Prólogo
UN MOMENTO EN EL TIEMPO
OLAF MÖLLER
Film Culture nº 22/3
Es extraño y, sin embargo, sencillo explicar por qué la historia del cine hasta ahora ha prestado tan poca atención al Primer Comunicado del New American Cinema Group, un manifiesto fechado el 30 de septiembre de 1960, resultado de una reunión en el Producer’s Theater dos días antes con 24 cinéastes presentes (más otros dos ausentes que apoyaron la resolución), pero publicado solo algunos meses más tarde, en Film Culture 22/23 (verano de 1961).
Ahora bien, no se trata exactamente de que nadie haya oído hablar él. De hecho, por poner solo un ejemplo, El Grupo (como los autores/firmantes del texto se denominan a sí mismos) se menciona en la primera página del primer ensayo de Innamorati e lecca lecca, un catálogo indispensable del año 1992 que acompañó a la retrospectiva Indipendenti americani anni 1960 organizada por el formidable Festival internazionale cinema giovane de Turín. Pero, realmente, ni esta ni ninguna de las otras piezas recogidas en este imponente tomo profundiza demasiado en El Grupo: menciona sus miembros, su declaración de intenciones, sus posibilidades y lo que terminaron haciendo, con quién y cómo. Por poner un ejemplo más desalentador: Allegories of Cinema. American Film in the Sixties (1989), de David E. James, prácticamente ignora El Grupo, subsume sus esfuerzos bajo el concepto general del American Art Film, que más o menos incluye todo lo formalmente fuera de lo común y la narrativa producida en los años 60, en un intento —según el imaginario de críticos e historiadores o lo declarado por los propios cineastas— de crear algo similar al European Art Films, que, de nuevo, englobó todo desde Ingmar Bergman hasta Jean-Luc Godard. En estas publicaciones, como en casi todas las demás, El Grupo se reduce a unos pocos nombres que hicieron historia con H mayúscula en el cine: Jonas Mekas, que co-organizó la reunión del 28 de septiembre y probablemente también redactó el manifiesto, pero que terminó haciendo principalmente películas diferentes al proyecto esbozado aquí —o, para ser más precisos: Mekas representa solo una de las diferentes venas que palpitan en el cuerpo colectivo de El Grupo—; John Cassavetes, que ni siquiera estaba allí —Shadows, su debut de 1958-59, fue representado por sus actores Ben Carruthers y Argus Speare Juilliard, quienes también protagonizaron el primer largometraje de ficción de Mekas, Guns of the Trees; Cassavetes en ese momento ya se dirigía a las salas de Hollywood, donde pronto se complicó la vida con dos producciones de estudio, Too Late Blues, de 1961, y A Child Is Waiting, de 1962, que son mejores que la fama que tienen y tal vez más propias de sus aspiraciones de aquel momento que lo que normalmente se ha considerado, especialmente si tomamos como referencia su programa de jazz Johnny Staccato, de los años 1959 y 1960—; Robert Frank, cuya obra de 1959, Pull My Daisy, fue realizada junto a Alfred Leslie, se estrenó en algunos teatros junto a Shadows y acabó convirtiéndose en la pieza de la era Beat, un icono de este breve momento en el tiempo; Shirley Clarke, la única mujer, quien ese año había aparecido en los titulares con The Connection, su debut en el largometraje de ficción; y, finalmente, Emile de Antonio, el futuro gran maestro del documental, quien en aquel momento estuvo presente simplemente como distribuidor de Pull My Daisy y Sunday (1961; Dan Drasin). Los más eruditos también podrían añadir a: Lionel Rogosin, que fue uno de los miembros más valiosos de El Grupo, siendo una figura internacional, probablemente la más conocida, debido a On the Bowery (1956) y a Come Back, Africa! (1959), que definieron en buena medida la idea de la ficción elaborada a través del documental; el hermano de Jonas, Adolfas Mekas, quien gracias a Hallelujah the Hills (1963) y The Double-Barreled Detective Story (1965) se convirtió en una celebridad del cine de autor de mediados de los sesenta para poco después ser olvidado de nuevo; y Gregory Markopoulos, sin duda la mente más radical del grupo desde un punto de vista formal, como prueban Twice a Man (1963), The Illiac Passion (1964-67) o Galaxie (1966), y quien seguiría siendo un faro del underground neoyorquino. Para Mekas (en 1964...) y su definición de la escena/esfera/reino/dominio, fue el más significativo resto de los esfuerzos y las aspiraciones de El Grupo. Algunos también podrían emocionarse al encontrar a Bert Stern en esta lista —pese a que se le recuerda principalmente como uno de los fotógrafos de moda y maestros del retrato más famosos del mundo— con su única película, Jazz on a Summer’s Day (1960), que ha pasado de ser una película esencial de las proyecciones tardías a una cuota para los especialistas. Otros se divertirán al encontrar a los hermanos Denis y Terry Sanders entre los firmantes, ya que sus carreras fueron verdaderamente extrañas: primero festejadas ampliamente por su malhumorado y humanista cortometraje Time Out of War (1954), y luego rechazadas casualmente por su inteligente Crime and Punishment U.S.A. (1959), basada en la obra de Dostoyevski e ignorada como consecuencia de una de sus mejores producciones, War Hunt (1962), que ni se menciona en los estudios más amplios de la época, a pesar de tener un premio de la Academia a su nombre (en 1969, por el cortometraje documental de la Agencia de Información de los Estados Unidos Checoslovaquia 1968, que Denis co-dirigió junto con Robert M. Fresco), así como la crónica por antonomasia del regreso de Elvis, Elvis: That’s the Way It Is (1970). La presencia de Peter Bogdanovich, el eje del Nuevo Hollywood, podría hacer que algunos se sorprendieran al ver que el que en ese entonces era un mero copista muy ambicioso y a la moda solo tuvo su momento primero con una obra amateur, Voyage to the Planet of Prehistoric Women, y después con un largometraje como tal, Targets (ambos del 68 y gracias a Roger Corman), mucho después de que el grupo se disolviera y empezara a ser olvidado —de hecho, asistió a la reunión fundacional de El Grupo como acompañante de Dan(iel) Talbot, que dirigía el New Yorker Theatre, uno de los cines interesado en lo artísticamente atrevido y diferente más importantes del momento—. Por último, la pertenencia al grupo de Harold Humes, escritor/icono underground/cofundador de la revista Paris Review/inventor, probablemente provocará un perplejo «¿qué?» entre los que recuerdan su nombre, ya que su único intento de hacer una película, Don Peyote (~1960), dio como resultado poco más que un montón de fragmentos que casi nunca fueron proyectados —¡pero qué fragmentos…!—.
(Los hermanos Sanders y Humes también dan una idea de la complejidad política de El Grupo, si uno quiere abrir ese melón: Denis Sanders también se ocupó de la propaganda de la Guerra Fría, que es lo que lo que le llevó a Checoslovaquia 1968, mientras que Harold Humes había estado bajo la vigilancia de la CIA durante décadas —su colega y co-fundador de la Paris Review, Peter Matthiessen, había sido valioso para la agencia—.)
Se trata de una compañía formidable, que se hace aún más notable cuando recordamos (o descubrimos) que otros autores muy importantes (aunque no necesariamente apreciados) se conectaron a ella gracias a ciertos productores (que probablemente son las figuras menos recordadas de la constelación...). Por ejemplo, Storm De Hirsch, cuyo Goodbye in the Mirror (1964), el único largometraje de ficción de su obra —por lo demás vanguardista y de corta duración— sigue siendo un triunfo poco aclamado de la cinematografía feminista; Philip Kaufman, la flor del último Nuevo Hollywood (Goldstein, 1964, en colaboración con Benjamin Manaste); y Joseph Strick (The Balcony, 1963; producida por Lewis Maitland Allen).
Este último nombre ofrece un primer indicio de por qué El Grupo sigue siendo ignorado como, digamos, visión colectiva o estética. Con un desdeñoso «Pourquoi ne pas lui decerner la palme du plus detestable réalisateur américain?», el siempre cáustico y obstinado Betrand Tavernier abre el artículo dedicado a Joseph Strick en 50 ans de cinema américain (1991; co-escrito y co-editado junto a Jean-Pierre Coursodon), una obra de gran envergadura que vale la pena estudiar para comprender mejor lo que hace que las películas sean “americanas” para los cinéfilos de una cierta edad —lo que equivale a decir: «manejar con cuidado»…—.
Lo “americano” es una actitud o filosofía estética no intrínsecamente exclusiva de ese país en particular, América (forma en la que se abrevia comúnmente el nombre completo de los Estados Unidos), pero que sí refleja ciertos valores que se consideran importantes en dicho país. Los cineastas de todas las naciones pueden ser “americanos” —lo que, una vez más, significa abrazar dichos valores—. Todas las películas “americanas” expandieron, guste o no, ciertas demandas de hegemonía cultural por parte de los Estados Unidos, lo que no es poco en un momento en el que la CIA libraba una lucha cultural contra la propuesta del Comunismo de Estado de la URSS y sus aliados mediante la promoción, por ejemplo, de estéticas como el expresionismo abstracto, a la manera de encarnaciones perfectas de la oferta más liberal e ilustrada de los Estados Unidos.
Suena sobrecogedor, ¿tal vez un poco grandilocuente? Entre las cosas deliberadamente ignoradas u olvidadas que definían al “auteurist”, y con ello a los debates culturales cinematográficos de los años 50, al menos en el llamado Occidente, había un sentido muy feroz de orgullo nacional —y, en consecuencia, de tendencias o inclinaciones políticas—. Hoy recordamos los debates sobre Jerry Lewis como una broma extraña: esos franchutes que lo celebraron y los yanquis que no le entendieron, y bla bla, bla. Pero esto no era una broma; era algo muy serio, al menos a un nivel político-nacionalista. Por citar, de nuevo, un ejemplo casi al azar, la apertura del retrato de Stan Brakhage por Jerome Hill en su colección Film at Wit’s End (1989): cómo define cuidadosamente la idea de ingenio; primero conectándola con Francia, es decir, Europa, luego subrayando la diferencia entre Francia e Inglaterra (que no es Europa...), después afirmando que la herencia estadounidense está arraigada en Inglaterra, y todo ello para, finalmente, llegar a una descripción de lo que hace que el ingenio de Estados Unidos sea, en definitiva, americano (por no decir “americano”).
Ahora bien, ¿por qué la cultura cinematográfica estadounidense, especialmente su élite burguesa más joven, estaba tan obsesionada con su “americanidad”? Porque “Europa” (la idea, no el continente) fue culturalmente la fuerza definitoria del cine de los años 50, principalmente gracias a Italia y la idea del neorrealismo. La palabra “idea” es importante aquí; no la praxis, sino la(s) idea(s). De hecho: el neorrealismo ideal se impregnó de ello. Cuando se hablaba entonces de neorrealismo, se trataba esencialmente de lo que Rossellini y De Sica decían haber hecho en Roma, città aperta (1945) y Sciuscià (1946), respectivamente: que salieron del estudio a la calle y filmaron historias de la vida cotidiana utilizando a aficionados. Debe tenerse en cuenta que nada de esto era realmente cierto en cualquiera de las dos películas: utilizaron actores profesionales; cuando filmaron al aire libre acordonaron buena parte de calles y plazas para instalar las luces como si estuvieran en un estudio; etc., etc.; y eso es lo que se aprecia si se ven cuidadosamente las películas. Debe tenerse en cuenta también que Federico Fellini, Luchino Visconti, etc. también eran comprendidos como neorrealistas, y sus obras no eran ciertamente pequeñas, ni tenían la intención de grabar humildemente vidas cotidianas (que serían las lecturas más extremas del neorrealismo). Y, aun así, había algo puro en ellas: la idea de filmar la realidad tal como es. La Segunda Guerra Mundial, con su Propaganda Wall of Noise, hizo que esto pareciera muy deseable; además, como el Occidente capitalista siempre acusó al estado comunista del Este de ofrecer poco más que palabrería barata y agitadora, el realismo se convirtió en un árbitro de la verdad: si puedes filmar a tu país y a tu gente de una manera totalmente desprovista de adornos y señalar tus propios defectos, bueno, entonces debes ser un país verdaderamente democrático y, por lo tanto, libre.
Además del neorrealismo, el direct cinema es la mayor innovación/ideología estética de la época. El direct cinema fue posible gracias a algunos de los mejores inventos de la Segunda Guerra Mundial en el campo de la guerra audiovisual: cámaras de 16 mm fáciles de transportar y un stock más rápido que hizo posible y asequible el rodaje sin (demasiada...) luz adicional.
(El direct cinema pronto se convertiría en cine documental como tal. Cuando hablamos de cine documental hoy en día solemos referirnos al direct cinema; llamémoslo así: uno de los mayores triunfos ideológicos conseguidos por Occidente; que ahora solo consideremos real lo que sucede frente a la cámara deja al mundo en un estado de permanente Ahora, sin futuro, sin algo a lo que mirar, sin algo por lo que trabajar, tal y como nos invitaban las viejas prácticas documentales. Pero esto es solo un paréntesis).
Hubo directores que no tardaron en experimentar con las posibles fusiones del direct cinema y la ficción cinematográfica. Morris Engel fue probablemente, al menos en Estados Unidos, el primero de ellos con Little Fugitive (1953; codirigida por Ruth Orkin y Ray Ashley). Pronto entrarían miembros de El Grupo —así como “asociados tácitos”—: primero, Lionel Rogosin con On the Bowery y Come Back, Africa!; luego, John Cassavetes con Shadows; Robert Frank y Alfred Leslie con Pull My Daisy (una película que, debo decir, fue confundida durante mucho tiempo con una suerte de semi-documental: la gente asumió que la acción estaba inspirada en Allen Ginsberg y Gregory Corso, a quienes, por así decirlo, Frank y Leslie habían pillado en el acto creativo, cuando en realidad, y de forma evidente, es la adaptación de una obra de Jack Kerouac que nunca había sido representada); Shirley Clarke con The Connection (1961), basada en una obra de teatro, y The Cool World (1964); Norman C. Chaitin con The Small Hours (1962; con fotografía de Sheldon Rochlin); y, luego, The Brig (1964), de Jonas Mekas, basada en una obra teatral, como The Connection (luego volveremos sobre ello). En dicho intervalo, un solitario llamado Kent Mackenzie hizo una obra maestra, olvidada durante años y titulada The Exiles (1958). Ciertamente, hubo otras partes del país cuya historia cinematográfica ha sido mal trazada que también contribuyeron a esta línea del cine estadounidense: el Midwest; Ohio; o los Apalaches, donde Joseph L. Anderson rodó en 1967 la recientemente redescubierta y revalorada Spring Night, Summer Night. Sabe Dios cuántas más siguen perdidas…
(Film Culture 22/23, por cierto, incluye un ensayo sobre Richard Leacock, uno de los más grandes directores de cine…)
Uno podría haber mencionado aquí a Strick y su The Savage Eye (1960, rodada en tándem con Sidney Meyers y Ben Maddow), pero de nuevo: es una meta-happy movie —una película sobre el realismo como ficción—, un fraude, por así decir. Strick quizás solo pensó dos veces a lo largo de su vida en el poder de la película para capturar como tal esa bestia mítica llamada Lo Real. Al principio fue muy premiado por Interviews with My Lai Veterans (1971) (Academy Award Best Documentary Short), mientras que luego la obra-epílogo Criminals (1997) fue muy ignorada. Lo Real, por lo demás, no era sino un espectáculo. Su primer corto, Muscle Beach (1948), rodado junto a Irving Lerner, es un ejemplo perfecto para esto: un documental sobre un día en la vida del (entonces moralmente dudoso) sector izquierdo de/en Santa Monica, donde lo ordinario es extraordinario, donde lo vulgar se vuelve cautivador, lo grosero tierno y lo grotesco sublime; ese tramo de arena es un teatro más que cualquier otra cosa; en la entonces prestigiosa moda documental surrealista, Strick hizo que la cuna de la cultura estadounidense del fitness pasara a ser Las Hurdes de California, con un claro toque de luz noir hopperiana…
Igual que su primer trabajo, que sugiere el grupo de referencias y de alusiones antedichas, el cine era para Strick algo hecho de fusiones: un arte impuro, aunque total, profundamente arraigado en —el respeto por— otras artes pictóricas, sonoras y narrativas (teatro: The Balcony; literatura: Ulysses, 1967; Tropic of Cancer, 1970; A Portrait of the Artist As a Young Man, 1979…). Vale la pena mencionar que Strick colaboró estrechamente con Jack Couffer, autor de documentales sobre la vida salvaje, el James Algar de los días de Easy Rider (1969; Dennis Hopper); es, una vez más, un cine que por entonces no era considerado inteligente ni a la moda entre los críticos. El arte de Strick era anatema para la gente enamorada del concepto de cine “americano”. O dicho de otra forma: el cine de Strick era un gran ejemplo de todo lo que Cahiers du Cinéma había dicho al mundo que resultaba indeseable; películas como Ulysses eran vistas como lo peor del cinéma de qualité. Realmente, aún peor: era un cine burgués de calidad sin raíces en la cultura clásica de producción, que, por lo tanto, tenía mayor motivo para soportar una apreciación más convencional, porque era una creación solitaria condenada a sostenerse económicamente por sí misma (no había, en la misma compañía, otra producción que pudiera amortiguar un fracaso financiero) y destinada a ser estrenada en la zona de vacío que ahora llamamos salas independientes. Este era, por así decirlo, el siguiente paso: películas para un mundo después del cine, si este último es entendido como un complejo industrial de producción, distribución y consumo.
Pongámonos apodícticos: la década de los cincuenta (que, en realidad, empiezan en algún lugar a finales de los cuarenta y terminan a finales de los sesenta) es la gran era del realismo; después de la Segunda Guerra Mundial, la necesidad/voluntad de ver y de hablar sobre las cosas tal y como son (o, al menos, como aparecen) era inmensa (o, al menos, considerada deseable desde un punto de vista político). Lo que incluye, paradójicamente solo en apariencia, una profunda fascinación y voluntad por la Abstracción en su versión más frontal, feroz, furiosa y exasperante: vale pensar en la Nouveau roman francesa, que son arabescos metalingüísticos; en el ya mencionado Expresionismo Abstracto; en el resurgimiento del Surrealismo en muchos países, etc. (o incluso el cinema verité, la respuesta francesa al direct cinema, que es, en esencia, filosófica y ensayísticamente más reflexiva, como muestran sus dos principales practicantes: Jean Rouch y François Reichenbach, profundamente enraizados en el Surrealismo…); recuérdese que esas Abstracciones eran habitualmente consideradas un Realismo Interior: un realismo del alma, en línea con la obsesión, propia de los años cincuenta, por la psicología y la psicoterapia —por lo que, aun cuando era abstracto, seguía siendo realista—. Eran dos extremos: el Realismo Documental y su antagonista, el Realismo Abstracto, dos caras de la misma moneda que peleaban entre sí con resultados que con frecuencia han sido contradictorios, en el sentido de que varias de las más fascinantes producciones de la época eran, muchas veces, fusiones extravagantes de inspiraciones estéticas/éticas aparentemente contrarias. Valga un ejemplo verdaderamente oscuro: la serie de televisión CBS Is There (más tarde You Are There, 1953-1957), en la que conocidos periodistas informaban “en directo” de eventos históricos famosos (la conquista de México, la muerte de Sócrates, el ataque a Pearl Harbor, la última representación de Sarah Bernhardt, etc.). Había, por un lado, afectaciones realistas en los asuntos de actualidad (Walter Cronkite presentaba el espectáculo de la misma forma que presentaba las noticias); la (ilusoria) inmediatez de ver la historia, aún en ciernes, con sus protagonistas comentado la situación y su papel dentro de ella. Y, por el otro, la completa imposibilidad de la premisa básica del espectáculo: el estudio obvio de las representaciones, etc. Es significativo que, cuando Peter Watkins hizo algo similar alrededor de una década después —si bien usando la técnica del reportaje, propia del direct cinema— se “sumergió” en el momento histórico en lugar de “afrontarlo”, y con un reportero corriente en lugar de con una superestrella: Cronkite hacía la presentación y preguntaba (la gente vio originalidad en estos docudramas, no solo una deriva creativa…). Por su bravuconería anti-ilusionista de signo brechtiano, Culloden, del mismo Watkins, es más que una pieza —mientras que cualquier episodio de CBS Is There mantiene al espectador totalmente a distancia—, ya que presenta los dos elementos: el reportaje en directo y la recreación, nunca convertidos en un todo continuo. Los productores de CBS Is There, a todas luces, siguieron un camino similar, pero completamente opuesto al de Watkins, con su siguiente ensayo de recreación histórica: la serie Profiles in Courage (1964-1965), una adaptación del libro homónino de John Fitzgerald Kennedy. También perdieron la combinación brechtiana o surrealista del relato directo de los sucesos históricos a la manera de gran ficción narrativa.
El mismo año que Watkins estrenó Culloden y que CBS empezó a emitir Profiles in Courage, Jonas Mekas hizo la que probablemente fue su mejor película (incluso si él mismo no lo hubiera visto así): The Brig, adaptación de una obra homónima de Kenneth H. Brown representada por Judith Malina y Julian Beck en el Living Theatre de Nueva York. The Brig no era la primera adaptación que un miembro de El Grupo hacía de una pieza teatral —ahí está Pull My Daisy, desde luego, pero de mayor importancia fue The Connection, de Shirley Clarke, inspirada también en una producción del Living Theatre—. Vistas hoy, en The Connection y The Brig sorprenden la artificialidad de los escenarios y la actuación —ciertamente parecen más una grabación de obras teatrales que películas que bucean en la realidad del Aquí y del Ahora—. Es difícil pensar que, en su día, la gente, supuestamente, creía que The Brig estaba documentando la vida en una cárcel de Marines de los Estados Unidos. ¿Realmente lo creían? ¿El enfoque del direct cinema los atrapó de tal forma que volvió todo real(ista)? ¿O es que la película, gracias precisamente al enfoque del direct cinema (que acentuaba el vertiginoso realismo del método del Living Theatre) hacía la realidad de la violencia y la humillación más palpable? ¿Acaso saca a relucir la Realidad Interior de todo ello, o quizás, al contrario, clarifica las estructuras político-sociales que permiten y aceptan tales comportamientos? ¿Aclaraba el interior o el exterior de lo que contaba? Quizás el triunfo de The Brig es que logra ambas cosas: interior y exterior pasan a ser uno y lo mismo, al menos para una cierta mentalidad liberal educada, sin necesidad de cambiar enfoques estéticos.
Quizás todo esto dice también algo sobre el vínculo entre los años cincuenta y los sesenta: estos últimos solucionaron el caos creativo de los primeros al clarificar tendencias y géneros, al hacer todo más fácil de digerir y, por ende, más fácil de interpretar.
(Pero ahí, dicho sea entre paréntesis, reposa también un problema que sigue atormentándonos y que es, por ahora, probablemente el mayor problema político-social a la vista: que las cosas se hayan dividido tanto que todo se esté viniendo abajo. La larga década de los cincuenta fue, de lejos, el último período en el que podemos hablar con seguridad de un cuerpo político que tenía una idea de sí mismo como un todo unitario; compuesto, desde luego, por diferentes partes [y, ciertamente, carente de cualquier realidad igualitaria, incluso si oficialmente el espíritu estaba allí… No olvidemos a W. E. B. Dubois señalando que los negros estadounidenses tienen una doble conciencia], pero todavía era una cultura. Desde entonces, la idea de las comunidades y de los grupos [identitarios, de izquierda, de centro, de derecha, de género, de etnia, etc.] con intereses comunes se ha vuelto más y más poderosa, especialmente entre aquellos burgueses que se consideran liberales e ilustrados, lo que conduce a una idea de la cultura definida más por lo que separa a las personas que por lo que las une. Ahora ya no se trata de e pluribus: UNUM!, sino de e PLURIBUS unum…).
La prácticamente indigerible mezcla de formas y tendencias de la coproducción francesa-estadounidense Closed Vision (1954), de Marc’O, podría ser vista como la cúspide de dicha voluntad de fusión, un cine arte total; un engrudo integral que incluye todo, a la vez que no se interesa de ningún modo en el trabajo con códigos populares de narración y representación ya establecidos; repárese en que Hollywood es también un cine total, y nadie más que la industria ha probado durante décadas que está dispuesto a comprometerse creativamente con las últimas tendencias y las últimas tecnologías —pero nunca a costa de la accesibilidad de una obra, a fin de que esta sea tan accesible como sea posible—. Marc’O y, en cierta forma, El Grupo no sintieron la urgencia de ser comprendidos; buscaban alcanzar los límites del cine, solo por el maldito placer de hacerlo. En la era de la bomba atómica, solo la orilla más lejana haría las veces de final de viaje.
Ahora bien, según sugiere el título de Closed Vision, quizás una “visión sin fronteras” de 360º —por la que luchas, implícitamente, si intentas fusionar los impulsos más contradictorios en una suerte de todo coherente— significa que, al final, no ves nada con claridad —la totalidad termina por cegarte—. Pero como la década de los cincuenta se encargó de mostrar: ver claramente ciertos aspectos de la sociedad se convirtió en un imperativo político. El título de Emile De Antonio menos visto durante los sesenta proporciona (cortesía del poema And All We Call American, escrito por Robert Frost en 1951) quizás la descripción perfecta del problema: American Is Hard to See (1970). El cine estaba allí para solucionar el problema.
Entonces, actuando sobre las cosas, reaccionando a los acontecimientos sociales, el activismo se volvería cada vez más importante a partir de finales de la década de 1940, culminando en las protestas de finales de la década de 1960 contra la guerra de Vietnam y todas las tendencias y realidades opresivas dentro de los Estados Unidos. Algunas de las películas que todavía se celebran de los miembros de El Grupo serían decisivas para esta contracultura de la información, sin duda Point of Order (1964) y In the Year of the Pig (1969), de Emile De Antonio, Good Times, Wonderful Times (1965), de Lionel Rogosin, y, de una manera menos notable y a escala, también cortos tan diversos como el tres directo Sunday (1961) de Dan Drasin o la positivamente grotesca y espantosa Interview with the Ambassador from Lapland, Time-Life Newsreel (1967), de Adolfas Mekas.
El año en que se inicia el movimiento de los derechos civiles es 1954, y eso es así en términos de acción legal y social, pero es en 1949 cuando Hollywood comienza a producir películas que tratan temas relacionados con los negros: Home of the Brave (Mark Robson), Lost Boundaries (Alfred Louis Werker), Intruder in the Dust (Clarence Brown).
(Mencionemos aquí entre paréntesis que 1947-8 fue un año decisivo en cuanto al tratamiento por parte de Hollywood del antisemitismo: los dos principales aspirantes al Premio de la Academia, Gentleman’s Agreement, de Elia Kazan, y Crossfire, de Edward Dmytryk, trataron el tema, y la clase alta del primero venció a la clase baja del último. En 1948, el año comúnmente considerado como el final del período de posguerra, Sidney Meyer produjo de forma independiente el filme de temática racial The Quiet One, mientras que Leo Hurwitz estrenó Strange Victory, su desolador resumen de no ficción sobre la política de esa breve época, preguntándose para qué sirvieron todos los sufrimientos y todas las pérdidas de la Segunda Guerra Mundial si tres años más tarde los judíos seguían siendo discriminados en los Estados Unidos. Los campos de concentración habían sido liberados en Europa y los nazis y sus colaboradores seguían siendo llevados ante la justicia, pero al volver a casa los mismos sentimientos que estaban detrás de estas atrocidades seguían vivos y prácticamente indiscutidos, desde luego en las partes del país menos apreciadas en general. Una vez más, Home of the Brave se basa en la obra de teatro homónima de Arthur Laurents (1946), dedicada al antisemitismo y no a las tensiones raciales en el ejército —el hecho de que el presidente Truman, mediante el decreto 9981, acabase el 26 de julio de 1948 de una vez por todas con la segregación racial en las fuerzas armadas de los Estados Unidos hizo que este cambio de enfoque dramático fuera un poco extraño: ¿la película quería reforzar un impulso político de actualidad y urgencia o estaba renunciando silenciosamente a un problema que obviamente no era tan fácil de resolver en tanto que se refería a la clase dominante más que a las clases gobernadas, o ambas cosas? Esto último parece cierto: las preocupaciones sobre el antisemitismo desaparecieron discretamente de la agenda de la burguesía liberal estadounidense —pero es curioso que de repente resurgieran en la espléndida obra de Richard Thorpe, una adaptación del Ivanhoe de Walter Scott, como si se tratara de un tema sobre el que era mejor hablar desde este género, maravillosamente estridente—, las energías políticas se canalizaron de nuevo hacia lo que pronto se llamaría el movimiento de los derechos civiles, es decir, la abolición de la discriminación racial. Es digno de mención que muchos judíos entendieron lo que estaba ocurriendo y apoyaron masivamente el movimiento por los derechos civiles, que interpretaron correctamente como un movimiento que también luchaba contra el antisemitismo, aunque solo fuera de rebote; digamos que la raza proporcionó en este punto un enfoque político más agudo que la religión, el «ayúdanos, Señor» o la clase…).
De entre todos, Lost Boundaries es particularmente interesante en este contexto, ya que trata un tema similar al de Shadows alrededor de una década después: aquí —personas negras de piel tan clara que son confundidas con personas blancas. En realidad, es la convergencia del propio movimiento por los derechos civiles de la burguesía liberal con el universo bohemio Beat/energía de Shadows lo que le da al cine de El Grupo (si queremos verlo como un único cine, como deberíamos hacer) su momentum más-que-necesario— está la chispa que lo ilumina todo.
No hay que subestimar la cuestión de la raza por la atención que recibe del cine, que pronto encontrará una forma unitaria en El Grupo: al mismo tiempo que la segunda (y ahora únicamente disponible) versión de Shadows se convierte en un éxito, Lionel Rogosin presentó Come Back, Africa!, su trabajo sobre el Apartheid en Sudáfrica, mientras que el único director negro del grupo, Edward Bland, irrumpió con The Cry of Jazz (1959). Tal vez sea significativo el hecho de que pasaron ocho años hasta que apareció un combo comparable, con los estrenos de Portrait of Jason, de Shirley Clarke, y Black Liberation, de Édouard de Laurot —¿él último «hurra» de El Grupo?—. David E. James tenía algo relevante que decir sobre el tema, pero curiosamente lo puso en una nota a pie de página: «Aunque la tradición de la representación de los negros por el underground se remonta a The Queen of Sheba Meets the Atom Man (1963), de Ron Rice, Guns of the Trees y Shadows, Come Back, Africa! y The Quiet One, la raza negra es frecuentemente utilizada como metáfora de los deseos y miedos de los blancos. Incluso en algunos ejemplos de control de los negros sobre su representación, como Portrait of Jason, se sensacionaliza y espectaculariza el tema. Sin embargo, su uso de la música negra y la representación underground del pueblo negro hizo de la película un momento importante para el Black cinema; la reproducción en el medium cinematográfico de las cualidades formales y sociales del jazz es aún más significativa a la hora de señalar los términos en los que se pudo desarrollar el Black cinema popular, pues propició una situación diferente para el medium en la sociedad negra en general. El eslabón perdido entre el underground bohemio y el Black cinema es, por supuesto, Amiri Baraka: si su Dutchman (1967), realizado en Inglaterra, hubiera sido un éxito para los negros, parte de la energía del revitalizado teatro negro podría haber llegado al cine». [Nota: para facilitar la lectura obviaremos los directores y las fechas de estreno de las películas que ya han sido mencionadas en el texto]. Resulta bastante reveladora en este punto la ausencia de Edward Bland y The Cry of Jazz —no solo en esta nota al pie de página, donde podría alegarse que se está tratando la cuestión de la cultura bohemia blanca frente a la sociedad negra, sino en todo Allegories of Cinema. American Film in the Sixties…—. ¿Habría cambiado algo? No mucho, pero al menos habría sugerido que las cosas no eran tan claras como James las hace ver aquí. Podemos decir que la claridad de James es un producto académico de los años 60 que habla de un fenómeno de los años 50 —aunque James parece considerar que El Grupo es algo más propio de los 60—. En realidad, El Grupo fue para el cine estadounidense una bisagra entre décadas y conceptos, una membrana a través de la cual se transformó una forma cultural en otra —de la misma manera que la sociedad estadounidense se transformó desde los años 50 hasta los 60 a través del movimiento por los derechos civiles—. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que El Grupo sea el equivalente del movimiento por los derechos civiles para el cine —y solo pudo serlo, por dar un ejemplo polémico, debido al hecho de que fue igual de burgués-bohemio-blanco y absolutamente despreocupado por todo lo concerniente a la cuestión de clase—.
(Es revelador que Hollywood y no el underground o cualquier otro tipo de producción cinematográfica paralela proporcionó a los Estados Unidos un cine muy decente y con conciencia de clase en 1960: la adaptación de Irving Lerner del clásico proletario Studs Lonnigan.)
Se podría decir también que esto explica más que cualquier especulación estética por qué El Grupo estaba condenado al fracaso: su cine era económicamente insostenible.
Ciertamente, el dinero estaba en la mente de Mekas cuando invitó a la gente a la reunión del 28 de septiembre en el Producer’s Theater: tres de los 24 presentes figuraban en la lista de los firmantes como productores (Walter Gutman, David C. Stone y Lewis Maitland Allen), uno como distribuidor (Emile De Antonio), uno como productor y distribuidor (Don Gillin), uno como director de sala (Daniel Talbot) y uno como abogado especializado en derechos cinematográficos y de salas (Jack Perlman). Es decir: para Mekas, esto fue una reunión de negocios —obviamente creía en un Cine Arte Americano—, porque, en pocas palabras, lo que El Grupo quería era poder ser financiado y distribuido a través de un vínculo con las salas más atrevidas. En la primera mitad de los años 60, Mekas experimentó con varias formas alternativas de producción cinematográfica y de distribución (por ejemplo: la exhibición itinerante de cortometrajes experimentales, que tampoco funcionó al principio), muy consciente, al parecer, de que el cine que le interesaba —que aún no había tomado forma en él, como demuestran Guns of the Trees y The Brig— no era sostenible mediante los métodos y cauces establecidos; era demasiado marginal, dirigido exclusivamente a un público minoritario (los liberales blancos a la última), y que se hacía sin ningún interés por dirigirse a nadie más. Un boutique art, en el lenguaje actual. Ahora bien, una de las verdades indiscutibles del cine es que toda película en algún momento reporta un beneficio —el problema es: ¿cuándo?—. Mekas et. al. descubrieron por las malas que su cine no devolvía la inversión inicial lo suficientemente rápido. En esto no les fue mejor que a otros grupos y movimientos contemporáneos: los primeros días del joven cine alemán, por ejemplo, se caracterizan por las quiebras en chaîne, cuando el público no llegó tras los primeros pequeños éxitos. La solución del FRG al problema, hélas, no funcionó en los Estados Unidos: las ayudas para películas. Es cierto que la National Endowment for the Arts, PBS, el American Film Institute y otras entidades similares ayudarían a partir de cierto punto, pero no con la producción de obras como los largometrajes de ficción de Clarke, Rogosin, Cassavetes o Mekas (Adolfas). Es decir: el cine de El Grupo era demasiado grande y demasiado pequeño al mismo tiempo.
En 1964 Mekas dijo en su Filmmaker’s Journal: «El cine americano permanece en Hollywood y en el underground de Nueva York. No hay ningún cine “arte” americano». El underground del que hablaba abandonaría la narrativa en el sentido clásico; solo se permitirían parodias y pastiches como los de Jack Smith, Ron Rice los hermanos Kuchar o Andy Warhol, y las formas autobiográficas (y sí: seguramente hay excepciones a esta regla); Mekas (Jonas), por supuesto, dejó de trabajar en la ficción, y también Gregory Markopoulos poco a poco dejaría de trabajar en ese sentido, mientras que Clarke, que había experimentado con la abstracción antes de interesarse por la narrativa, volvería a esta esfera con sus últimas películas sobre danza; Mekas (Adolfas) nunca dejó de lado las narraciones, sino que tendía a mantenerlas divertidas y breves. Una película underground, tal y como Mekas llegó a entenderla, debería ser siempre un acto de autoexpresión radical, una revelación, desinteresada en la legibilidad general, preocupada por nada más que por ser honesta con sus propias ideas y sus sentimientos más íntimos; Mekas (Jonas) lo haría a través de diarios, notas y bocetos, mientras que Frank seguiría un camino similar, aunque con un toque documental un poco más clásico, lo mismo que Alfred Leslie, eternamente encubierto por la enorme sombra de Frank. La cima del realismo underground es la materia cinematográfica propiamente dicha. Ninguna toma puede ser más precisa que la que se hace por puro instinto, ya sea en la cámara o en la mesa de edición. Es revelador que durante la posguerra figuras del canon de la vanguardia como James Broughton, Sidney Peterson o Jerome Hill dejaran de ser importantes por estar, quizá, demasiado cerca de los modos de representación surrealistas clásicos, que eran muy fáciles de leer como alegorías.
Con el underground, Mekas penetró en un mundo de alegre y a(nti)social intimismo. Cassavetes convertiría su arte en un juego apasionado, demostrando lo suficiente como para aprovechar sus oportunidades y encontrar un camino que nadie más podría haber seguido, único, abierto solo a él. De Antonio era rico y, por lo tanto, nunca tuvo que preocuparse. Peter Bogdanovich, finalmente, iría a Hollywood y llevaría una vida más fascinante que toda su obra cinematográfica (la cual es mejor que la fama que tiene), pero que pareció mejor de lo que fue en realidad.
Ahora bien, no se trata exactamente de que nadie haya oído hablar él. De hecho, por poner solo un ejemplo, El Grupo (como los autores/firmantes del texto se denominan a sí mismos) se menciona en la primera página del primer ensayo de Innamorati e lecca lecca, un catálogo indispensable del año 1992 que acompañó a la retrospectiva Indipendenti americani anni 1960 organizada por el formidable Festival internazionale cinema giovane de Turín. Pero, realmente, ni esta ni ninguna de las otras piezas recogidas en este imponente tomo profundiza demasiado en El Grupo: menciona sus miembros, su declaración de intenciones, sus posibilidades y lo que terminaron haciendo, con quién y cómo. Por poner un ejemplo más desalentador: Allegories of Cinema. American Film in the Sixties (1989), de David E. James, prácticamente ignora El Grupo, subsume sus esfuerzos bajo el concepto general del American Art Film, que más o menos incluye todo lo formalmente fuera de lo común y la narrativa producida en los años 60, en un intento —según el imaginario de críticos e historiadores o lo declarado por los propios cineastas— de crear algo similar al European Art Films, que, de nuevo, englobó todo desde Ingmar Bergman hasta Jean-Luc Godard. En estas publicaciones, como en casi todas las demás, El Grupo se reduce a unos pocos nombres que hicieron historia con H mayúscula en el cine: Jonas Mekas, que co-organizó la reunión del 28 de septiembre y probablemente también redactó el manifiesto, pero que terminó haciendo principalmente películas diferentes al proyecto esbozado aquí —o, para ser más precisos: Mekas representa solo una de las diferentes venas que palpitan en el cuerpo colectivo de El Grupo—; John Cassavetes, que ni siquiera estaba allí —Shadows, su debut de 1958-59, fue representado por sus actores Ben Carruthers y Argus Speare Juilliard, quienes también protagonizaron el primer largometraje de ficción de Mekas, Guns of the Trees; Cassavetes en ese momento ya se dirigía a las salas de Hollywood, donde pronto se complicó la vida con dos producciones de estudio, Too Late Blues, de 1961, y A Child Is Waiting, de 1962, que son mejores que la fama que tienen y tal vez más propias de sus aspiraciones de aquel momento que lo que normalmente se ha considerado, especialmente si tomamos como referencia su programa de jazz Johnny Staccato, de los años 1959 y 1960—; Robert Frank, cuya obra de 1959, Pull My Daisy, fue realizada junto a Alfred Leslie, se estrenó en algunos teatros junto a Shadows y acabó convirtiéndose en la pieza de la era Beat, un icono de este breve momento en el tiempo; Shirley Clarke, la única mujer, quien ese año había aparecido en los titulares con The Connection, su debut en el largometraje de ficción; y, finalmente, Emile de Antonio, el futuro gran maestro del documental, quien en aquel momento estuvo presente simplemente como distribuidor de Pull My Daisy y Sunday (1961; Dan Drasin). Los más eruditos también podrían añadir a: Lionel Rogosin, que fue uno de los miembros más valiosos de El Grupo, siendo una figura internacional, probablemente la más conocida, debido a On the Bowery (1956) y a Come Back, Africa! (1959), que definieron en buena medida la idea de la ficción elaborada a través del documental; el hermano de Jonas, Adolfas Mekas, quien gracias a Hallelujah the Hills (1963) y The Double-Barreled Detective Story (1965) se convirtió en una celebridad del cine de autor de mediados de los sesenta para poco después ser olvidado de nuevo; y Gregory Markopoulos, sin duda la mente más radical del grupo desde un punto de vista formal, como prueban Twice a Man (1963), The Illiac Passion (1964-67) o Galaxie (1966), y quien seguiría siendo un faro del underground neoyorquino. Para Mekas (en 1964...) y su definición de la escena/esfera/reino/dominio, fue el más significativo resto de los esfuerzos y las aspiraciones de El Grupo. Algunos también podrían emocionarse al encontrar a Bert Stern en esta lista —pese a que se le recuerda principalmente como uno de los fotógrafos de moda y maestros del retrato más famosos del mundo— con su única película, Jazz on a Summer’s Day (1960), que ha pasado de ser una película esencial de las proyecciones tardías a una cuota para los especialistas. Otros se divertirán al encontrar a los hermanos Denis y Terry Sanders entre los firmantes, ya que sus carreras fueron verdaderamente extrañas: primero festejadas ampliamente por su malhumorado y humanista cortometraje Time Out of War (1954), y luego rechazadas casualmente por su inteligente Crime and Punishment U.S.A. (1959), basada en la obra de Dostoyevski e ignorada como consecuencia de una de sus mejores producciones, War Hunt (1962), que ni se menciona en los estudios más amplios de la época, a pesar de tener un premio de la Academia a su nombre (en 1969, por el cortometraje documental de la Agencia de Información de los Estados Unidos Checoslovaquia 1968, que Denis co-dirigió junto con Robert M. Fresco), así como la crónica por antonomasia del regreso de Elvis, Elvis: That’s the Way It Is (1970). La presencia de Peter Bogdanovich, el eje del Nuevo Hollywood, podría hacer que algunos se sorprendieran al ver que el que en ese entonces era un mero copista muy ambicioso y a la moda solo tuvo su momento primero con una obra amateur, Voyage to the Planet of Prehistoric Women, y después con un largometraje como tal, Targets (ambos del 68 y gracias a Roger Corman), mucho después de que el grupo se disolviera y empezara a ser olvidado —de hecho, asistió a la reunión fundacional de El Grupo como acompañante de Dan(iel) Talbot, que dirigía el New Yorker Theatre, uno de los cines interesado en lo artísticamente atrevido y diferente más importantes del momento—. Por último, la pertenencia al grupo de Harold Humes, escritor/icono underground/cofundador de la revista Paris Review/inventor, probablemente provocará un perplejo «¿qué?» entre los que recuerdan su nombre, ya que su único intento de hacer una película, Don Peyote (~1960), dio como resultado poco más que un montón de fragmentos que casi nunca fueron proyectados —¡pero qué fragmentos…!—.
(Los hermanos Sanders y Humes también dan una idea de la complejidad política de El Grupo, si uno quiere abrir ese melón: Denis Sanders también se ocupó de la propaganda de la Guerra Fría, que es lo que lo que le llevó a Checoslovaquia 1968, mientras que Harold Humes había estado bajo la vigilancia de la CIA durante décadas —su colega y co-fundador de la Paris Review, Peter Matthiessen, había sido valioso para la agencia—.)
Se trata de una compañía formidable, que se hace aún más notable cuando recordamos (o descubrimos) que otros autores muy importantes (aunque no necesariamente apreciados) se conectaron a ella gracias a ciertos productores (que probablemente son las figuras menos recordadas de la constelación...). Por ejemplo, Storm De Hirsch, cuyo Goodbye in the Mirror (1964), el único largometraje de ficción de su obra —por lo demás vanguardista y de corta duración— sigue siendo un triunfo poco aclamado de la cinematografía feminista; Philip Kaufman, la flor del último Nuevo Hollywood (Goldstein, 1964, en colaboración con Benjamin Manaste); y Joseph Strick (The Balcony, 1963; producida por Lewis Maitland Allen).
Jonas Mekas
John Cassavetes
Robert Frank
Maya Deren
Shirley Clarke
Lionel Rogosin
Joseph Strick
Este último nombre ofrece un primer indicio de por qué El Grupo sigue siendo ignorado como, digamos, visión colectiva o estética. Con un desdeñoso «Pourquoi ne pas lui decerner la palme du plus detestable réalisateur américain?», el siempre cáustico y obstinado Betrand Tavernier abre el artículo dedicado a Joseph Strick en 50 ans de cinema américain (1991; co-escrito y co-editado junto a Jean-Pierre Coursodon), una obra de gran envergadura que vale la pena estudiar para comprender mejor lo que hace que las películas sean “americanas” para los cinéfilos de una cierta edad —lo que equivale a decir: «manejar con cuidado»…—.
Lo “americano” es una actitud o filosofía estética no intrínsecamente exclusiva de ese país en particular, América (forma en la que se abrevia comúnmente el nombre completo de los Estados Unidos), pero que sí refleja ciertos valores que se consideran importantes en dicho país. Los cineastas de todas las naciones pueden ser “americanos” —lo que, una vez más, significa abrazar dichos valores—. Todas las películas “americanas” expandieron, guste o no, ciertas demandas de hegemonía cultural por parte de los Estados Unidos, lo que no es poco en un momento en el que la CIA libraba una lucha cultural contra la propuesta del Comunismo de Estado de la URSS y sus aliados mediante la promoción, por ejemplo, de estéticas como el expresionismo abstracto, a la manera de encarnaciones perfectas de la oferta más liberal e ilustrada de los Estados Unidos.
Ahora bien, ¿por qué la cultura cinematográfica estadounidense, especialmente su élite burguesa más joven, estaba tan obsesionada con su “americanidad”? Porque “Europa” (la idea, no el continente) fue culturalmente la fuerza definitoria del cine de los años 50, principalmente gracias a Italia y la idea del neorrealismo. La palabra “idea” es importante aquí; no la praxis, sino la(s) idea(s). De hecho: el neorrealismo ideal se impregnó de ello. Cuando se hablaba entonces de neorrealismo, se trataba esencialmente de lo que Rossellini y De Sica decían haber hecho en Roma, città aperta (1945) y Sciuscià (1946), respectivamente: que salieron del estudio a la calle y filmaron historias de la vida cotidiana utilizando a aficionados. Debe tenerse en cuenta que nada de esto era realmente cierto en cualquiera de las dos películas: utilizaron actores profesionales; cuando filmaron al aire libre acordonaron buena parte de calles y plazas para instalar las luces como si estuvieran en un estudio; etc., etc.; y eso es lo que se aprecia si se ven cuidadosamente las películas. Debe tenerse en cuenta también que Federico Fellini, Luchino Visconti, etc. también eran comprendidos como neorrealistas, y sus obras no eran ciertamente pequeñas, ni tenían la intención de grabar humildemente vidas cotidianas (que serían las lecturas más extremas del neorrealismo). Y, aun así, había algo puro en ellas: la idea de filmar la realidad tal como es. La Segunda Guerra Mundial, con su Propaganda Wall of Noise, hizo que esto pareciera muy deseable; además, como el Occidente capitalista siempre acusó al estado comunista del Este de ofrecer poco más que palabrería barata y agitadora, el realismo se convirtió en un árbitro de la verdad: si puedes filmar a tu país y a tu gente de una manera totalmente desprovista de adornos y señalar tus propios defectos, bueno, entonces debes ser un país verdaderamente democrático y, por lo tanto, libre.
Además del neorrealismo, el direct cinema es la mayor innovación/ideología estética de la época. El direct cinema fue posible gracias a algunos de los mejores inventos de la Segunda Guerra Mundial en el campo de la guerra audiovisual: cámaras de 16 mm fáciles de transportar y un stock más rápido que hizo posible y asequible el rodaje sin (demasiada...) luz adicional.
(El direct cinema pronto se convertiría en cine documental como tal. Cuando hablamos de cine documental hoy en día solemos referirnos al direct cinema; llamémoslo así: uno de los mayores triunfos ideológicos conseguidos por Occidente; que ahora solo consideremos real lo que sucede frente a la cámara deja al mundo en un estado de permanente Ahora, sin futuro, sin algo a lo que mirar, sin algo por lo que trabajar, tal y como nos invitaban las viejas prácticas documentales. Pero esto es solo un paréntesis).
Hubo directores que no tardaron en experimentar con las posibles fusiones del direct cinema y la ficción cinematográfica. Morris Engel fue probablemente, al menos en Estados Unidos, el primero de ellos con Little Fugitive (1953; codirigida por Ruth Orkin y Ray Ashley). Pronto entrarían miembros de El Grupo —así como “asociados tácitos”—: primero, Lionel Rogosin con On the Bowery y Come Back, Africa!; luego, John Cassavetes con Shadows; Robert Frank y Alfred Leslie con Pull My Daisy (una película que, debo decir, fue confundida durante mucho tiempo con una suerte de semi-documental: la gente asumió que la acción estaba inspirada en Allen Ginsberg y Gregory Corso, a quienes, por así decirlo, Frank y Leslie habían pillado en el acto creativo, cuando en realidad, y de forma evidente, es la adaptación de una obra de Jack Kerouac que nunca había sido representada); Shirley Clarke con The Connection (1961), basada en una obra de teatro, y The Cool World (1964); Norman C. Chaitin con The Small Hours (1962; con fotografía de Sheldon Rochlin); y, luego, The Brig (1964), de Jonas Mekas, basada en una obra teatral, como The Connection (luego volveremos sobre ello). En dicho intervalo, un solitario llamado Kent Mackenzie hizo una obra maestra, olvidada durante años y titulada The Exiles (1958). Ciertamente, hubo otras partes del país cuya historia cinematográfica ha sido mal trazada que también contribuyeron a esta línea del cine estadounidense: el Midwest; Ohio; o los Apalaches, donde Joseph L. Anderson rodó en 1967 la recientemente redescubierta y revalorada Spring Night, Summer Night. Sabe Dios cuántas más siguen perdidas…
(Film Culture 22/23, por cierto, incluye un ensayo sobre Richard Leacock, uno de los más grandes directores de cine…)
Uno podría haber mencionado aquí a Strick y su The Savage Eye (1960, rodada en tándem con Sidney Meyers y Ben Maddow), pero de nuevo: es una meta-happy movie —una película sobre el realismo como ficción—, un fraude, por así decir. Strick quizás solo pensó dos veces a lo largo de su vida en el poder de la película para capturar como tal esa bestia mítica llamada Lo Real. Al principio fue muy premiado por Interviews with My Lai Veterans (1971) (Academy Award Best Documentary Short), mientras que luego la obra-epílogo Criminals (1997) fue muy ignorada. Lo Real, por lo demás, no era sino un espectáculo. Su primer corto, Muscle Beach (1948), rodado junto a Irving Lerner, es un ejemplo perfecto para esto: un documental sobre un día en la vida del (entonces moralmente dudoso) sector izquierdo de/en Santa Monica, donde lo ordinario es extraordinario, donde lo vulgar se vuelve cautivador, lo grosero tierno y lo grotesco sublime; ese tramo de arena es un teatro más que cualquier otra cosa; en la entonces prestigiosa moda documental surrealista, Strick hizo que la cuna de la cultura estadounidense del fitness pasara a ser Las Hurdes de California, con un claro toque de luz noir hopperiana…
Igual que su primer trabajo, que sugiere el grupo de referencias y de alusiones antedichas, el cine era para Strick algo hecho de fusiones: un arte impuro, aunque total, profundamente arraigado en —el respeto por— otras artes pictóricas, sonoras y narrativas (teatro: The Balcony; literatura: Ulysses, 1967; Tropic of Cancer, 1970; A Portrait of the Artist As a Young Man, 1979…). Vale la pena mencionar que Strick colaboró estrechamente con Jack Couffer, autor de documentales sobre la vida salvaje, el James Algar de los días de Easy Rider (1969; Dennis Hopper); es, una vez más, un cine que por entonces no era considerado inteligente ni a la moda entre los críticos. El arte de Strick era anatema para la gente enamorada del concepto de cine “americano”. O dicho de otra forma: el cine de Strick era un gran ejemplo de todo lo que Cahiers du Cinéma había dicho al mundo que resultaba indeseable; películas como Ulysses eran vistas como lo peor del cinéma de qualité. Realmente, aún peor: era un cine burgués de calidad sin raíces en la cultura clásica de producción, que, por lo tanto, tenía mayor motivo para soportar una apreciación más convencional, porque era una creación solitaria condenada a sostenerse económicamente por sí misma (no había, en la misma compañía, otra producción que pudiera amortiguar un fracaso financiero) y destinada a ser estrenada en la zona de vacío que ahora llamamos salas independientes. Este era, por así decirlo, el siguiente paso: películas para un mundo después del cine, si este último es entendido como un complejo industrial de producción, distribución y consumo.
Pongámonos apodícticos: la década de los cincuenta (que, en realidad, empiezan en algún lugar a finales de los cuarenta y terminan a finales de los sesenta) es la gran era del realismo; después de la Segunda Guerra Mundial, la necesidad/voluntad de ver y de hablar sobre las cosas tal y como son (o, al menos, como aparecen) era inmensa (o, al menos, considerada deseable desde un punto de vista político). Lo que incluye, paradójicamente solo en apariencia, una profunda fascinación y voluntad por la Abstracción en su versión más frontal, feroz, furiosa y exasperante: vale pensar en la Nouveau roman francesa, que son arabescos metalingüísticos; en el ya mencionado Expresionismo Abstracto; en el resurgimiento del Surrealismo en muchos países, etc. (o incluso el cinema verité, la respuesta francesa al direct cinema, que es, en esencia, filosófica y ensayísticamente más reflexiva, como muestran sus dos principales practicantes: Jean Rouch y François Reichenbach, profundamente enraizados en el Surrealismo…); recuérdese que esas Abstracciones eran habitualmente consideradas un Realismo Interior: un realismo del alma, en línea con la obsesión, propia de los años cincuenta, por la psicología y la psicoterapia —por lo que, aun cuando era abstracto, seguía siendo realista—. Eran dos extremos: el Realismo Documental y su antagonista, el Realismo Abstracto, dos caras de la misma moneda que peleaban entre sí con resultados que con frecuencia han sido contradictorios, en el sentido de que varias de las más fascinantes producciones de la época eran, muchas veces, fusiones extravagantes de inspiraciones estéticas/éticas aparentemente contrarias. Valga un ejemplo verdaderamente oscuro: la serie de televisión CBS Is There (más tarde You Are There, 1953-1957), en la que conocidos periodistas informaban “en directo” de eventos históricos famosos (la conquista de México, la muerte de Sócrates, el ataque a Pearl Harbor, la última representación de Sarah Bernhardt, etc.). Había, por un lado, afectaciones realistas en los asuntos de actualidad (Walter Cronkite presentaba el espectáculo de la misma forma que presentaba las noticias); la (ilusoria) inmediatez de ver la historia, aún en ciernes, con sus protagonistas comentado la situación y su papel dentro de ella. Y, por el otro, la completa imposibilidad de la premisa básica del espectáculo: el estudio obvio de las representaciones, etc. Es significativo que, cuando Peter Watkins hizo algo similar alrededor de una década después —si bien usando la técnica del reportaje, propia del direct cinema— se “sumergió” en el momento histórico en lugar de “afrontarlo”, y con un reportero corriente en lugar de con una superestrella: Cronkite hacía la presentación y preguntaba (la gente vio originalidad en estos docudramas, no solo una deriva creativa…). Por su bravuconería anti-ilusionista de signo brechtiano, Culloden, del mismo Watkins, es más que una pieza —mientras que cualquier episodio de CBS Is There mantiene al espectador totalmente a distancia—, ya que presenta los dos elementos: el reportaje en directo y la recreación, nunca convertidos en un todo continuo. Los productores de CBS Is There, a todas luces, siguieron un camino similar, pero completamente opuesto al de Watkins, con su siguiente ensayo de recreación histórica: la serie Profiles in Courage (1964-1965), una adaptación del libro homónino de John Fitzgerald Kennedy. También perdieron la combinación brechtiana o surrealista del relato directo de los sucesos históricos a la manera de gran ficción narrativa.
El mismo año que Watkins estrenó Culloden y que CBS empezó a emitir Profiles in Courage, Jonas Mekas hizo la que probablemente fue su mejor película (incluso si él mismo no lo hubiera visto así): The Brig, adaptación de una obra homónima de Kenneth H. Brown representada por Judith Malina y Julian Beck en el Living Theatre de Nueva York. The Brig no era la primera adaptación que un miembro de El Grupo hacía de una pieza teatral —ahí está Pull My Daisy, desde luego, pero de mayor importancia fue The Connection, de Shirley Clarke, inspirada también en una producción del Living Theatre—. Vistas hoy, en The Connection y The Brig sorprenden la artificialidad de los escenarios y la actuación —ciertamente parecen más una grabación de obras teatrales que películas que bucean en la realidad del Aquí y del Ahora—. Es difícil pensar que, en su día, la gente, supuestamente, creía que The Brig estaba documentando la vida en una cárcel de Marines de los Estados Unidos. ¿Realmente lo creían? ¿El enfoque del direct cinema los atrapó de tal forma que volvió todo real(ista)? ¿O es que la película, gracias precisamente al enfoque del direct cinema (que acentuaba el vertiginoso realismo del método del Living Theatre) hacía la realidad de la violencia y la humillación más palpable? ¿Acaso saca a relucir la Realidad Interior de todo ello, o quizás, al contrario, clarifica las estructuras político-sociales que permiten y aceptan tales comportamientos? ¿Aclaraba el interior o el exterior de lo que contaba? Quizás el triunfo de The Brig es que logra ambas cosas: interior y exterior pasan a ser uno y lo mismo, al menos para una cierta mentalidad liberal educada, sin necesidad de cambiar enfoques estéticos.
Quizás todo esto dice también algo sobre el vínculo entre los años cincuenta y los sesenta: estos últimos solucionaron el caos creativo de los primeros al clarificar tendencias y géneros, al hacer todo más fácil de digerir y, por ende, más fácil de interpretar.
(Pero ahí, dicho sea entre paréntesis, reposa también un problema que sigue atormentándonos y que es, por ahora, probablemente el mayor problema político-social a la vista: que las cosas se hayan dividido tanto que todo se esté viniendo abajo. La larga década de los cincuenta fue, de lejos, el último período en el que podemos hablar con seguridad de un cuerpo político que tenía una idea de sí mismo como un todo unitario; compuesto, desde luego, por diferentes partes [y, ciertamente, carente de cualquier realidad igualitaria, incluso si oficialmente el espíritu estaba allí… No olvidemos a W. E. B. Dubois señalando que los negros estadounidenses tienen una doble conciencia], pero todavía era una cultura. Desde entonces, la idea de las comunidades y de los grupos [identitarios, de izquierda, de centro, de derecha, de género, de etnia, etc.] con intereses comunes se ha vuelto más y más poderosa, especialmente entre aquellos burgueses que se consideran liberales e ilustrados, lo que conduce a una idea de la cultura definida más por lo que separa a las personas que por lo que las une. Ahora ya no se trata de e pluribus: UNUM!, sino de e PLURIBUS unum…).
La prácticamente indigerible mezcla de formas y tendencias de la coproducción francesa-estadounidense Closed Vision (1954), de Marc’O, podría ser vista como la cúspide de dicha voluntad de fusión, un cine arte total; un engrudo integral que incluye todo, a la vez que no se interesa de ningún modo en el trabajo con códigos populares de narración y representación ya establecidos; repárese en que Hollywood es también un cine total, y nadie más que la industria ha probado durante décadas que está dispuesto a comprometerse creativamente con las últimas tendencias y las últimas tecnologías —pero nunca a costa de la accesibilidad de una obra, a fin de que esta sea tan accesible como sea posible—. Marc’O y, en cierta forma, El Grupo no sintieron la urgencia de ser comprendidos; buscaban alcanzar los límites del cine, solo por el maldito placer de hacerlo. En la era de la bomba atómica, solo la orilla más lejana haría las veces de final de viaje.
Ahora bien, según sugiere el título de Closed Vision, quizás una “visión sin fronteras” de 360º —por la que luchas, implícitamente, si intentas fusionar los impulsos más contradictorios en una suerte de todo coherente— significa que, al final, no ves nada con claridad —la totalidad termina por cegarte—. Pero como la década de los cincuenta se encargó de mostrar: ver claramente ciertos aspectos de la sociedad se convirtió en un imperativo político. El título de Emile De Antonio menos visto durante los sesenta proporciona (cortesía del poema And All We Call American, escrito por Robert Frost en 1951) quizás la descripción perfecta del problema: American Is Hard to See (1970). El cine estaba allí para solucionar el problema.
Entonces, actuando sobre las cosas, reaccionando a los acontecimientos sociales, el activismo se volvería cada vez más importante a partir de finales de la década de 1940, culminando en las protestas de finales de la década de 1960 contra la guerra de Vietnam y todas las tendencias y realidades opresivas dentro de los Estados Unidos. Algunas de las películas que todavía se celebran de los miembros de El Grupo serían decisivas para esta contracultura de la información, sin duda Point of Order (1964) y In the Year of the Pig (1969), de Emile De Antonio, Good Times, Wonderful Times (1965), de Lionel Rogosin, y, de una manera menos notable y a escala, también cortos tan diversos como el tres directo Sunday (1961) de Dan Drasin o la positivamente grotesca y espantosa Interview with the Ambassador from Lapland, Time-Life Newsreel (1967), de Adolfas Mekas.
El año en que se inicia el movimiento de los derechos civiles es 1954, y eso es así en términos de acción legal y social, pero es en 1949 cuando Hollywood comienza a producir películas que tratan temas relacionados con los negros: Home of the Brave (Mark Robson), Lost Boundaries (Alfred Louis Werker), Intruder in the Dust (Clarence Brown).
(Mencionemos aquí entre paréntesis que 1947-8 fue un año decisivo en cuanto al tratamiento por parte de Hollywood del antisemitismo: los dos principales aspirantes al Premio de la Academia, Gentleman’s Agreement, de Elia Kazan, y Crossfire, de Edward Dmytryk, trataron el tema, y la clase alta del primero venció a la clase baja del último. En 1948, el año comúnmente considerado como el final del período de posguerra, Sidney Meyer produjo de forma independiente el filme de temática racial The Quiet One, mientras que Leo Hurwitz estrenó Strange Victory, su desolador resumen de no ficción sobre la política de esa breve época, preguntándose para qué sirvieron todos los sufrimientos y todas las pérdidas de la Segunda Guerra Mundial si tres años más tarde los judíos seguían siendo discriminados en los Estados Unidos. Los campos de concentración habían sido liberados en Europa y los nazis y sus colaboradores seguían siendo llevados ante la justicia, pero al volver a casa los mismos sentimientos que estaban detrás de estas atrocidades seguían vivos y prácticamente indiscutidos, desde luego en las partes del país menos apreciadas en general. Una vez más, Home of the Brave se basa en la obra de teatro homónima de Arthur Laurents (1946), dedicada al antisemitismo y no a las tensiones raciales en el ejército —el hecho de que el presidente Truman, mediante el decreto 9981, acabase el 26 de julio de 1948 de una vez por todas con la segregación racial en las fuerzas armadas de los Estados Unidos hizo que este cambio de enfoque dramático fuera un poco extraño: ¿la película quería reforzar un impulso político de actualidad y urgencia o estaba renunciando silenciosamente a un problema que obviamente no era tan fácil de resolver en tanto que se refería a la clase dominante más que a las clases gobernadas, o ambas cosas? Esto último parece cierto: las preocupaciones sobre el antisemitismo desaparecieron discretamente de la agenda de la burguesía liberal estadounidense —pero es curioso que de repente resurgieran en la espléndida obra de Richard Thorpe, una adaptación del Ivanhoe de Walter Scott, como si se tratara de un tema sobre el que era mejor hablar desde este género, maravillosamente estridente—, las energías políticas se canalizaron de nuevo hacia lo que pronto se llamaría el movimiento de los derechos civiles, es decir, la abolición de la discriminación racial. Es digno de mención que muchos judíos entendieron lo que estaba ocurriendo y apoyaron masivamente el movimiento por los derechos civiles, que interpretaron correctamente como un movimiento que también luchaba contra el antisemitismo, aunque solo fuera de rebote; digamos que la raza proporcionó en este punto un enfoque político más agudo que la religión, el «ayúdanos, Señor» o la clase…).
De entre todos, Lost Boundaries es particularmente interesante en este contexto, ya que trata un tema similar al de Shadows alrededor de una década después: aquí —personas negras de piel tan clara que son confundidas con personas blancas. En realidad, es la convergencia del propio movimiento por los derechos civiles de la burguesía liberal con el universo bohemio Beat/energía de Shadows lo que le da al cine de El Grupo (si queremos verlo como un único cine, como deberíamos hacer) su momentum más-que-necesario— está la chispa que lo ilumina todo.
No hay que subestimar la cuestión de la raza por la atención que recibe del cine, que pronto encontrará una forma unitaria en El Grupo: al mismo tiempo que la segunda (y ahora únicamente disponible) versión de Shadows se convierte en un éxito, Lionel Rogosin presentó Come Back, Africa!, su trabajo sobre el Apartheid en Sudáfrica, mientras que el único director negro del grupo, Edward Bland, irrumpió con The Cry of Jazz (1959). Tal vez sea significativo el hecho de que pasaron ocho años hasta que apareció un combo comparable, con los estrenos de Portrait of Jason, de Shirley Clarke, y Black Liberation, de Édouard de Laurot —¿él último «hurra» de El Grupo?—. David E. James tenía algo relevante que decir sobre el tema, pero curiosamente lo puso en una nota a pie de página: «Aunque la tradición de la representación de los negros por el underground se remonta a The Queen of Sheba Meets the Atom Man (1963), de Ron Rice, Guns of the Trees y Shadows, Come Back, Africa! y The Quiet One, la raza negra es frecuentemente utilizada como metáfora de los deseos y miedos de los blancos. Incluso en algunos ejemplos de control de los negros sobre su representación, como Portrait of Jason, se sensacionaliza y espectaculariza el tema. Sin embargo, su uso de la música negra y la representación underground del pueblo negro hizo de la película un momento importante para el Black cinema; la reproducción en el medium cinematográfico de las cualidades formales y sociales del jazz es aún más significativa a la hora de señalar los términos en los que se pudo desarrollar el Black cinema popular, pues propició una situación diferente para el medium en la sociedad negra en general. El eslabón perdido entre el underground bohemio y el Black cinema es, por supuesto, Amiri Baraka: si su Dutchman (1967), realizado en Inglaterra, hubiera sido un éxito para los negros, parte de la energía del revitalizado teatro negro podría haber llegado al cine». [Nota: para facilitar la lectura obviaremos los directores y las fechas de estreno de las películas que ya han sido mencionadas en el texto]. Resulta bastante reveladora en este punto la ausencia de Edward Bland y The Cry of Jazz —no solo en esta nota al pie de página, donde podría alegarse que se está tratando la cuestión de la cultura bohemia blanca frente a la sociedad negra, sino en todo Allegories of Cinema. American Film in the Sixties…—. ¿Habría cambiado algo? No mucho, pero al menos habría sugerido que las cosas no eran tan claras como James las hace ver aquí. Podemos decir que la claridad de James es un producto académico de los años 60 que habla de un fenómeno de los años 50 —aunque James parece considerar que El Grupo es algo más propio de los 60—. En realidad, El Grupo fue para el cine estadounidense una bisagra entre décadas y conceptos, una membrana a través de la cual se transformó una forma cultural en otra —de la misma manera que la sociedad estadounidense se transformó desde los años 50 hasta los 60 a través del movimiento por los derechos civiles—. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que El Grupo sea el equivalente del movimiento por los derechos civiles para el cine —y solo pudo serlo, por dar un ejemplo polémico, debido al hecho de que fue igual de burgués-bohemio-blanco y absolutamente despreocupado por todo lo concerniente a la cuestión de clase—.
(Es revelador que Hollywood y no el underground o cualquier otro tipo de producción cinematográfica paralela proporcionó a los Estados Unidos un cine muy decente y con conciencia de clase en 1960: la adaptación de Irving Lerner del clásico proletario Studs Lonnigan.)
Se podría decir también que esto explica más que cualquier especulación estética por qué El Grupo estaba condenado al fracaso: su cine era económicamente insostenible.
Ciertamente, el dinero estaba en la mente de Mekas cuando invitó a la gente a la reunión del 28 de septiembre en el Producer’s Theater: tres de los 24 presentes figuraban en la lista de los firmantes como productores (Walter Gutman, David C. Stone y Lewis Maitland Allen), uno como distribuidor (Emile De Antonio), uno como productor y distribuidor (Don Gillin), uno como director de sala (Daniel Talbot) y uno como abogado especializado en derechos cinematográficos y de salas (Jack Perlman). Es decir: para Mekas, esto fue una reunión de negocios —obviamente creía en un Cine Arte Americano—, porque, en pocas palabras, lo que El Grupo quería era poder ser financiado y distribuido a través de un vínculo con las salas más atrevidas. En la primera mitad de los años 60, Mekas experimentó con varias formas alternativas de producción cinematográfica y de distribución (por ejemplo: la exhibición itinerante de cortometrajes experimentales, que tampoco funcionó al principio), muy consciente, al parecer, de que el cine que le interesaba —que aún no había tomado forma en él, como demuestran Guns of the Trees y The Brig— no era sostenible mediante los métodos y cauces establecidos; era demasiado marginal, dirigido exclusivamente a un público minoritario (los liberales blancos a la última), y que se hacía sin ningún interés por dirigirse a nadie más. Un boutique art, en el lenguaje actual. Ahora bien, una de las verdades indiscutibles del cine es que toda película en algún momento reporta un beneficio —el problema es: ¿cuándo?—. Mekas et. al. descubrieron por las malas que su cine no devolvía la inversión inicial lo suficientemente rápido. En esto no les fue mejor que a otros grupos y movimientos contemporáneos: los primeros días del joven cine alemán, por ejemplo, se caracterizan por las quiebras en chaîne, cuando el público no llegó tras los primeros pequeños éxitos. La solución del FRG al problema, hélas, no funcionó en los Estados Unidos: las ayudas para películas. Es cierto que la National Endowment for the Arts, PBS, el American Film Institute y otras entidades similares ayudarían a partir de cierto punto, pero no con la producción de obras como los largometrajes de ficción de Clarke, Rogosin, Cassavetes o Mekas (Adolfas). Es decir: el cine de El Grupo era demasiado grande y demasiado pequeño al mismo tiempo.
En 1964 Mekas dijo en su Filmmaker’s Journal: «El cine americano permanece en Hollywood y en el underground de Nueva York. No hay ningún cine “arte” americano». El underground del que hablaba abandonaría la narrativa en el sentido clásico; solo se permitirían parodias y pastiches como los de Jack Smith, Ron Rice los hermanos Kuchar o Andy Warhol, y las formas autobiográficas (y sí: seguramente hay excepciones a esta regla); Mekas (Jonas), por supuesto, dejó de trabajar en la ficción, y también Gregory Markopoulos poco a poco dejaría de trabajar en ese sentido, mientras que Clarke, que había experimentado con la abstracción antes de interesarse por la narrativa, volvería a esta esfera con sus últimas películas sobre danza; Mekas (Adolfas) nunca dejó de lado las narraciones, sino que tendía a mantenerlas divertidas y breves. Una película underground, tal y como Mekas llegó a entenderla, debería ser siempre un acto de autoexpresión radical, una revelación, desinteresada en la legibilidad general, preocupada por nada más que por ser honesta con sus propias ideas y sus sentimientos más íntimos; Mekas (Jonas) lo haría a través de diarios, notas y bocetos, mientras que Frank seguiría un camino similar, aunque con un toque documental un poco más clásico, lo mismo que Alfred Leslie, eternamente encubierto por la enorme sombra de Frank. La cima del realismo underground es la materia cinematográfica propiamente dicha. Ninguna toma puede ser más precisa que la que se hace por puro instinto, ya sea en la cámara o en la mesa de edición. Es revelador que durante la posguerra figuras del canon de la vanguardia como James Broughton, Sidney Peterson o Jerome Hill dejaran de ser importantes por estar, quizá, demasiado cerca de los modos de representación surrealistas clásicos, que eran muy fáciles de leer como alegorías.
Con el underground, Mekas penetró en un mundo de alegre y a(nti)social intimismo. Cassavetes convertiría su arte en un juego apasionado, demostrando lo suficiente como para aprovechar sus oportunidades y encontrar un camino que nadie más podría haber seguido, único, abierto solo a él. De Antonio era rico y, por lo tanto, nunca tuvo que preocuparse. Peter Bogdanovich, finalmente, iría a Hollywood y llevaría una vida más fascinante que toda su obra cinematográfica (la cual es mejor que la fama que tiene), pero que pareció mejor de lo que fue en realidad.