La mirada de la mujer artificial
Las muñecas en Rilke, Pritzel y Zürn
Las muñecas en Rilke, Pritzel y Zürn
En París, frente a una de las salidas de los Jardines de Luxemburgo, existe un extraño e inquietante negocio: La Maison de la Poupée. Se trata de un establecimiento amplio, de fachada azul celeste, cuya entrada acristalada está custodiada por dos muñecas de papel que dirigen sus cuerpos inclinados y concéntricos hacia la puerta, invitando al incauto visitante a sumergirse en una atmósfera irreal y decadente. Muñecas antiguas de todos los tamaños, adornadas con tocados y suntuosos vestidos, caballitos, animales de compañía y grandes retales de tela ocre cubren el escaparate de esta singular tienda capaz de despertar las más agradables ensoñaciones de la infancia, y también, por supuesto, más de un escalofrío de pesadilla. Yo, lo confieso, tal vez por timidez, no me atreví a entrar; me quedé en el exterior contemplando aquel escenario a modo de paradójico y calculado cambalache, cuyos espacios vacíos insinuaban el hueco por donde pueden colarse el terror y el deslumbramiento. Me detuve, en especial, en los ojos de chinche de una estirada muñeca de pelo largo y castaño: dos ojos muy negros, como dos hendiduras sobre el rostro pálido, exiguo, sobre una nariz en forma de pellizco y una boca sin expresión. La muñeca estaba de pie y no tenía piernas: su pelvis debía de estar hincada en un palo de madera que descansaba sobre una plataforma circular. Junto a ella había un cofre y algo parecido a una vieja chimenea. ¿Qué significaba aquella mirada hundida en sí misma, incapaz de devolver a quien la observa un mínimo destello de emoción, sorpresa o ternura? ¿De qué pretendía ser mímesis ese medio cuerpo huraño, virginal pero violentamente clavado en la madera? El talle recto, la verticalidad rígida del cuerpo, me asustaban. Como un espejo desfondado que no nos mira, pero en el que hemos de superponer una imagen siempre insatisfactoria y menguada: así, las muñecas de la infancia, al ser revisitadas en la posteridad, producen casi una suerte de vértigo filosófico en quien las mira.
Cuando era niña jugué algunas veces con muñecas. No eran, he de decirlo, mis juegos preferidos: lo pasaba mejor inventando refugios y viajes en tren con animales, que eran una compañía bastante más grata. En las muñecas veía siempre dibujadas las facciones enrarecidas del deber ser, una suerte de programática para la vida adulta: maternidad, sexo, cuidados y, lo que era mucho peor, estatismo. Por ello, mis juegos con muñecas solían ser viscerales: les teñía el pelo con pinturas de colores, les pintaba las cejas, destrozaba algunas de las partes de su cuerpo articulado. No recuerdo haberlas mecido despacio ni hablarles con la voz suave y acaramelada que empleamos, como idiotas, para dirigirnos a los niños muy pequeños. Para mí no eran el emblema de lo infantil sino de algo bastante más oscuro, que tropezaba siniestramente con el deseo desde una inacción impávida. Las muñecas con aspecto adulto, idealmente formadas y sexuadas con sus pechos redondos aunque sin vagina, como Barbie, eran la hipóstasis más radical de todo lo que por aquel entonces parecía incomodarme. Con ellas compartí alguna vez con una amiga escenas de abierto masoquismo. Sus ojos azules, con las pestañas peinadas y aquella sonrisa que dejaba intuir una dentadura amalgamada y alcalina, provocaban en nosotras una mezcla de asombro, indefensión, pavor y rabia contenida que no podíamos disimular en el juego, e iba in crescendo a medida que la historia que habíamos inventado llegaba a su clímax. Es lo que se suele llamar la imaginación perversa de los niños: la recreábamos en aquella figurita delgada, rutilante, desnuda bajo sus ropas sintéticas, parodiando todo aquello que podía emanar de semejante representación de una mujer adulta [...]
Cuando era niña jugué algunas veces con muñecas. No eran, he de decirlo, mis juegos preferidos: lo pasaba mejor inventando refugios y viajes en tren con animales, que eran una compañía bastante más grata. En las muñecas veía siempre dibujadas las facciones enrarecidas del deber ser, una suerte de programática para la vida adulta: maternidad, sexo, cuidados y, lo que era mucho peor, estatismo. Por ello, mis juegos con muñecas solían ser viscerales: les teñía el pelo con pinturas de colores, les pintaba las cejas, destrozaba algunas de las partes de su cuerpo articulado. No recuerdo haberlas mecido despacio ni hablarles con la voz suave y acaramelada que empleamos, como idiotas, para dirigirnos a los niños muy pequeños. Para mí no eran el emblema de lo infantil sino de algo bastante más oscuro, que tropezaba siniestramente con el deseo desde una inacción impávida. Las muñecas con aspecto adulto, idealmente formadas y sexuadas con sus pechos redondos aunque sin vagina, como Barbie, eran la hipóstasis más radical de todo lo que por aquel entonces parecía incomodarme. Con ellas compartí alguna vez con una amiga escenas de abierto masoquismo. Sus ojos azules, con las pestañas peinadas y aquella sonrisa que dejaba intuir una dentadura amalgamada y alcalina, provocaban en nosotras una mezcla de asombro, indefensión, pavor y rabia contenida que no podíamos disimular en el juego, e iba in crescendo a medida que la historia que habíamos inventado llegaba a su clímax. Es lo que se suele llamar la imaginación perversa de los niños: la recreábamos en aquella figurita delgada, rutilante, desnuda bajo sus ropas sintéticas, parodiando todo aquello que podía emanar de semejante representación de una mujer adulta [...]