DESTINO DE ABISMO EN LA MIRADA
Alberto Ruiz de Samaniego
En uno de sus textos finales, ya con la enfermedad invasora ocupando su cuerpo –tomado, pues, por la sombra de la muerte– Rilke escribe: “¿Soy yo todavía lo que aquí arde borroso?”. Es esa misma sensación de pérdida y persistencia, en la pérdida y de la pérdida, esa misma atmósfera de una ausencia que pasa inquieta, como un rastro de sombra, a ocupar el plano, la que a menudo creo descubrir en las imágenes de Miguel Borrego. En las que él ha seleccionado como una suerte de prontuario personal y, naturalmente, y de forma aún más acusada, en las que son de su autoría. Se diría que hay un destino de abismo en la mirada, por utilizar palabras que el propio artista emplea para comentar uno de los cuadros más bellos que jamás se hayan hecho, el Job de Georges de La Tour.
La influencia inicial de Rodin en Rilke –siempre tan frágil, tan inestable, tan fino– llevó al poeta a pedirle consejo al viejo escultor, nada menos que para existir, saber o aprender a existir. Nos lo cuenta también Miguel en este muy hermoso libro, devocionario íntimo de artista culto y profundo, sereno y sensible para captar los rumores más finos de la pasión –tal vez inútil– que es la vida; pero también para mostrar ese ínfimo grado de fuerza que persevera como hebra de sol en el menor vislumbre del espíritu creador. Y, entonces, el gran escultor le respondió: “Ama tu soledad y trata de cantar con el dolor que te causa”. Ese consejo aparecerá luego en el libro Cartas a un joven poeta. Y, tal como Miguel nos cuenta, habrá de servirle a Rilke como guía no solo para escribir, sino para arrostrar la soledad, la ansiedad y la pobreza que tan a menudo asisten a la vida creativa. Se nos ocurre que a ello bien podrían sumársele, sin duda, las viejas armas dedálicas –esto es: de Joyce vía Stephen Dedalus: silencio, exilio y astucia.
Destino de abismo en la mirada. Lacan sostenía –en expresión memorable y al tiempo insondable, inabarcable– que la metáfora se ubicaba en el punto preciso en que el sentido se produce en el sinsentido. Allí, en ese punto o pozo de sombra, se constituye, como los dibujos negros de Seurat, el límite mismo de la observación y de las formas, y hasta del pensamiento y la palabra que mueven a Miguel Borrego, y que él mismo, claro es, también articula, despliega como una insomne sucesión de secuencias que apuntan siempre a lo más secreto, lo inasible o no significado, la promesa que se guarda como una perla en la noche. Los dibujos de Seurat, increíblemente sedosos y distantes, son solo un ejemplo –aunque…¡qué ejemplo!– de esto que queremos decir, y que Miguel no cesa de recordarnos, de mostrar y re-citar con lucidez, con ternura, con paciencia y sorpresa de cielo estelado. Pero conviene no confundirse. No sucede que se prescinda alegremente del significado o de la claridad que permitiría las formas o el mundo (de lo) visible, sino que el destino de esa mirada consiste en asumir un sutil continuo de oscuridad y luz como un relieve creado por la propia ausencia… de línea (de la vida): de lápiz. En los dibujos de Seurat, como en las imágenes que Miguel nos presenta hechas por sí mismo o por otros –los rostros de Rembrandt que afloran desde la penumbra, por ejemplo, o de la escultura, por caso, de Santa Cecilia en el Trastevere que se funde con su propio velamiento–, ya no se puede hablar de relieve, o de modelado, o de volumen, porque tanto en las zonas de masa como en las de sombras están presentes una evanescencia y una tangibilidad simultáneas. Presencia y ausencia físicas se funden en una aparición que ya no parece estar allí para ser mirada ni observada, sino, diríamos, entrevista: alucinada. Toda verdadera imagen –toda vera icona– desmantela, derrumba o tumba la claridad de la figuración.
Así pues, la producción de sentido solo puede avizorarse, anunciarse inciertamente en lo profundo del sinsentido y, en el medio, la imagen. Allí –solo allí– está la imagen. Tal como Godard –otro gran re-citador– nos recuerda por medio de la extraordinaria declaración del surrealista Pierre Reverdy: “Una imagen no es fuerte porque sea brutal o fantástica, sino porque la solidaridad de las ideas es lejana y justa”. La lejanía entre los términos que la imagen condensa como un milagro o una fulguración en la noche es fundamental. Todo esto, en el fondo, ya lo sabían los griegos. Metáfora significa, en griego, una traslación, un transporte o viaje de un término a otro. Podríamos concluir: de lo conocido a lo re-conocido, pero habiendo pasado, justamente, por lo desconocido. O sea, de nuevo y siempre: montaje. Como el que hace, por ejemplo, entre imágenes, y entre imágenes y textos, Miguel Borrego en este libro ejemplar, como la novela modélica de una vida, con los materiales dispersos, azarosos y amados –al modo de Proust– de que está hecha una vida, en este caso la de un gran artista, y un gran lector.
La imagen, por tanto, pertenece a la ausencia, a la tiniebla: cielo negro. Ella es metáfora que, cual Orfeo, busca siempre un rostro, que la oscuridad desdeña o rasga o mancha o naufraga. La imagen tiembla en su viaje al fondo de la noche como en estado febril porque toca gozosamente este desconocimiento, y porque no dispone ya de un trazo o de una lengua ordinaria, racional, en la que reconocerse. Porque busca algo cuyo signo tal vez sea, precisamente, el no reconocimiento.
Por eso, también, vemos en la selección de las pinturas y los temas que emocionan –y obsesionan– al artista la constante presencia del sueño, como asumiendo por adelantado y sin poner jamás en cuestión el carácter onírico y sonámbulo que la imagen posee, como una presencia de lucidez visible en su propia contradicción: porque se niega. El sueño es otra metáfora, la de la noche que vela –como en el maravilloso Sueño de Constantino de Piero della Francesca–, que vela y permanece, aun a la luz del cuadro, o de la hoja y del día. Noche indestructible. Es la noche de Blanchot, la que está imperturbable en el fondo del día, como fondo de la vida misma. Esta es la noche que estará siempre en el fondo de la pintura o la escultura que persigue el desvelo de Miguel Borrego.
Todos estos creadores que aquí son convocados –de los iconos de Al-Fayum a Beckett, de Pessoa a Medardo Rosso, de Mallarmé y Victor Hugo a Bresdin, Artaud o Meryon, de María Zambrano a Borromini, Quignard o Atget– han conocido esa noche. La “envoltura de la letal búsqueda tras la máscara”, la noche que “desintegra las horas en la hipótesis del sentido”. Porque las alucinaciones que en este libro prodigioso –libro de revelaciones– aparecen están como retenidas en un medio más denso que el de la mera luz del día o de la claridad razonable. Son, efectivamente, como la noche de la pintura de Lucas van der Leyden, corporalidad bañada en un aire de fuego y salvaje nocturnidad, ambiente de sensaciones y seres revueltos, absolutamente turbios y excitados: fulgurantes. Playas o paisajes de una luz perdida y despegada ya de cualquier memoria: despojos y gozos. Son como rostros que se han escapado de la conciencia de sí mismos. Ecos o presencias que aparecen o despiertan para convocar un fondo de potencias destructivas y pálidamente engendradoras. En su camino hacia la nada, algo se ha dado media vuelta y refulge, por un instante sombrío, a tientas, con la memoria lisiada de una circunstancia que se trató de realizar, y que ahora descansa enterrada en lo ensoñado. Miguel nos lo dice en palabras de Merleau-Ponty: algo que no es cosa, sino posibilidad, latencia y carne de las cosas.
Este viaje al fin de la noche se prolonga indefinidamente, siempre más allá de lo inmediato de su contorno o de su superficie. Hablamos, como en los increíbles dibujos de Seurat, no de línea, sino de vibración. Hablamos de una sensación que ha despertado a un recuerdo sonámbulo y, de algún modo, lesivo: un recuerdo afectado, mellado o socavado, que ha acabado por afectar, a su vez, a otras capas superpuestas de la memoria y, con ello, convoca a su alrededor otras imágenes, el circuito sin fin del transporte o la metáfora: el montaje de las figuras y escritos que alimenta una conciencia enfebrecida, alterada y cargada con tan extraños desfiles y residuos.
Se diría, en fin, que estos seres, como la mujer de Rembrandt, han bañado su cuerpo en el Leteo. Engullido también como ellos en lo inmemorial, Miguel Borrego ha escarbado infatigable en las letras y las telas, en los trazos y sueños que mayor poder y fatalidad pueden ejercer sobre alguien que, como diría Vila-Matas, gusta de pasear por la alameda del fin del mundo, un melancólico sendero situado junto al castillo de Montaigne.