Botonera

--------------------------------------------------------------

5.11.19

V. NOVEDAD: "LA ALAMEDA DEL FIN DEL MUNDO. MEMORIA Y EXTRAVÍOS", Miguel Borrego, Shangrila 2019




Novedad a la venta







Todos estos creadores que aquí son convocados –de los iconos de Al-Fayum a Beckett, de Pessoa a Medardo Rosso, de Mallarmé y Victor Hugo a Bresdin, Artaud o Meryon, de María Zambrano a Borromini, Quignard o Atget– han conocido esa noche. La “envoltura de la letal búsqueda tras la máscara”, la noche que “desintegra las horas en la hipótesis del sentido”. Porque las alucinaciones que en este libro prodigioso –libro de revelaciones– aparecen están como retenidas en un medio más denso que el de la mera luz del día o de la claridad razonable. Son, efectivamente, como la noche de la pintura de Lucas van der Leyden, corporalidad bañada en un aire de fuego y salvaje nocturnidad, ambiente de sensaciones y seres revueltos, absolutamente turbios y excitados: fulgurantes. Playas o paisajes de una luz perdida y despegada ya de cualquier memoria: despojos y gozos. Son como rostros que se han escapado de la conciencia de sí mismos. Ecos o presencias que aparecen o despiertan para convocar un fondo de potencias destructivas y pálidamente engendradoras. En su camino hacia la nada, algo se ha dado media vuelta y refulge, por un instante sombrío, a tientas, con la memoria lisiada de una circunstancia que se trató de realizar, y que ahora descansa enterrada en lo ensoñado. Miguel nos lo dice en palabras de Merleau-Ponty: algo que no es cosa, sino posibilidad, latencia y carne de las cosas.

Este viaje al fin de la noche se prolonga indefinidamente, siempre más allá de lo inmediato de su contorno o de su superficie. Hablamos, como en los increíbles dibujos de Seurat, no de línea, sino de vibración. Hablamos de una sensación que ha despertado a un recuerdo sonámbulo y, de algún modo, lesivo: un recuerdo afectado, mellado o socavado, que ha acabado por afectar, a su vez, a otras capas superpuestas de la memoria y, con ello, convoca a su alrededor otras imágenes, el circuito sin fin del transporte o la metáfora: el montaje de las figuras y escritos que alimenta una conciencia enfebrecida, alterada y cargada con tan extraños desfiles y residuos. 

Se diría, en fin, que estos seres, como la mujer de Rembrandt, han bañado su cuerpo en el Leteo. Engullido también como ellos en lo inmemorial, Miguel Borrego ha escarbado infatigable en las letras y las telas, en los trazos y sueños que mayor poder y fatalidad pueden ejercer sobre alguien que, como diría Vila-Matas, gusta de pasear por la alameda del fin del mundo, un melancólico sendero situado junto al castillo de Montaigne.



Fragmento del prólogo
de Alberto Ruiz de Samaniego