Botonera

--------------------------------------------------------------

1.10.19

II. "EL LUGAR ERA EL DESIERTO. ACERCA DE PIER PAOLO PASOLINI", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila 2019




Novedad a la venta






La relación que traza Pasolini con el sol y el desierto –con la luz y el sol del desierto– no debe concebirse únicamente en un sentido físico, sino en la dimensión de un destino antropológico y de orden moral. Queda allí sugerida la ruta –peligrosa, impetuosa, incluso abrasadora– de la regeneración. Pero, para ello, hay que aprender a amar el desierto. Estar dispuestos a asumir la propia destrucción. Tal vez sea necesario estar solo, rodear por el desierto, para poder alcanzar el sentido más alto, o simplemente algún sentido. A menudo, el relato de Pasolini se sustenta en este contradictorio principio de partida: el desierto como lugar esencial –primero y último– de la historia, pese a su manifiesta incapacidad de sostener lo humano, de que lo humano se pueda sostener en él, abandonado como está al mortal influjo de una muy fuerte luz. Una luz que puede ser salvífica, o letal. Es decir: el desierto como lugar por antonomasia en el que se concentra un destino. El desierto, también, como foco en el que se convoca y condensará la vida más ardiente.

Por su parte, los apuntes fílmicos de Pasolini, que aquí estudiamos, se sitúan muy claramente, muy decisiva y riesgosamente, en una suerte también de temblorosa tierra de nadie. Un dominio previo al discurso fílmico que habría que buscar en el núcleo primitivo o instintivo de todo decir. De todo acto de lenguaje, incluso: ese momento en que se muestra la fractura entre mostrar y decir, entre indicación y significación, entre ver y hablar.

Hablamos de una operación de rescate que tiene algo de felicidad y de sacrilegio, incluso de duelo. Como lo tiene la luz del sol, de ese sol romano que Pasolini calificaba como “egipcio” o “azteca”. Sol que parece como de ritual funerario, a juicio del artista. Sol ardiente, luz abrasadora de Accattone, sol idéntico al que se derrama sobre la hierba de la Italia más popular o en el pan de oro de los pintores del Trecento. Pero ese acto encendido y en cierto modo destructivo también expresa, en su ardor liberador y pánico, “la pura angustia y la pura alegría”. La claridad enciende, en definitiva, la última verdad, una verdad que, como la del cine, es, pues, también, un papel que arde. Verdad o intensidad trágica de luciérnaga. Y, por eso, confirmamos la angustia y la felicidad de ese momento crucial en que el acontecimiento o el gesto alcanzan su expresión como de juicio final, su fiebre insuperable y su furor apocalíptico.