LA SOMBRA ILUMINADA: UN ACERCAMIENTO A LA CINEMATOGRAFÍA DE CARLOS SERRANO DE OSMA
José Luis Téllez
Cuando Dolores “La Parrala” se encuentre ante la autoridad en las desoladas dependencias policiales, se comportará frente al capitán de la Guardia Civil con orgullo encomiable, pero también con ambigüedad. Se le ha pedido su colaboración en la celada urdida contra un hombre cuya real identidad ignora y al que –en su hermética contrafigura de salteador– admira, sin embargo. Con su aceptación, Dolores se convierte en artífice de su propia desdicha, porque la realidad policiaca se desvelará, al cabo, como mentido simulacro: aquel bandolero que, lejos de atacarla, le ofrendara una rosa –la rosa roja, la rosa de la sangre– es, tan solo, la máscara ignorada de su amor imposible. Dolores precipita su soledad final por no reconocer la naturaleza de ficción que la propuesta del comisario entraña. Y, sin embargo, secuencias más atrás la habremos visto airada, rompiendo el cartelón de un ciego trujamán callejero, las pintadas aleluyas que publican el deshonor de un proscrito que ayer fuera su amante: la rebelión errónea de la mujer se dirige hacia el Signo, no hacia la Ley; hacia un signo que exhibe su función transitiva, su asumido papel de mercadería del sentido. El pecado de Dolores –cuya lógica condena habrá de ser el silencio, su prematura retirada en pleno éxito– es, al cabo, el de la ingenuidad estética, la inconsciencia que confía en la Ley sin saber percatarse de su función farsesca. Actitud imperdonable en una profesional de la Farándula.
La situación final de esta notable pieza configura así un complejo discurso sobre la frontera entre ficción e impostura: una suerte de ética del signo que obligase a mostrar sus forillos pintados, sus máscaras y afeites, la opacidad, en suma, de sus dispositivos, si no quiere trocarse en cómplice de un poder, el destinatario directo de cuya violencia será, al cabo, otro simulador, a quien es conculcado todo escenario que pueda investirlo y que habrá de mostrarse fugazmente en la pantalla tan solo ante una mirada ciega –la de nuestra heroína– reencuadrado por la ventanilla de la diligencia como en una pintura o un espejo. Aparición efímera y mutilada, facciones que, como un telón plegado, nos oculta un pañuelo. Rostro prohibido, mirada anónima cristalizada en un ofrecimiento arquetípico a quién, por su condición de actriz, es el objeto paradigmático de la mirada ajena y que en esta secuencia memorable se torna espectadora ante cuyos ojos se despliega el emblema por excelencia: la Rosa Roja, el propio título del film.
Si hay algo, entonces, que impone de inmediato su evidencia en el trabajo cinematográfico de Carlos Serrano de Osma es esa eclosión de la Forma tan notoriamente despegada de su mero soporte argumental. Son los suyos filmes atentos sobre todo, al aspecto estilístico, piezas en que la elaboración sobre el significante, la prioridad absoluta de la enunciación, se establece de manera total desde su propio inicio. El arranque de La rosa roja es la imagen de una puerta hendida horizontalmente en dos batientes de sentidos opuestos: dos marcos, cuya apertura sucesiva desde el interior nos mostrará un espacio ya sugerido por una música –la bulería– procedente de un fuera de campo que es, sin embargo, interno al propio cuadro. Espacio cuya elección dista de ser ingenua: el patio cuadrangular de una venta, en uno de cuyos lados, ortogonal respecto al plano de partida, se ha instalado la plataforma de un tablao en donde actúa una bailaora: espectáculo en el interior de un cuadro que sitúa desde el primer instante las coordenadas y el sentido pertinentes de nuestro mirar. Como el rostro del hombre cubierto por el pañuelo, el encuadre parece estar ahí solo para ocultar, para impedir la visión más allá de sus límites, designando, de paso, la irreal armazón de lo que presenciamos: el tema del reencuadre, y su dialéctica con el fuera de campo, motor de la puesta en escena, no ya en el film que comentamos, sino en toda la breve, pero densa, obra de Serrano de Osma.
Examinemos, por ejemplo, un plano de la escena entre José Manuel y Dolores en la posada gaditana habitada por esta última: sentados, casi de frente a la cámara, él sobre una mecedora, ella en el suelo, la cabeza sobre los varoniles muslos. Es una escena plácida, feliz en apariencia: besos, promesas amorosas, diseños de un futuro que se quiere posible. La posición de los personajes, fuertemente antinaturalista, traza una amplia diagonal en que el enlace de los cuerpos es, así mismo, unión virtual entre los vértices del encuadre. Es una posición que está retomada de la escena del perdón de Kundry, en Parsifal, y que procede a su vez de una dilatada iconografía previa sobre la escena de Jesús y María Magdalena. Pero en el film sobre el drama wagneriano este instante aparece marcado por un equilibrio que prefigura el desenlace en que asistiremos a la redención del pecado y del amor impuro. Ahí, el fondo sobre el que la diagonal de los actores se establece es la más elocuente metáfora sobre la estabilidad y lo imperecedero: una roca granítica enlazada con los cuerpos del primer término mediante un juego de planos intermedios que muestran diversos macizos florales entre los que discurre un arroyo cuya agua habrá de servir para el bautizo de la mujer. Primavera, renacer de la Naturaleza y de la Gracia, agua santificante: no hay un solo elemento de la puesta en escena que no haya de jugar dramáticamente o que no refuerce el sentido merced a su inserción metafórica. La duradera paz de Parsifal y Kundry es la contrafigura de la escena paralela de La rosa roja. Aquí, ese enunciado de paz y de sosiego es tan solo posible en el plano de la palabra: ingenuos proyectos de una vida en común que los últimos términos del encuadre se afanarán en discutir [...]
La situación final de esta notable pieza configura así un complejo discurso sobre la frontera entre ficción e impostura: una suerte de ética del signo que obligase a mostrar sus forillos pintados, sus máscaras y afeites, la opacidad, en suma, de sus dispositivos, si no quiere trocarse en cómplice de un poder, el destinatario directo de cuya violencia será, al cabo, otro simulador, a quien es conculcado todo escenario que pueda investirlo y que habrá de mostrarse fugazmente en la pantalla tan solo ante una mirada ciega –la de nuestra heroína– reencuadrado por la ventanilla de la diligencia como en una pintura o un espejo. Aparición efímera y mutilada, facciones que, como un telón plegado, nos oculta un pañuelo. Rostro prohibido, mirada anónima cristalizada en un ofrecimiento arquetípico a quién, por su condición de actriz, es el objeto paradigmático de la mirada ajena y que en esta secuencia memorable se torna espectadora ante cuyos ojos se despliega el emblema por excelencia: la Rosa Roja, el propio título del film.
Si hay algo, entonces, que impone de inmediato su evidencia en el trabajo cinematográfico de Carlos Serrano de Osma es esa eclosión de la Forma tan notoriamente despegada de su mero soporte argumental. Son los suyos filmes atentos sobre todo, al aspecto estilístico, piezas en que la elaboración sobre el significante, la prioridad absoluta de la enunciación, se establece de manera total desde su propio inicio. El arranque de La rosa roja es la imagen de una puerta hendida horizontalmente en dos batientes de sentidos opuestos: dos marcos, cuya apertura sucesiva desde el interior nos mostrará un espacio ya sugerido por una música –la bulería– procedente de un fuera de campo que es, sin embargo, interno al propio cuadro. Espacio cuya elección dista de ser ingenua: el patio cuadrangular de una venta, en uno de cuyos lados, ortogonal respecto al plano de partida, se ha instalado la plataforma de un tablao en donde actúa una bailaora: espectáculo en el interior de un cuadro que sitúa desde el primer instante las coordenadas y el sentido pertinentes de nuestro mirar. Como el rostro del hombre cubierto por el pañuelo, el encuadre parece estar ahí solo para ocultar, para impedir la visión más allá de sus límites, designando, de paso, la irreal armazón de lo que presenciamos: el tema del reencuadre, y su dialéctica con el fuera de campo, motor de la puesta en escena, no ya en el film que comentamos, sino en toda la breve, pero densa, obra de Serrano de Osma.
Examinemos, por ejemplo, un plano de la escena entre José Manuel y Dolores en la posada gaditana habitada por esta última: sentados, casi de frente a la cámara, él sobre una mecedora, ella en el suelo, la cabeza sobre los varoniles muslos. Es una escena plácida, feliz en apariencia: besos, promesas amorosas, diseños de un futuro que se quiere posible. La posición de los personajes, fuertemente antinaturalista, traza una amplia diagonal en que el enlace de los cuerpos es, así mismo, unión virtual entre los vértices del encuadre. Es una posición que está retomada de la escena del perdón de Kundry, en Parsifal, y que procede a su vez de una dilatada iconografía previa sobre la escena de Jesús y María Magdalena. Pero en el film sobre el drama wagneriano este instante aparece marcado por un equilibrio que prefigura el desenlace en que asistiremos a la redención del pecado y del amor impuro. Ahí, el fondo sobre el que la diagonal de los actores se establece es la más elocuente metáfora sobre la estabilidad y lo imperecedero: una roca granítica enlazada con los cuerpos del primer término mediante un juego de planos intermedios que muestran diversos macizos florales entre los que discurre un arroyo cuya agua habrá de servir para el bautizo de la mujer. Primavera, renacer de la Naturaleza y de la Gracia, agua santificante: no hay un solo elemento de la puesta en escena que no haya de jugar dramáticamente o que no refuerce el sentido merced a su inserción metafórica. La duradera paz de Parsifal y Kundry es la contrafigura de la escena paralela de La rosa roja. Aquí, ese enunciado de paz y de sosiego es tan solo posible en el plano de la palabra: ingenuos proyectos de una vida en común que los últimos términos del encuadre se afanarán en discutir [...]