Botonera

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26.9.19

VIII. "Vislumbres", Georges Didi-Huberman, Shangrila 2019





"¿Dónde la he visto ya, entonces? ¿Cuándo fue? Esta es la pregunta que nos hacemos cada vez que una persona (incluso una cosa) inesperada suscita en nosotros una suerte de reconocimiento inmediato, como si esa persona (o esa cosa) estuviera allí, en nosotros, desde siempre, esperando, simplemente, aparecérsenos un día. Tenemos la sensación de reencontrar lo que nos estremece en esa aparición en el instante inaudito de descubrirlo. Como para todo, Platón también tenía una explicación para esto, y notable, ya que comprometía la totalidad del alma y del tiempo. Es lo que se denomina, en el Menón, la teoría de la reminiscencia, o anamnesis, según la cual todo conocimiento se revela fundamentalmente como un reconocimiento: “Como el alma es inmortal, y renace varias veces, ha visto a la vez las cosas de aquí y las del Hades [a saber, las cosas de la luz y de la sombra, de lo visible y de lo invisible, de la vida y de la muerte], es decir, todas las realidades, y no hay nada que ya no haya aprendido. De modo que no es sorprendente que el alma haya sido capaz, tanto a propósito de la virtud como de otras cosas, de rememorar cosas que precisamente, en un tiempo anterior, había conocido”. La tradición judía dice incluso que eso se ve en el centro de nuestra figura. Conocimos todas las cosas en el vientre de nuestra madre pero un ángel, se dice, posó su dedo en el centro de nuestros labios (en ese lugar que los anatomistas llaman el “arco de Cupido”) y ese dedo nos hizo olvidar todo. Pero también nos hará desear, investigar, reconocer, en todas las cosas, las cosas que una vez conocimos.
¿Dónde la he visto ya, entonces? Esta es la pregunta que Aby Warburg se planteó en primer lugar ante la joven criada que llevaba su cesta de frutas sobre la cabeza, en un rincón del fresco pintado por Domenico Ghirlandaio en Santa Maria Novella, la gran iglesia dominica de Florencia. Warburg señaló de inmediato el contenido anamnésico de esa figura al llamarla Ninfa. Esa mujer muy joven sobrevenía en la imagen de manera imprevista, y rompía con su extrañeza la economía de la representación que la rodeaba (la imaginería cristiana del nacimiento de San Juan Bautista), desde una especie de muy alta antigüedad, como si las dos temporalidades del de pronto y el desde hace mucho tiempo se superpusieran en el mismo acontecimiento o síntoma figurativo. 
En el manuscrito de 1900 titulado Ninfa Fiorentina, el intercambio epistolar de Aby Warburg con su amigo André Jolles dará lugar a una serie de extrañas preguntas: “Wo hab ich dich mehr gesehen?” - “¿Dónde te he visto más?”, frase que también podría entenderse así: “¿Dónde te he visto, entonces, en la dimensión superlativa y originaria de tu gracia?”. En resumen, ¿en qué temporalidad (o en qué nudo de temporalidades imbricadas, los tiempos del ya mezclados con los tiempos del súbitamente) despliegas tu aparición? Respuesta, a algunas líneas de distancia: “En el presente y siempre” (heut und immer). Y André Jolles, entonces, erotiza pertinentemente esa cuestión de tiempo al interpelar a su amigo, en francés en el original: “Cherchez la femme, mein lieber” [“Busque a la mujer, querido mío”]. Frase un tanto brutal escrita en el mismo momento en el que Sigmund Freud escribía, en la Traumdeutung, esas líneas un tanto radicales sobre la sensación de déjà vu en los sueños típicos: “Hay sueños de paisajes o de localidades que están acompañados de la certidumbre expresada en el sueño mismo: yo ya estuve allí. Pero ese déjà vu tiene en el sueño un sentido particular. Esa localidad es siempre el órgano genital de la madre, en el sentido de que no existe ningún otro lugar del que se pueda decir con tanta certidumbre que ya se ha estado allí”.
¿Dónde la he visto ya, entonces? Esta es la pregunta que se hacen los psicólogos a través de la noción de paramnesia. En 1901, Freud no dudaba en refutar a aquellos para quienes la sensación de déjà vu solo sería una especie de “ilusión de crónica”, tal como suele hablarse de una “ilusión de óptica”. “En mi opinión”, escribía Freud en su Psicopatología de la vida cotidiana, “es erróneo calificar como una ilusión la sensación que se experimenta de haber vivido ya una vez alguna cosa. Más bien debemos decir que en tales momentos realmente se toca alguna cosa que ya se ha vivido una vez, salvo que esa cosa no puede ser rememorada de manera consciente, porque jamás lo fue. La sensación de déjà vu corresponde, para decirlo brevemente, al recuerdo de un fantasma inconsciente”. Dos años más tarde aparecía Gradiva, la novela de Wilhelm Jensen, en la que el lector podía imaginar al arqueólogo ver aparecer a la antigua muchacha “de paso alerta y ligero”, ese ser “a la vez muerto y vivo” a quien el protagonista dirigirá este tipo de pregunta y de deseo: “Tengo la sensación de que una vez comimos juntos nuestro pan, hace dos mil años. ¿Lo recuerdas? [...] ¡Oh, si tan solo existieras, si tan solo estuvieras viva todavía!”.
En 1908, Bergson también denominó ilusión esa sensación de déjà vu (en su famoso artículo sobre “El recuerdo del presente y el falso reconocimiento” incluido en la recopilación La energía espiritual), sin entender realmente la dimensión erótica y estética de ese fenómeno indisociable tanto del deseo como de la memoria. “Te me apareciste de manera totalmente inesperada, y sin embargo tengo de la sensación de haberte esperado desde siempre”: esta podría ser la fórmula del amor mismo. Hace poco, Laurent Jenny concluía su obra La Vie esthétique [La vida estética] con consideraciones semejantes: “Me parece que la experiencia estética opera una duplicación de conciencia del orden de una memoria instantánea, al encerrar lo vivido en un ‘momento’ (en ese sentido, sería casi una tautología hablar de ‘momento estético’: lo estético es el ‘momento’ mismo) o en un recuerdo inmediato”.