Reseña publicada en Eu-topías, volumen 17, 2019
Por Alberto Ruiz de Samaniego
Shoah. El campo fuera de campo. Cine y pensamiento en Claude
Lanzmann (Ed. Shangrila, Valencia, 2018) es el primer
y —creemos— único estudio en profundidad que se
ha realizado del gran film de Claude Lanzmann en español. Compone, en principio, un análisis muy detallado de dos aspectos que la propia película convoca y,
en cierto modo, no deja de cuestionar. Por un lado, un
asunto que no ha cesado de ser polémico aun en estos
días: ¿cómo exponer un acontecimiento —el exterminio nazi de los judíos europeos— que desafía los poderes de la propia imagen, incluso la dimensión —ética,
política, pero también estética, formal— del audiovisual contemporáneo? Por otro, una cuestión de raíz,
si queremos, antropológica y, por tanto, inmemorial:
¿cómo se relaciona la imagen con lo real? ¿En qué consiste exactamente eso que llamamos representación? ¿Cuáles son sus efectos sobre el espectador? Se trata en este
segundo caso, de nuevo, de un tema para nada menor
donde se cruzan múltiples disciplinas: la política, otra
vez, pero también la ética y la estética, al menos desde
la preocupación aristotélica por la dimensión catártica
de la tragedia o la propia ontología de la imagen que los
diálogos platónicos hubieron de trazar. En este segundo aspecto, el libro de Alberto Sucasas es mucho más
que un estudio de la obra de Lanzmann, en la medida
en que propone, en una infatigable recapitulación de
todos los grandes temas que conciernen al estatuto de
la imagen (iconoclasia, presencia/ausencia, mortalidad,
retrato, máscara, paisaje, gesto y palabra, individualidad
y tipo, etc.) un verdadero tratado o compendio de estética sumamente rico y pormenorizado, muy detallado
también en el aparato bibliográfico y, por cierto, last but
not least, excepcionalmente escrito, con una escritura de
una sobriedad clásica admirable.
Lo que, entre muchas otras cosas, el film Shoah evidencia es que los fantasmas del universo concentracionario sobreviven, no dejan de inquietar(nos). Que la
esencia de lo que allí aconteció nunca se hará del todo
presente y, tal vez por ello, que la supervivencia, la pervivencia, no termina nunca. Al igual que el tormento,
que quizás es, a la vez, el alivio y la esperanza. El tormento, por ejemplo, de no alcanzar la esencia de lo que
allí sucedió es el acoso de los fantasmas que perseguían
a Claude Lanzmann, que ocupó prácticamente su vida
en este empeño. Fantasmas. Ni vivos, pues, ni muertos: sobrevivientes: revenants. También nosotros, con las
imágenes de Lanzmann, nos volvemos un poco como
fantasmas, asediados por fantasmas, con la serie de riesgos que todo proceso de identificación comporta, tal
como señala Alberto Sucasas. Sobre todo en un caso
como el que aquí se trata, donde nada sería peor que
alcanzar una suerte de reconciliación con el horror perpetrado. Pues es cierto que nunca se dejará someter «la irreductible escisión entre vivientes y exterminados». Nadie, desde luego puede testimoniar por el testigo.
Una de las cuestiones que Alberto Sucasas analiza con
maestría en su libro es que Shoah —el film— quiere ser,
precisamente, una encarnación. Sucede, entonces, como si
traer a la «vida» a un fantasma pudiese acabar con esa
su existencia retornante, con sus legados, con sus proyecciones persistentes, acosadoras, acusatorias. Porque
consistiría, en definitiva, en acabar con su secreto y éste,
el secreto, es el lugar de donde surge el movimiento de
diseminación de la herencia y la supervivencia del legado.
Con mucho detalle, con lucidez, Sucasas da cuenta de
los modos con que Lanzmann intenta eludir toda esta
espinosa cuestión, concentrada fundamentalmente en
tres peligros: el de la banalización del mayor crimen, el
de la proyección pseudo-identificadora y lo que, acaso,
constituya su reverso: la —diríamos que satánica— satisfacción sádica; pues, como sabemos, de todo ha habido.
El autor de Shoah —el libro de Shangrila— lo ha visto
muy bien: lo que define, en este sentido, la puesta en
escena de Lanzmann es, esencialmente, un rigor extremo: «En lo inflexible de sus decisiones se vuelve manifiesta la indisociabilidad entre la dimensión estética del
proyecto y su compromiso moral.» Es en esta juntura
—que ha preocupado a la estética de Occidente desde sus orígenes— por donde buena parte del ensayo
de Sucasas se despliega, analizando, por ejemplo, cómo
Shoah deviene también una empresa de desacralización.
De hecho, incluso podríamos encontrar paralelismos
entre esta actitud y la propia exigencia filosófica, profana, racional, discursiva. Exigencia donde a la palabra
se le pide aspirar a la transparencia, aun en medio de la
opacidad más terrible. Una experiencia que —ahora en
palabras de Lanzmann citadas por Sucasas— «restituye
la palabra y la instaura allí donde nunca había sido tomada, donde no había podido serlo, rechazando todos los
eufemismos, forzando los silencios en todos sus retiros
para confrontarse con la más central de las interrogaciones: saber cómo se mató, estar lo más cerca posible
del crimen, hacer que se diga todo, que se cuente todo,
sin detener la cámara en el instante del dolor y retirarse
de puntillas, como exigiría el buen tono».
Pero, también, conviene recordarlo, esa condición
espectral, entre la vida y la muerte, define, justamente,
como ha analizado también con pormenor Alberto Sucasas, lo que sea la imagen. La imagen casi en un sentido ontológico, en tanto que supervivencia: estructura
original que no se deja derivar del todo ni de la vida, ni
de la muerte; que se correspondería, más bien, con la
forma misma de la experiencia y del deseo irrenunciable. «La vie est survie», dejó dicho Jacques Derrida en la
última entrevista antes de su fallecimiento.
El secreto. Con esto es con lo que han de convivir
tantos de los supervivientes de la Shoah. Es lo que se
resiste al movimiento de reapropiación, ese deseo de
determinar al otro o lo otro, por ejemplo, y dejarlo sentado y establecido de una vez y para siempre, si tal cosa
fuera posible. Eso sería el fin de la fantasmal herencia,
el entierro y la lápida colocados como trofeo en el interior del «hermeneuta». Así pues, el legado sobrevive al
sustraerse en lo que no se puede manifestar, por mucho
que Lanzmann se obsesione por conseguirlo: esta sobrevida le da su porvenir al no cerrar el trazo. La herencia,
en suma, está siempre por venir. Nunca se cierra, como
no lo hizo jamás el trabajo de Lanzmann, siempre en
duelo —en ambos sentidos del término, como aflicción
y como contienda— con este asunto crucial de nuestro
tiempo. El propio Lanzmann se hizo consciente de ello,
tal como acredita el ensayo de Sucasas: «el acto de transmitir —escribió Lanzmann— es lo único que importa
y ninguna inteligibilidad, es decir, ningún saber verdadero preexiste a la transmisión. Es la transmisión lo que
constituye el propio saber.»
Alberto Sucasas ha visto muy bien cómo todo el
dispositivo de Shoah configura, en realidad, un esperar
—y un preparar— el acontecimiento de esta revelación.
Todo allí está dispuesto para abrirse a esa venida, abrir la
venida, levantar las barreras, romper las (auto)defensas,
para todo lo que venga. Esta sería la actitud de Lanzmann, como director, como analista, como gestor de la
imagen. Es hacer lo que hay que hacer, hacer lo imposible. Incluso a veces, como ha constatado Sucasas,
llegando a situaciones que lindan con la crueldad para
con los testigos, las víctimas que testimonian del horror. Porque, si hay algo que detener, es aquello que impidiendo la venida pueda obstruir el por venir, traer nada
más que la muerte, impedir la posibilidad de una llegada
otra, cerrar la apertura afirmativa para la llegada de (lo)
otro. Es decir: cerrar la experiencia misma, que, como
ha sugerido también Derrida, es siempre la experiencia
de(l) otro. No podemos olvidar, en este punto, que la
trayectoria investigadora de Alberto Sucasas, profesor
de estética en la Universidad de La Coruña, está marcada por el estudio del pensamiento judío contemporáneo, especialmente de un autor que impregna buena
parte de la reflexión de Jacques Derrida, el lituano Emmanuel Lévinas.
Así pues, el acontecimiento: es decir, lo que viene,
adviene, sobreviene. Está desde luego ligado con ese
«Ven» del que Derrida ha hablado tantas veces. Más que
ligado; ya que, en realidad, el evento, el acontecimiento
del «Ven», precede y abre la venida, el evento del acontecimiento. Por consiguiente: para que algo pase, para
que haya evento, historia, es preciso que un «Ven» se
dirija al otro, a lo incalculable, a lo improgramable, a lo
imprevisible, a la venida de ese otro. He aquí lo que trata
de realizar Shoah, lo que se opera en el film. Todo esto
está relacionado, por ejemplo, con el motivo del camino,
que recorre como una escena arquetípica la construcción fílmica de Lanzmann, según ha notado Sucasas.
Como el propio autor sugiere, su máxima expresión
está ligada al travelling frontal que interminablemente
avanza hacia un destino nunca alcanzado: «define también —señala Sucasas—, meta-cinematográficamente,
el sentido de una obra cuya elaboración consistió en un
elaborado abrirse camino».
Este abrirse camino ha de ser puesto en relación,
asimismo, con un principio radical de escucha, y de rememoración —y reverberación— de todas las voces
que Auschwitz guarda y convoca. Dice el escritor Paul
Celan, en un conocido poema: «no leas - ¡mira!/no mires - ¡vete!» Son palabras que —nos recuerda Sucasas—
habría que vincular con algunas declaraciones de Lanzmann en relación con los lugares del acontecimiento
concentracionario. Por ejemplo: «Me parece que supe
hace mucho que las voces son imágenes. Y que las imágenes son voces. Es imposible separar en Shoah lo que
pertenece a la imagen y lo que pertenece al sonido.»
Como sugiere Sucasas, ninguno de ambos medios, al
cabo, ni el visual ni el verbal, puede aspirar al monopolio del sentido, no solo porque «cada uno es incapaz de
realizar lo que el otro ejecuta» sino, también, porque es
únicamente en ese circuito entre mirada y voz, o entre
sonido e imagen, donde se hace posible la instauración
—siempre precaria y como en promesa o inminencia
permanente— de lo que entendemos, justamente, por
sentido. Sucasas recuerda unas muy hermosas declaraciones de Gilles Deleuze, pertenecientes a La imagen-tiempo, que podrían condensar perfectamente lo que el
film de Lanzmann pone en evidencia, con una persistencia casi metodológica: «Hay que mantener a la vez
que la palabra crea el acontecimiento, lo alza, y que el
acontecimiento silencioso está cubierto por la tierra. El
acontecimiento es siempre la resistencia, entre lo que el
acto de habla arranca y lo que la tierra sepulta. Es un
ciclo del cielo y de la tierra, de la luz exterior y del fuego
subterráneo, y más aún de lo sonoro y lo visual, que no
rehace jamás un todo, sino que constituye cada vez la
disyunción de las dos imágenes al mismo tiempo que
su nuevo tipo de relación, una relación de inconmensurabilidad muy precisa, no una ausencia de relación.»
En este punto problemático y exacto, en la escisión
y el cruce entre el discurso (de lo) visible y el de lo secreto o reprimido, es donde se suceden algunos de los
momentos más incisivos del escrito de Alberto Sucasas.
De hecho, el ensayo que Shangrila publica ha destacado
convenientemente cómo la palabra y la vista están en
Shoah siempre en movimiento. Vista, pues, pero, diríamos,
en vista, en vista siempre de un movimiento. Vista asociada a un movimiento. Como si se tratase de ir hacia
la llamada de esos ojos que han visto más de lo que hay
que ver. Ojos, diríamos otra vez con Celan, ciegos ahora
al mundo. Ojos que la palabra sumerge hasta la ceguera
y que miran en el conjunto de las fisuras del morir.
Así, casi al final del libro, el autor rescata convenientemente algunos versos del poeta de Amapola y memoria,
para ver ellos el sentido último de la estética lanzmanniana. Con Celan, Alberto Sucasas sugiere, en efecto, que el trabajo del negativo —de la ausencia, de la muerte— en la mirada puede, en definitiva, devolver la plenitud de la presencia, de la vida:
«Mira alrededor:
Mira cómo en torno todo deviene vivo –
¡Por la muerte! ¡Vivo!
Verdad dice quien sombra dice.»
En este imperativo se halla el gesto crucial, inextricablemente ético y estético, político y moral, antropológico e inmemorial que Shoa encierra, y que este ensayo
de Alberto Sucasas ha conseguido transmitir con verdadera certeza, y con todas las consecuencias que abarca,
que no son pocas. Al cabo, ya lo sabemos, es la transmisión lo que constituye el propio saber.
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