A modo de carta dirigida al autor del libro, Roberto Amaba ha escrito este hermoso texto sobre
La alameda del fin del mundo, de Miguel Borrego
(Sangrila 2019) en su blog De rerum natura.
La alameda del fin del mundo, de Miguel Borrego
(Sangrila 2019) en su blog De rerum natura.
UNA TARDE EN LA ALAMEDA DEL FIN DEL MUNDO
Querido Miguel:
He pasado una tarde en la
alameda del fin del mundo; solo una. Podría decirte que la he recorrido entera y,
sin faltar a la verdad, estaría mintiendo. La lectura, no digo la reflexión,
sigue haciéndose mientras escribo. Vienen nuevas tardes y arraiga la idea de
que el libro es exactamente eso, la lectura perpetua establecida por el
compromiso entre letra y veladura, entre presencia y ausencia, entre pérdida y
recuperación, entre dolor y canto. Lo que se quitan y lo que se dan las unas a
las otras. Con generosidad, sin deudas aplazadas, sin favores interesados. El
polvo acumulado bajo el caballete, la humilde viruta que, entre arabescos, consiente
y la piedra que, recién desbastada, termina formando su propia obra en el suelo
de la memoria. El reciclaje estético que precisa del cognitivo, ese que debe
enfrentarse a la imposibilidad de materializar los ideales generados por el
cerebro. Durante mi visita he descubierto que la alameda no se transita a la
manera de un jardín formal y que esta no-carencia reafirma su estructura. El
paseo lo he cumplido entre craqueladuras y desconchones, entre poros volcánicos
y desfiladeros donde el conjunto adquiere la consistencia y el movimiento de un
sistema tectónico. Tranquilo pero arrollador, tímido como el inicio de un
terremoto. La paradoja de una fuerza bruta privada de estridencia que,
simplemente, ha de ser. El paseo, esa actividad contemplativa y lúdica asociada
al placer moderado y adulto, termina en fiebre y agitación, en deriva, colisión
y afloramiento. En viaje melesiano a
través de lo posible.
Sentí el frescor del aire con el
pasar de las hojas y fui consciente de que esta no era su función. La
respiración entre páginas resultó ser un parpadeo, un instante de blancor, una
mecánica que incorporaba un fin: impulsar un cortejo de imágenes
supervivientes. Densas y viejas como cratones, efectivamente venidas de lejos,
de historias primigenias, de nuestra propia evolución. Arcaísmos que asoman
entre pinceladas y cristales, entre limaduras y sales de plata, entre pliegues
de bulevar y tajos de eras geológicas. Imágenes que saben, que se dan a ver
y que, como dijeron Octavio Paz y Serge Daney, establecen una relación con el
espectador donde mirar es ser mirado. Imágenes que surgen sin deudas de estilo,
que son necesidades a expresar, imperativos biológicos, voluntades de signos
heredados, mutaciones del azar. La alameda también está atravesada por una
constante diría que de eternidad pompeyana, de cuerpo cicatrizado, de especie y
de espacio a medio (des)vestir, de lo que aguarda a ser nombrado, de trabajo
pendiente, de la vida engañando a la muerte.
Sillares de cera y gotas de
mármol, ojos almendrados y cuencas vacías colmadas de visión, heridas abiertas
que suplican por nuestros dedos, robles que, pretendiendo la luz, fingen ser
figuras de Lichtenberg, tierras raras que habrán de integrase en circuitos
millones de veces más complejos que los de un procesador de 128 núcleos.
Deformidad figurada, desafío de una plasticidad que emparenta a piedra y neurona.
“Carne de las cosas”, materia cuidadosamente truncada, armonías del desastre y
amores convalecientes que parecen clamar por la plenitud de las ruinas. Anatomías
tullidas pero dionisíacas, hijas legítimas de la Ménade de Escopas, sábanas
pétreas del fantasma de Leopardi. Grisallas, acrílicos, calotipos, aguadas de
tinta y grafitos que, fuera de su tiempo, nos advierten de la locura de la luz.
Códigos que nos guían al inframundo fotográfico, aquel donde anidan las
esperas, las renuncias y la angustia de la bilis negra. La superficie abisal de
un plano que acoge el universo calcinado. Recuerdo y pentimento de los dioses y
de los cráneos que, cansados de los hombres, se marcharon. Y sin embargo, una
latencia cromática, una cura, un pulso helicoidal, un origen y una promesa de
creación. Una puesta y un nacimiento de sol, un destino de imagen y de abismo al
otro lado de la alameda del fin del mundo.
Coloqué el volumen en una repisa
sabiendo que no respetaría el descanso al que aspiran todos los libros muertos.
El movimiento del brazo, por alguna razón arcana, me hizo pensar en una revista
de decoración, en concreto, en una de sus ineludibles mesas de centro. Sobre
ellas siempre aparecen libros de gran formato relacionados con el arte. La composición
suele presentar una aspecto irreprochable, su geometría y sus colores lucen en
sintonía, y sin embargo, transmiten una sensación de fraude, de gallina huera.
Son muebles, no libros. Ese tipo de imagen afecta a mi organismo como el olor a
vómito. Náusea estética que intento paliar como solo los pobres podemos hacerlo:
riendo y bailando sobre la necesidad. Ojalá un tiempo y un lugar donde los
libros de mesa se convirtieran en alamedas. En prósperas continuidades de esa
fronda compuesta por atlas, por museos imaginarios y por todos aquellos inventarios
donde poder ramonear.
En su interior dejé testimonio
de mi vagar. Tracé la ruta con un grafito menos virtuoso y menos afilado que el
tuyo. Era necesario hacerlo porque, a pesar de la enunciación individual que implica
todo ejercicio de memoria, es una cartografía abierta, colaborativa. Una
invitación al desconocerse
conscientemente de Pessoa. Tiré flechas para saber perderme, insinué identidades
de obras y de personas a las que consideré oportuno invocar. Sin hilo de
Ariadna pero repleto de hipervínculos mentales, doblé puntas y dejé caer puntos
siguiendo las lecciones de Garbancito. Dibujé cronologías que alcanzaban decenas
de miles de años y, por último, levanté numerosas uves asimétricas –emocionadas
como hojas de agapanto–, de esas que ahora hemos decidido denominar, con
nuestra cursilería tecnológica habitual, como checks.
Atentamente, Roberto.
Salamanca, otoño de 2019.
PS.: En mi
tierra no se estila el término alameda, es más común el de chopera.
Somos gente recia, poco dada a la poesía. Lo lamento y hasta lo envidio,
porque esa insinuación fonética, ese aleteo primitivo y alveolar es,
además de apropiado, emocionante. En cualquier caso, todo queda en
anécdota si acordamos que la chopera esté formada por una especie
concreta, la única capaz de provocar este temblor de la mirada, del tiempo y de la imagen: el Populus tremula.
Imagen: fotografía particular.
Imagen: fotografía particular.