SOBRE INCÓGNITA TIERRA (DE SEBALD),
DE PABLO PERERA VELAMAZÁN
Por Miguel Ángel Hernández Saavedra
“Ha habido un accidente en…” o “X ha sufrido un accidente” o “Z tuvo un accidente”. Haber, sufrir, tener. No es lo mismo, ciertamente. El accidente habido y el accidente sufrido no dan mucho que pensar. Al menos desde la perspectiva habitual: un accidente es, por definición, un imprevisto. No porque no se pueda prever su posibilidad. En realidad, lo único que se puede prever del accidente es su posibilidad. La posibilidad se tiene. La cautela es, entonces, la actitud adecuada. Esa posibilidad siempre permanece como tal: no es posible eliminar la posibilidad de tener un accidente. Eliminarla sería realizarla, por lo que dejaría de ser “un accidente”. Acabar con esa posibilidad implicaría convertirla en necesidad. Como si alguien dijera: “he decidido tener un accidente”, “voy a provocar un accidente”, “este accidente va a salir muy bien”. Renunciamos a esos usos del lenguaje. De inmediato nos damos cuenta de que, en esos casos, ya no se trata de un accidente, sino de una acción premeditada. La planificación de un crimen, por ejemplo, puede consistir en que su realización parezca accidental, lo mismo que un suicidio o un encuentro amoroso. La planificación refuta lo accidental del accidente. Un accidente es lo que de ninguna manera puede ser previsto, excepto en su posibilidad. Así y todo, los accidentes responden a una lógica que va más allá de la pura posibilidad o de la mera previsibilidad lógica. Es la lógica de un mundo atravesado por contingencias. Desde este punto de vista, los accidentes son necesarios (la vida es necesariamente contingente), aunque nunca se quiere (sufrir) un accidente. Esta es la razón por la que no llamamos “accidente” a la buena suerte. Deseamos tener suerte, pero no deseamos tener un accidente.
Incógnita tierra (De Sebald), el libro de Pablo Perera Velamazán (Valencia: Shangrila, 2018), es un accidente necesario y una buena suerte. Para entender qué es un accidente hay que vivirlo y, después, verlo. Esta suerte de contemplación, pues se ha sobrevivido, establece una diferencia irreductible respecto a cualquier concepción sustancialista de la vida. Contra cualquier lectura metafísica o providencialista. Un accidente es algo que no estaba escrito. Por tanto, algo sobre lo que se puede escribir.
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Seamos claros, tan claros como el autor: a Pablo se le murió su padre. No le hizo falta matarlo a la manera como los epígonos del freudismo necesitan hacerlo para resucitarlo incontables veces y clavarle una estaca simbólica en el corazón. De la misma manera que los expertos aseguran que no debe legislarse en caliente, los filósofos desaconsejan escribir sobre la muerte por el hecho de que a uno se le haya muerto el padre. Pablo Perera Velamazán toma nota de la advertencia, la reconduce en sentido contrario, pero no por eso escribe en caliente ni es su prosa, la prosa de un hombre de razón (de la “razón común”, pensando en Heráclito), pasto de la fogosidad y esclava de la contención. No es un libro sentimental, emocional. No es agónico. No es angustioso. Tampoco es frío. A punto de alcanzar ese grado neutro sobre el que teorizaba Roland Barthes, sube o baja la temperatura. ¿Es posible mayor sedición? Las autoridades filosóficas deberían estar muy preocupadas: alguien ha escrito un libro a raíz de la muerte de su padre, entre otras raíces, rizomas, y no lo ha escrito en frío ni tampoco en caliente. Por si fuera poco, una editorial importante lo ha publicado. Solo la muerte incluye autoedición.
Incógnita tierra (De Sebald), el libro de Pablo Perera Velamazán (Valencia: Shangrila, 2018), es un accidente necesario y una buena suerte. Para entender qué es un accidente hay que vivirlo y, después, verlo. Esta suerte de contemplación, pues se ha sobrevivido, establece una diferencia irreductible respecto a cualquier concepción sustancialista de la vida. Contra cualquier lectura metafísica o providencialista. Un accidente es algo que no estaba escrito. Por tanto, algo sobre lo que se puede escribir.
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Este libro es un tratado sedicioso (de “sedición epistemológica”, se dice en el capítulo 2). La sedición no consiste tanto en un levantamiento, cuanto en una mirada, la del autor, que desoye -tras escucharlas detenidamente- las advertencias de los filósofos clásicos. La referencia a un famoso pasaje del Libro IV de la República (“Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo bajo la parte externa del muro boreal, cuando percibió unos cadáveres que yacían junto al verdugo público…”) es un motivo conductor, de una conducción inversa al célebre lema platónico: aprender a morir. “Mirad, malditos, satisfaceos con tan bello espectáculo”, gritó Leoncio. A lo que se añade: “Este relato significa que a veces la cólera combate contra los deseos, mostrándose como dos cosas distintas (…) de modo que, como en una lucha entre dos facciones, la fogosidad se convierte en aliado de la razón de ese hombre” (República IV, 439e-440b). Pablo Perera Velamazán mira. ¿Se satisface? Su libro es una mirada a aquello que, dice Platón, no debe ser visto, contra lo que responde la cólera, la fogosidad del hombre racional, cuyo objetivo filosófico es aprender a morir, contener los deseos y así purificarse. (Dejamos a un lado la otra cuestión, que no concierne al asunto del libro: cuánto platonismo será impugnado por la propia obra de Platón).
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La muerte nos sume en el (des)concierto. Sería un grave error considerar que este libro es algo así como una colección de muertes, empezando por la de Sebald. También lo sería considerar que estamos ante un escrito autobiográfico, sin más, cuya suerte depende de la forma como el autor nos hace partícipes de unas emociones universales, por así decirlo, o de unas reflexiones en las que puntualmente nos reconoceremos. No. Sebald, la perra Saskia, la dulce pérdida de conciencia en el cuarto de baño, el pequeñín, la esposa, los conejos de las rotondas… Tampoco se trata de una Enciclopedia china a la manera de Borges. El error más grave consistiría, sin embargo, en suponer que el autor esconde algo, de modo que nos corresponde a nosotros, lectores, auscultar entre líneas y extraer un mensaje oculto. Como si detrás de los accidentes, en la recámara del libro, se escondiera un tesoro que solamente una inteligencia necesaria descubrirá, convirtiendo la escritura en un jeroglífico sin dioses, expuesta a sus propios arcanos sustanciales o sustantivos, de acuerdo con la lógica de la redención, una redención literaria, acorde con los tiempos, y, por tanto, según una cierta idea de la felicidad de la que nunca hemos dejado de estar pendientes. Este sería el mayor malentendido. Ahora bien: “Debemos abrirnos a otra forma de felicidad” (página 39). Consciente del error que supondría interpretar así su libro (otra pirueta imaginativa, camino de la salvación: otra interpretación), por mucho que ese error pudiera favorecerle (psicológicamente: comercialmente), el autor niega. Afirma: “No, no se escribe con la imaginación”.
Las novelas se escriben combinando recuerdos. Que se dejan caer sobre la mesa, como un antropólogo deja caer los restos de una civilización perdida, uno tras otro, sin ningún orden preciso, a la espera de que, sobre esa misma mesa, una tabla ahora, se recompongan en un orden descriptible (página 96).
Consciente además de “las artimañas de las reminiscencias” (página 90), se entrega a “los perros negros de la prosa”, feliz expresión que se repite a lo largo del libro, para “Ser a la vez visión y pasión (…) Como cuando se acaricia la propia ternura con prudencia para evitar que el deseo y su desastre lo pierdan todo” (página 97).
No trato de exponer aquello de lo que el autor es plenamente consciente, como si mi conciencia -o la del lector en general- debiera sobreponerse a la suya: principio supremacista (supremacismo interpretativo) que pone bajo sospecha la amabilidad del hermeneuta. En todo caso, se trataría de confesar aquello de lo que el lector será consciente -o más consciente- después de haber leído el libro. El autor no se entrega, como acabo de decir, ni por tanto lo hace para… Aun confesándolo, aun desmintiéndose, es muy difícil escribir sobre un libro, un libro como este, sin manejarse con alguna clave finalista: lo hace porque, lo hace para. Empero, ni para ni porque. El libro sigue su curso como esa mujer del tercer piso (página 94): “ajena a cualquier tratado acerca de la verdad”.
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Hay otro libro del autor sobre el que el tiempo no ha hecho aún la debida justicia. Me refiero a Fuga animal. Atlas zoopolítico (Madrid: Dykinson, 2012). Tratándose de tiempos, nos las vemos siempre con espacios. Con tránsitos:
No deja de ser evidente, en última instancia, que el tránsito de una idea de un campo discursivo a otro no pueda ser medido ni desde un trascendente fuera de campo ni desde el juego económico entre los diferentes campos. Si fuera así, el tránsito mismo de la idea que no muere resultaría inapreciable en cuanto tal. Solo un puro acto de brujería, que (…) no deja de ser nunca un fenómeno anómico dentro del campo del saber, puede hacer patente ese tránsito. Y por ello ya no bajo la forma misma del saber donde el sujeto del enunciado está liberado del peso del sujeto de la enunciación, sino bajo la forma de un relato donde el sujeto de la enunciación resulta comprometido y transformado por el sujeto del enunciado. Solo, tal vez, esa transformación hace patente la inmortalidad de las ideas (op. cit., páginas 95-96).
Incógnita tierra (De Sebald), después de recorrida, es “un puro acto de brujería”. Si usted, lector, forma parte de la Santa Inquisición Académica, no tendrá más remedio que transformarse o condenarla: esa tierra, esta incógnita, como un accidente necesario que cambia la faz de las cosas. El tremendo capítulo 4 (“De la carne incomprensible”) coadyuvará a tomar la decisión: batiente inferior, batiente superior.
O la vida, que resbala.
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Hemos superado la mitad del libro, sin apenas tocarlo, y en este punto deberíamos callar. La incitación ya es un hecho: para ninguna otra cosa vale un comentario. Apuntaremos algo más… Tras la abrumadora descripción del sacrificio de un ternero, el autor recupera lo que nunca se perdió, que se ha mantenido latente hasta ese momento, el hilo conductor de un libro que es, a la vez, una madeja de libros, de acuerdo con el proyecto en que se inserta y del que es una parte (una parte que es un todo, leído como tal): Crónicas de supervivencia. En la segunda mitad del capítulo mentado, retornan Sebald y el accidente que abre el libro (esa escena doméstica intrascendente), comparecen Rembrandt y el doctor Tulp, el “buey carneado”, y los recién operados, de la mano de Deleuze. La mirada del convaleciente. ¿Cuánto dura una mirada?
Desdichadamente, dura lo que dura la entrega inicial de los recién operados a su cuerpo maltrecho. Como cuando Sebald se abandona a las voces cantadas de sus enfermeras. Se olvida en la necesidad urgente de recuperarnos en el hábito de uno mismo. Si no fuera así, si los operados, los anestesiados, los accidentados, los abandonados por su conciencia, no olvidaran, serían personas maravillosas. El mundo estaría lleno de gente buena, tendríamos la sensación de que todos, o casi todos, han comprendido algo. Pero no se puede ser maravilloso todo el tiempo, sí buena persona (página 124).
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¿Qué es eso que ha devenido incomprensible? Lo incomprensible es una modalidad -decirlo así es una traición por respeto al orden- de lo inteligente, de lo inteligible. De nuevo, de la mano de Deleuze:
Es su carne, en ellos, su cuerpo ha devenido inteligente, su cuerpo conserva como un resto propio de lo que ellos tan rápido olvidan. Habría, hay, una generosidad que emana de ellos, una bondad sin matices (…). En la medida que la muerte se vuelve visible, el enemigo deviene el amigo, ella misma, la muerte, deviene al mismo tiempo algo distinto a la muerte (ibid.).
Y así las ideas, que no son platónicas, las descripciones, que no responden a ningún prurito realista, las interferencias, que no corresponden a ningún canon postmoderno, y, en fin, algo así como la tesis (sin tesis) del libro se encuentran, se reencuentran en forma de tránsito, según se dice en Fuga animal, de acto de brujería o de transformación, sin que nada tire de nada, ni por abajo ni desde arriba, sin ningún trascendente, o dejándose tirar, acaso, por “los perros negros de la prosa”:
Y en todas estas crónicas que se suceden en los libros de Sebald lo que se pone en evidencia es que cada uno de nosotros, como ellos, morirá de una manera propia. Cada uno muere a su manera, y esto es lo único que la muerte nos da a conocer de sí. Algo tan poco general, aunque en este mismo instante mueran cientos de personas, algo tan prolífico pero silencioso, que se deshace cualquier compromiso intelectual o moral que se pretenda extraer de nuestra finitud. Más bien al contrario, cualquier generalidad, cualquier ensayo acerca del buen morir, o del mal morir, solo pretende, en última instancia, neutralizar la singular especificidad de la propia muerte de cada uno, el hecho mismo del morir. Siempre nos sentimos mejor acompañados de una teoría. O de la proposición irrenunciable de la gloria (página 126).
Un párrafo glorioso que renuncia a la gloria, una teoría que reprueba -o mejor: simplemente comprende- el efecto apotropaico de la teoría. Entonces, ¿este es un libro ateórico? En absoluto. No porque lo diga él -el libro, el autor-, sino porque, comprendido desde sus tránsitos, en lo más íntimo del afuera discursivo, este libro es, como su propia tesis-no-tesis (su tesis atética), lo que queda tras el abandono de la conciencia, tras el abandono de la teoría. De una cierta idea de la conciencia, de una cierta idea de la teoría. Este libro es, lo diré así, el manual de la teoría convaleciente, que comparece y convalece a la vez, como un recién operado. No solo es eso, es eso también.
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A partir del capítulo 5, con la aparición en escena de Nabokov, el libro transita hacia “una nueva forma de felicidad” que nadie tiene derecho a adelantar. La escena magistralmente recreada por el autor (la cuna en la que Nabokov adivina su ataúd) nos advierte además del devenir, o del haber devenido, de una cierta estructura epocal relativa a la vida y a la muerte. Estructura que no afecta solamente a una época (no es un dispositivo historiográfico que nos permita distinguir “edades” o “epistemes”), sino que determina nuestra propia relación, y nuestra relación más impropia, por ende, con dos sucesos ya casi indisponibles: el nacimiento y la muerte. Hacia el final del libro -pero este es un texto sin final, del que no se sabe dónde nace y dónde habrá de parar (o se sabe, pero no se explica certificadamente: es la vida)-, el autor condensa esta idea según su delicada costumbre, incluyendo párrafos convencionalmente explicativos entre las fenomenales descripciones que componen su escritura.
Mientras que la población del mundo se multiplica incesantemente, el número de muertos disminuye, dándose lugar a una batalla inesperadamente desigual, como nunca ha sido. Su importancia disminuye visiblemente. No se puede hablar ya de recuerdo eterno y venerable de nuestros ancestros (…) ¿Quién encuentra una tumba nueva donde enterrarse en ciudades pobladas por decenas de millones de personas, como muchas hay en el mundo? ¿Y quién se acuerda de ellos, quién se acuerda en absoluto? El recuerdo solo tiene cabida en las culturas donde la preservación y la conservación rigen su relación con los objetos. En las sociedades urbanas de finales del siglo XX, donde la relación con los objetos se consume bajo un principio de obsolescencia, el recuerdo, como arte de la memoria, ya no tiene ni cabida ni sentido. El pasado se disipa en una masa informe, indistinta y muda. De ahí la obsesión, durante este siglo que nos antecede, por el recuerdo y la memoria, como objetos de investigación filosófica y trabajo artístico. Porque empiezan a dejar de ser posibles en cuanto tales (páginas 193-194).
Llegar al final de esta Incógnita tierra es tocar el final de una vida que coincide con su principio (no en el orden del tiempo), con su inminencia (no en el orden de la esencia), con una toma desinteresada de conciencia. De una conciencia que ya no es el santo y seña de sí misma (esa “cólera” instrumental del “hombre racional”, según la directriz platónica), sin por ello -aunque siempre cabe la tentación- apelmazarse en esa gelatina de la que hablaba Theodor Adorno al referirse al inconsciente. Una suerte de resurrección (“mortal de necesidad”) que descarta los registros del espíritu. No la muerte: “No se trata de vencer el miedo a la muerte”. ¿La muerte NO? A continuación, tras la sangría con que el autor evita los puntos y aparte (nada que ver con una arbitrariedad tipográfica): “De la muerte, nadie sabe” (página 216). No es la muerte. Es LO MUERTO. ¿Y esto qué significa? ¿Alguna vez dejaremos de preguntarnos: “¿esto qué significa?”?
No voy a decir (significar) nada sobre el “Epílogo (Un beso frío)” con que culmina este libro o este capítulo, este fractal, dentro de la que será la obra magna del autor, tal vez: Crónicas de supervivencia. Y no lo haré por dos razones. En primer lugar, porque es un epílogo demasiado bueno -como “el Bien imposible”- para hablar a la ligera de él o sumar a esa última razón una palabra que siempre estará de más. Un texto que merece, que exige ya, estar a la altura de cualquier otro escrito memorable. En segundo lugar, porque alguna muerte que recorre el libro me resulta familiar. Y eso merece el respeto del silencio. Esa muerte, esas muertes, ya no pueden ser escritas de otra manera.
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INCISO. Quintín Racionero Carmona (Madrid: 1948-2012) fue un filósofo vital, del buen vivir y del vivir aprendiendo, un erudito y un conversador genial. A él le dedica Pablo Perera Velamazán bellas páginas, sin nombrarle, en la segunda mitad de su libro. Yo, que me siento concernido, le agradezco la ocasión de poder situar en su contexto, que también es el mío, ciertos afectos, conceptos y situaciones. Como se indica en la semblanza biográfica de la solapa, Pablo fundó el seminario de investigación PÓLEMOS junto a Quintín, por entonces catedrático de la UNED. Otros nos sumamos a la coordinación del seminario, aún jóvenes amigos, casi todos profesores de enseñanza secundaria. Nos movía un solo afán, cuando menos al principio: pensar. Hacerlo en voz alta. Quintín llegó a considerarnos sus “iguales” para después honrarnos con ser sus “rivales”. Al parecer, no los encontraba entre sus pares. Nada extraño para quienes hemos conocido por dentro la universidad. Recuerdo aquel cementerio que era y seguirá siendo la Facultad de Humanidades de la UNED. Pablo describe como solo él puede hacerlo el despacho de Quintín, la ventana que daba a la sierra. Dicen que los “cátedros”, habitantes del pasillo al que ponía fin el despacho de nuestro mentor, se quejaban de que el ruido alterase el silencio de la Facultad. El ruido lo producía nuestra pasión, como si de repente se levantara un pequeño París del siglo XIII en los arrabales intelectuales de Madrid: polémicas, disputas, inquisiciones. Era, para ellos, esa universidad “a distancia” una manera de silenciar cualquier querella intelectual. Por allí, por nuestro seminario pasaron, entre otros, Eugenio Trías, Agustín García Calvo o Gianni Vattimo. No es que se murieran inmediatamente después, excepto el italiano, pero casi. Recuerdo que una vez, en el comedor de la Facultad, ya disuelto el seminario, Quintín nos expuso los percentiles en los que clasificaba a sus homólogos: un 90% no sabe escribir, dijo, y no perdona al 10% que sabe. ¡Algunos éramos tomados por escritores! Alguno que no sabía escribir -o sea: no demasiado bien- se consideraba, sin embargo, muy filósofo. Es más: hacía de esa ineptitud su coartada. Nosotros, o algunos de nosotros, escribíamos. Escribimos. Algunos seguimos batallando sin cuartel contra los marcadores discursivos, esa enfermedad del filósofo. Varios libros salieron de allí. Después de tres o cuatro años en la semiclandestinidad, PÓLEMOS murió por causas naturales, esto es, de forma violenta. El curso dedicado a Jacques Derrida, que contaba con la presencia apalabrada del filósofo (quien no pudo asistir finalmente por razones de causa mayor, y es que ¡también se murió!), celebrado en las antiguas Escuelas Pías de Madrid, en Lavapiés (frente al locutorio en el que, dicen, se cocinaron los atentados de Atocha), generó una afluencia de público verdaderamente inusual. Eso despertó a los dinosaurios dormidos, que siempre están ahí, dispuestos a cabalgar a lomos de una hormiga, como había sido hasta entonces, en términos institucionales, nuestro grupo de investigación. La cosa fue degenerando hasta convertirse en una cosa. En una cosa más, envuelta en el halo administrativo del aparato universitario, en un halo sin aura, diluida en los tejemanejes de los que no saben hacer otra cosa, con la cosa, que dorarse mutuamente la píldora o al revés: tirarse los mezquinos trastos de la vanidad, absolutamente infundada, a la cabeza. Por supuesto, algo tuvo que ver Quintín en ello: la vida es la vida, para bien y para mal. Aparecieron los candidatos, los mentecatos, los aquí-estoy-yo, los rebuznadores, los demediados de una pieza, los aprovechadísimos, los muy desaprovechados y los pelotas. O tal vez ni siquiera aparecieron, me lo invento, y POLEMÓS se murió sin hacer ruido, dando la nota contraria a lo que había sido su partitura, que tanto alteraba a los directores de orquesta sin orquesta ni público. Murió de éxito, que no es necesariamente la mejor forma de hacerlo. Poco después, fue Quintín quien se murió. Los pasillos de la Facultad de Humanidades recobraron su calma mortecina. Ya no se escuchaban voces insolentes, filosóficamente activas, ni rumores barrocos provenientes del despacho del filósofo vividor, muerto antes de tiempo. ¿Antes de qué? En el preciso momento en que se murió. Siempre antes de lo que uno querría. Nació, pensó y murió, dijo Heidegger de Aristóteles. En la biografía del filósofo de la calle Libertad, en el barrio de Chueca, habría que añadir: vivió. Algunos se lo reprocharon incluso de cuerpo presente, el día de su funeral. Eso no se hace, hombre: ¡vivir así! ¡Cuánta filosofía perdida! ¡Cuánto genio desaprovechado! ¿Y ahora qué hacemos?
Así nació y así murió PÓLEMOS.
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Quizá la cibernética (“la metafísica de nuestro tiempo”, decía Heidegger, otro de “los Filósofos” empeñados en saber morir) nos libre del nacimiento y de la muerte. Quién sabe. El libro de Pablo Perera Velamazán se destina a lo contrario: “desaprehender el morir, si es que puede decirse así” (página 207). No se me escapa que el recorrido internáutico (“si es que puede decirse así”) por la carretera en la que murió Sebald, hasta alcanzar su tumba, tiene mucho de gesto convaleciente en el sentido anteriormente apuntado. Parece que el autor ha salido de la mesa de operaciones. El nacimiento, la muerte: ¿pasaron a la historia? Acaso la teoría ha pasado. LA TEORÍA. Se desplaza con el cursor. El lector lo imagina desplazándose de noche. Se imagina al autor. Ha cerrado un libro y se ha conectado. El autor, el lector. GOOGLE sincroniza todos los espacios. No hay mayor delicadeza que hacérnoslo saber de este modo: olvida tu nacimiento, olvida tu muerte. Por supuesto, son inolvidables. Nadie se vio nacer, nadie percibe su muerte un segundo después.
¿O sí?
Este libro es, también, un tratado sobre el poder y la impotencia de las imágenes. Nosotros, lectores de Incógnita tierra, dormiremos alguna vez en Kotka, en Norfolk, en una rotonda. Acaso Pablo Perera Velamazán ha dado forma a uno de los últimos maridajes posibles, pero eso nunca se sabe (es como tener un accidente), entre imágenes y palabras, lo que, desde Platón, es un motivo explícito para escribir, para salvaguardar la escritura (y lo que ella guarda), y para no escribir, renunciando alguna vez a “los perros negros de la prosa”. Pero nunca a la perra Saskia, jamás al recuerdo cada vez más volátil (¡porque también hay que hacerse el vivo!) de aquella fuga animal en la que comparece singularmente, insospechado padre nuestro, algo así como un hombre.
O como una niña, en el beso frío de la noche.