó en términos visuales el mundo y las cosas el cine (y la ficción televisiva) español(es) en este periodo crucial de la historia reciente de nuestro país? ¿Qué fue en él(los) –parafraseando a Peter Handke– materia para el ojo?
* Una primera versión inédita de esta introducción, ahora profundamente ampliada y transformada, fue en su día redactada conjuntamente por Jaime Pena y el autor.
Este libro trata de analizar algunas películas realizadas entre 1973 y 1986 (1) como textos en cuyas formas visuales y narrativas se perciben (o no) los procesos de modernización social y de reforma política que tienen lugar durante la Transición democrática. Porque, y a pesar del valor y el rigor de ciertos estudios sociológicos y culturales sobre el cine realizado en España en un momento de tan profundos cambios sociales y políticos, nuestro trabajo pretende reivindicar –una vez más– el papel del análisis fílmico de raíz semiótica y textual como mecanismo imprescindible para desentrañar los fenómenos formales que, a la postre, construyen las significaciones y sentidos del filme. De tal modo –y aunque la moda académica parezca en general haber decidido (momentáneamente) enterrar el análisis en beneficio de otro tipo de metodologías (o incluso de la total ausencias de ellas)– consideramos que la Historia del cine no puede prescindir de una de sus más sutiles y refinadas armas metodológicas, en verdad básica a la hora de historiar las formas fílmicas, es decir, de analizar sus evoluciones y transformaciones en el curso del tiempo. De lo que se trata –con la ayuda de otras metodologías: investigación crítica de fuentes documentales y hemerográficas, arqueología y “filología” del cine, etc.; poniéndolo en fin en contacto con las propias condiciones de existencia de los filmes y con el contexto cultural, social, económico y político en que estos eran realizados– es de aplicar el bisturí analítico a vastos corpus diacrónicos a fin de poner en pie una historia de las formas fílmicas que intente, a la vez, comprender la utilización de las mismas en su especificidad y complejidad histórica y cultural.
1. Seguimos la cronología establecida en el imprescindible MAINER, José-Carlos y JULIÁ, Santos, El aprendizaje de la libertad, Madrid: Alianza, 2000.
Afirmemos pues, en principio, que la Transición política hacia la democracia es uno de los períodos más fructíferos de la Historia del cine español y uno de los más variados en temas, géneros, estilos y enfoques. En los catorce años que median entre 1973, con los primeros estertores del franquismo y la aparición de una serie de películas que anticipan el cambio de régimen, y 1986 se producen del orden de 1300 películas de largometraje: un vasto corpus heterogéneo y complejo, tanto en lo que se refiere a las formas fílmicas desplegadas como a los discursos ideológicos construidos por medio de aquellas. Son años convulsos que dan como fruto un cine acorde con los tiempos: abundancia de películas que escapan a los márgenes del relato convencional, desde los subproductos “S” –en su mayoría porno blando o softcore– a las películas que bordean lo experimental, documentales que revisan el pasado más reciente, cine underground, etc. Asistimos a una progresiva ampliación de lo decible que culmina con la abolición de la censura en noviembre de 1977, y cuya consecuencia más inmediata será el estreno de películas hasta entonces prohibidas en España.
Pese a ambigüedades y conflictos, a los que enseguida habremos de referirnos, postulamos con Manuel Palacio y en anticipada conclusión que durante este periodo cierto “cine español (…) fue capaz de concebir y transmitir al público cinematográfico una nueva forma de ser y de sentir, y un cierto estado de conciencia favorable a las ideas que vertebran la transformación política: reconciliación social, recuperación de las libertades civiles y política y descentralización del estado”. (2) Y, como es lógico, hubo de hacerlo desplegando las herramientas propias del cineasta (el montaje/puesta en escena en su sentido amplio), especialmente proclive entonces a audacias discursivas y probaturas formales de todo tipo; investigaciones e innovaciones ora brillantes y fructíferas, ora apenas embrionarias, en exceso abruptas, fallidas o inconclusas, pero siempre valiosas e históricamente significativas, y puestas en pie muchas veces a partir de una reelaboración profunda de formas y estilizaciones vinculadas a las tradiciones culturales populares de las que el cine español se había nutrido desde el periodo mudo.
2. PALACIO, Manuel, “Introducción”, en PALACIO, M. (ed.), El cine y la Transición Política en España (1975-1982), Madrid: Biblioteca Nueva, 2011.
A nivel político asistimos a una continua sucesión de nombramientos al frente de la Dirección General de Cinematografía: Rogelio Díaz, último Director General del franquismo que, en abril de 1977, será reemplazado por Félix Benítez de Lugo, a quien seguirán Luis Escobar, Carlos Gortari y Matías Vallés, antes de la llegada de Pilar Miró a comienzos de 1983: demasiados responsables para consolidar una política cinematográfica. Las nuevas normas de censura de febrero de 1975 que suponían una evidente liberalización que anticipaba su definitiva desaparición dos años después puede que hayan tenido mucho más efecto sobre el cine de la época que cualquier otra normativa cinematográfica. En septiembre de 1973 se había vuelto a una cierta normalidad con la reinstauración de la subvención automática sobre el 15% de la taquilla. Sin embargo, ante la progresiva pérdida de espectadores, el verdadero caballo de batalla del cine español vendrá representado por la cuota de pantalla que a finales de 1977 se establecerá en un 2x1 que, poco más de dos años después, se rebajará a un 3x1, esto es, un mes obligatorio de proyección de películas españolas por cada tres de cine extranjero.
En realidad, esta cuota obligatoria que se impone a las salas de exhibición parece una consecuencia a posteriori del descenso progresivo de espectadores que sufre el cine nacional. Si en 1973 las películas españolas acaparaban el 30’8% de los espectadores anuales, en 1982 solo representarán el 23’14%. Más grave es el hecho de que en esos diez años se pasará de 85 a tan solo 36 millones de espectadores que ven anualmente cine español. Es cierto que la situación aún empeorará más en la década siguiente, pero habrá que tener en cuenta otros factores que sin duda influyen y explican esta pérdida de espectadores.
La segunda mitad de los años sesenta había supuesto una pequeña edad de oro en la relación del cine español con su público natural. El control de taquilla se inaugura a finales de 1965, por lo que tampoco disponemos de datos anteriores, pero en los años siguientes se suceden grandes éxitos de público que, por ejemplo, en 1966 llevarán a 123 millones de espectadores a pasar por taquilla para ver películas españolas. Son años de una extraordinaria bonanza para el espectáculo cinematográfico, con una televisión todavía en pañales y sin apenas competencia en la industria del ocio. En 1966 son 403 millones de espectadores totales que contabiliza el cine. En 1973 ya solo serán 278 que se reducirán a 200 en 1979 para cerrar este período en 1982 con 155.
Y con todo, la cuota del cine español se mantendrá en torno al 30% hasta 1977. Luego descenderá bruscamente hasta ese 23% con el que se llegará a 1983 y a las reformas estructurales que impulsará el primer gabinete socialista. Únicamente cabe reseñar que en 1980 solo se alcanzará un 20’74% de cuota, sin duda como consecuencia de la cifra más baja de producción de películas de todo el período, con 87 títulos en 1979. El resto de años siempre se superarán las 100 producciones anuales y, paradójicamente, los años más fructíferos serán 1981 y 1982 con 137 y 146 títulos respectivamente. Una producción muy destacable si tenemos también en cuenta que desde 1974 se habían reducido considerablemente el número de coproducciones que inflaccionaban las cifras totales y que en 1972 habían representado casi la mitad de la producción.
La extraordinaria politización de la sociedad española de la Transición tiene, pues, un nítido reflejo en el cine que se hace en esa época. Un cine coyuntural que documenta y retrata la España de esos años desde todos los frentes, desde todas las opciones políticas. Desde 1973, el pueblo español convivirá dos años con el lento declive vital de Francisco Franco, casi otros dos con la sucesión de reformas que culminan con las elecciones de junio de 1977 y la Constitución de 1978 y atravesará otro lustro de progresiva normalización hasta llegar al triunfo del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982, con el intento de golpe de estado de Tejero por medio en febrero de 1981. Y las películas españolas reflejarán todos estos sucesos de mil maneras posibles. (3) A veces, en sus propias carnes en forma de problemas judiciales, querellas o secuestros (La prima Angélica, Carlos, Saura, 1973; Estado de excepción, Iñaki Núñez, 1977; El crimen de Cuenca, Pilar Miró, 1979; Rocío, Fernando Ruiz, 1980) que afectarán incluso a estrenos foráneos como Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975).
3. Como bien señalaron Pablo Pérez Rubio y Javier Hernández Ruiz, a ello contribuye también la confluencia de varias generaciones de cineastas: los últimos títulos de las filmografías de algunos directores emblemáticos de las generaciones y grupos del cine de las primeras décadas posbélicas (José Luis Sáenz de Heredia, Rafael Gil, José Antonio Nieves Conde, Antonio del Amo, José María Forqué) coinciden sincrónicamente con la madurez de los cineastas del llamado Nuevo Cine Español (Regueiro, Saura, Martín Patino, Picazo, Summers, Fons) y la consolidación de otros que ya habían despuntado en las postrimerías de la dictadura (Bodegas, Gutiérrez Aragón, Garci, Drove, Ricardo Franco), así como la irrupción colorista del cine de Almodóvar, Colomo y Trueba, que se consolidará definitivamente en la década siguiente (PÉREZ RUBIO, Pablo y HERNÁNDEZ RUIZ, Javier, “Esperanzas, compromisos y desencantos. El cine durante la transición española (1973-1983)”, en CASTRO DE PAZ, José Luis, PÉREZ PERUCHA, Julio y ZUNZUNEGUI, Santos (dirs.), La nueva memoria. Historia(s) del cine español, A Coruña: Vía Láctea, 2005, p.187.
Sin duda alguna dos filmes representan el inicio de una nueva época para el cine español mejor que cualesquiera otros: El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) y Furtivos (José Luis Borau, 1975). El primero es una producción de Elías Querejeta, habitual y erróneamente enmarcada en lo que se ha venido en llamar corriente “metafórica” cuando, en realidad, se construye sobre un realismo elíptico que habla de la posguerra y del franquismo sin ningún tipo de filtro discursivo. Pese a su inevitable parentesco, lo que aleja a la opera prima de Erice del resto de la producción Querejeta –y en particular de las películas de Saura– es la renuncia a la metáfora como elemento sustantivo de la narración y a la violencia como recurso final que articula todo el desarrollo del relato. En su lugar, al modo de algunas destacadas películas del Cine Independiente realizadas en el quinquenio anterior, lo no representado ocupa el lugar de la metáfora, mientras el vacío y la(s) ausencia(s) se configuran como estrategias válidas de representación hiperbólica de aquello que carece la dictadura: libertades, democracia. Ajuste de cuentas con los 34 años de franquismo, El espíritu de la colmena obtendrá en septiembre de 1973 la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, inaugurando de algún modo esa nueva etapa para el cine español y anticipando lo que habría de venir pocos años después en el plano político. Furtivos, por su parte, y pese a sus indiscutibles valores fílmicos –situados sobre todo en su a la vez terrosa y geométrica asunción del tremendismo hispano, ejemplificado en el rostro buñuelesco de Lola Gaos y en un tratamiento descarnado de la violencia de inequívocas raíces goyescas, y a los que nos referiremos in extenso en el capítulo correspondiente–, será insistentemente leída –a partir de insinuaciones aceptadas, o incluso sugeridas por Borau– como metáfora de una realidad española en apariencia pacífica pero recorrida por perversiones enclaustradas y violencias endémicas esperando cualquier detonante para explotar. Tanto la Concha de Oro obtenida por el filme de Erice en San Sebastián, como la lograda por Furtivos en 1975, dos meses antes de la muerte del general Franco y tras graves problemas para obtener el permiso de exhibición, constituyen actos (tímidos quizás, pero inequívocos) de resistencia a un Régimen que multiplicaba consejos de guerra, tribunales especiales y una sistemática represión de las más elementales libertades, contribuyendo, en su lucha contra la censura, a ensanchar los márgenes de libertad del cine español [...]