"Aprovecho esta mañana algunas horas de libertad, así como el desfase horario que me ha puesto de pie al alba, para ir al Metropolitan Museum en cuanto abre. Volver a ver, volver a percibir algunas salas antes de que demasiada gente haga más difícil la eventualidad de una contemplación ensimismada. Hace mucho tiempo que no visito este museo extraordinario. No obstante, experimento una sensación de familiaridad. Hay aquí muchos objetos, muchas imágenes, que amo desde “siempre”. Vistos y vueltos a ver, entonces. Fotografiados a menudo. Ahora bien, la sensación de esta mañana es un tanto desagradable; no logro decidir ante qué detenerme. El tiempo urge, eso es lo que me resulta desagradable. Porque mirar quiere decir, justamente, tomarse un tiempo. Esta mañana no miro nada en particular. Me siento un momento –por la fatiga acumulada durante estos últimos días, el dolor de espalda, la incapacidad de vibrar, de abrirme realmente ante un cuadro, y sin embargo hay tantos y tan bellos– en una pequeña sala opulenta, tapizada de terciopelo rojo, de la colección Lehman. Tengo ante mí una chimenea renacentista y, a ambos lados, dos obras de El Greco.
Miro y me pregunto, una vez más, qué es mirar (miro entonces mucho menos de lo que pienso). Pienso en esa obsesión del lugar del espectador en la teoría moderna del arte, y me digo que es tan fácil, tan común, está tan mayoritariamente establecido ser el no-espectador de un cuadro. Los comitentes de El Greco, los galeristas, los curadores del museo e incluso el propio Robert Lehman deben haber pasado mucho tiempo sin mirar [regarder] estos cuadros que, sin embargo, estaban tan orgullosos de conservar [garder], de poseer. Yo mismo, en este momento, yo que compré una entrada para adquirir el derecho a esa mirada, apenas los miro. Miro, de hecho, al custodio de la sala, todavía vacía de turistas. Es un anciano muy distinguido, que tampoco mira los dos cuadros de El Greco, porque hace mucho tiempo, sin duda, que vive con ellos. De hecho, su función lo insta a dar la espalda a los cuadros que protege; advierto claramente que me mira, a mí, a mí que soy el único “espectador” en esta sala, a esta hora. Lo miro a su vez, nos saludamos con una ligera inclinación de cabeza. A fin de cuentas –digamos más modestamente: al final del día–, me acordaré más nítidamente de este anciano que de dos bellos cuadros. No supe, hoy, interrogar con la mirada esas dos imágenes. Pero al menos supe intercambiar una mirada con alguien".
"Trabajo en este momento en la relectura de algunos textos de Roland Barthes sobre la emoción que suscita el acto de mirar. Vuelve a mí este recuerdo, que no podría fechar con precisión pero que corresponde a la época en la que estudiaba en la École des Hautes Études –no era “su” estudiante, por cierto. Camino solo por un pasillo de los locales de la calle Tournon. Se abre una puerta y aparece él, con su cuerpo todavía recortado por el marco pero su rostro ya vuelto hacia mí. Me mira con insistencia, quiero decir, con una cierta intensidad, una gran ternura, hay en la situación, también, algo un poco denso, envolvente, denso porque esa mirada dura (o me parece durar) parece interrogarme (¿quién eres? ¿por qué no te conozco?). En esa situación yo soy, pues, el vislumbrado. Me esfumo, como un extraño, como una persona condenada a cargar probablemente con el duelo de esa mirada muda”.