A modo de introducción
QUÉ PUEDE UNA MUÑECA
Mariel Manrique
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la US Radium Corp. decidió que era hora de jugar con sus muñecas. Puso a sus operarias a chupar pinceles, para afinar el brochazo de pintura en su fábrica de relojes luminiscentes. La pintura contenía material radioactivo. Pero los soldados necesitaban orientarse en la oscuridad de las trincheras y la venta masiva al ejército americano de esos objetos literalmente brillantes multiplicaba los dólares en los bolsillos de los accionistas de la empresa. Las migajas que ganaban las chicas eran una pequeña fortuna para ellas. Y se les había dicho que la pintura era inocua. Ellas, como las muñecas, eran bellas e inocentes. Hacían refulgir manecillas y números en los relojes que auxiliarían a los soldados. En esa fábrica de New Jersey que, como tantas otras, era una trampa mortal. Con una muñeca se puede hacer cualquier cosa. Ponerla a chupar pinceles con veneno, por ejemplo, asegurarle que no pasa nada y verla jugar el juego de la muerte mientras suben, a velocidad de vértigo, las ganancias en los asientos contables. Para las chicas, no había vértigo en el juego de chupar pinceles para pintar esferas de relojes. Tenían entre quince y veinte años y estaban contentas, tan contentas de ganar más que sus padres que hasta se pintaban, con los mismos pinceles, los dientes y las uñas. Bromeaban entre ellas. Se reían y se preparaban para sorprender a sus novios por la noche con los efectos de la pintura mágica. No se cambiaban la ropa que llevaban puesta a su trabajo, para brillar después en el salón de baile.
El nombre comercial de la pintura era Undark y se preparaba con una fórmula heredada del matrimonio Curie. En 1903, la científica Marie Curie había ganado el Premio Nobel de Física por sus estudios en el campo de la radioactividad, y en 1911 ganó el Premio Nobel de Química por su descubrimiento del polonio y el radio. En la época en la que las chicas, que no eran famosas ni científicas, chupaban sus pinceles de trabajo, el radio era la droga milagrosa de la industria médica y la niña mimada de la industria cosmética, que promocionaba a los cuatro vientos su glamour. El radio, ese “metal conyugal” investigado por los Curie, ese sol líquido, estaba de moda. Y además, en pie de guerra. Guerra y moda. Hay momentos en los que una muñeca, el cuerpo de una muñeca, no conjuga el verbo “poder”. Una muñeca es un objeto inerme y no puede nada.
El radio en el que se embebían los pinceles llegaba hasta los huesos. Una muñeca se puede transformar. No solo porque le brillen las uñas y los dientes, pintados con veneno a fuerza de engaño. También porque tiene un interior, que solo Dios sabe qué guarda. El interior de las chicas tenía órganos. Y hasta los más pequeños gestos, como el de chupar un pincel para ganarse un salario y volver a chuparlo para divertirse, con entusiasmo y con ingenuidad, tienen sus efectos. Lentos y sórdidos. Mientras se reían, cientos y cientos de chicas operarias cavaban su tumba, que tenía la forma, y la pala y la tierra, de la US Radium Corp. El mal no perdona. Las muñecas incubaban anemias y tumores. Empezaron a perder los dientes y a ver, horrorizadas, cómo se les deformaban las mandíbulas. Las mismas mandíbulas abiertas en la risa ahora se inflamaban y se caían a pedazos a la más mínima presión. El radio corroía y desintegraba. La US Radium Corp. pagaba médicos que extendían certificados de buena salud y después imputaban a la sífilis esas muertes misteriosas, cuestión de evadir su responsabilidad y socavar de paso la reputación de sus trabajadoras (que eran jóvenes y vivían solas, todavía un pecado capital). También reemplazó un informe científico acerca de la extrema peligrosidad de las condiciones de trabajo por un informe falso, y no implementó en la fábrica ninguna medida de protección.
Las chicas se morían degradadas y sin estruendo, anémicas, con el paladar lleno de agujeros y las mandíbulas agigantadas, convertidas en monstruos. Muñecas de película de terror. En 1925, el informe auténtico finalmente salió a la luz. Se había examinado el polvo que flotaba en la fábrica. También el pelo, la cara y el cuello, los brazos y las manos, los uniformes y hasta la ropa interior de las operarias. Todo estaba cargado de radio, cargado de luz. Todo brillaba de muerte. El daño infligido a una muñeca puede ser terrible.
Una de las chicas, llamada Grace Fryer, empezó a buscar un abogado, pero tardó dos años hasta que lo encontró. Nadie se animaba a litigar contra US Radium Corp. Pero Grace era una muñeca brava, y otras cuatro la acompañaron en su denuncia. Las crónicas de la época detallan que, cuando finalmente declaró ante un tribunal, en 1927, todavía era hermosa, aunque había perdido toda su dentadura, apenas podía caminar y no logró, aun cuando se esforzara, levantar su brazo para prestar juramento de decir verdad. Pero la dijo. Y otras la siguieron. Y esa verdad corrió como un reguero de pólvora, fue un escándalo nacional que ocupó las portadas de los diarios y llegó a oídos de Marie Curie, quien dijo que ya nada podía hacerse para salvar a “las chicas del radio”. Para salvar, del radio, a las chicas. Esas muñecas entusiastas arrasadas por el veneno y la codicia, que cambiaron para siempre, en Estados Unidos, las leyes laborales. Hay que ver lo que puede una muñeca.
En 1934, Marie Curie murió en un hospital de Passy, extenuada, a causa de una anemia provocada, según se cree, por la exposición a la radiación de los tubos de ensayo que guardaba en los bolsillos de su guardapolvo. Las muñecas muertas de la US Radium Corp. todavía irradian luz. Luz literal como la de los relojes que pintaban, afinando con sus bocas las brochas de los pinceles. Sus cadáveres están cargados de potencia radioactiva. Se estima que sus huesos brillarán al menos durante mil años. Ellas fueron primero luciérnagas industriales y ahora son cadáveres-luciérnaga. Muñecas luminosas cubiertas de polvo. Polvo que flotaba en la fábrica y polvo de la tierra que las cubre. Polvo de sol negro, inestable y bellísimo.