León de Oro en otoño y en invierno en las salas, el último filme de Agnès Varda (el primero que ha “cine-escrito”) comienza con un juego de palabras. Siempre pródiga en calambures, A.V. reemplazó “sin fe” [sans foi] por un “sin techo” [sans toit] que no protege ni del frío ni de esa ley que dice que, a la larga, el frío mata. Porque ha matado, encontramos en un foso el cuerpo rígido de una joven campista, nacida Simone Bergeron, que atravesará el filme bajo el nombre de Mona. ¿Quién fue Mona? Una sucesión de reconstrucciones, testimonios, indicios, sainetes y migajas no aporta gran cosa. Quien se inclinara sobre “el caso Mona” se alzaría con las manos vacías. No hay crimen ni culpa con la que cargar. Solo una de esas noticias del periódico que se archivan rápido.
Morir de frío (en el cine, al menos) no es banal. El frío no es un tema banal. Sobre todo cuando se lo padece con paciencia, como la fatalidad de un frío “en sí”. El frío es un buen tema porque lo modifica todo, imperceptiblemente: la interpretación “blanca” de los actores helados, el comienzo avaro de las palabras, los cuerpos entumecidos y los discursos inútiles. Y el frío vardiano muerde tanto más cuanto que no se trata del Gran Nord sino del sur de Francia, con bestias en hibernación, plantas mustias, invernaderos de cristales empañados y pueblos desiertos. En el frío hay que reinventarlo todo, incluso el cine. Gracias al frío, Varda reinventó a Sandrine Bonnaire.
Si no fuera por ese frío, por el pan helado e incomible y otros gags penosos, por las casas tomadas como iglúes y los refugios encontrados al azar, por el sol que no calienta y la bella fotografía de Patrick Blossier, el filme de Varda tendría ya, si no un gran tema, al menos un verdadero “motivo”. Como si (aquí me anticipo) en el momento en el que la cineasta acepta no comprender a Mona, sin embargo el único objeto de su curiosidad, no le quedara más que concentrarse en el motivo. Como si la mirada de Varda, cáustica y sin compasión, hubiera decidido, ironizando sobre sí misma, poner el frío frente a la cámara y pasear por allí a Mona como la antorcha pálida que ilumina el paisaje antes de extinguirse.
El deseo de comprender (todo) y el deseo de (solo) mostrar se disputan Sin techo ni ley. Al contar las últimas semanas de la vida de Mona, Varda pasa revista a todos los tratamientos posibles del tema y no se atreve a confesarse demasiado que son inadecuados, obsoletos e indignos de un personaje tan fuerte como Mona. No funciona, no funciona más, no funciona en absoluto; la investigación que explota, el retrato revelado poco a poco, el paso del espíritu de los tiempos, todo eso que Varda, justamente, sabía cocinar más o menos bien. Esta vez la investigación no aportaría nada y el caleidoscopio dejaría a Don/Doña Nadie como lo/la encontramos. En cuanto a la juventud marginal de mediados de los años ‘80, habita el filme en un plano de igualdad con los otros personajes, sin ataduras [attaches] pero sin que eso la vuelva, no obstante, entrañable [attachante].
Rodaje de Sin techo ni ley
Ahora bien, en los años ‘60, el personaje del “marginal” era un buen tema para un guion. Víctima de la sociedad, reanimador de utopías o revelador de contradicciones, el marginal tenía algo de antihéroe simpáticamente positivo. Bastaba seguirlo para arrojar una mirada al sesgo a la “sociedad” que su caída libre iluminaba como una estrella fugaz. Y luego he aquí a Mona-1985, que habla poco, no reivindica nada, no da nada y toma poco, no acusa a nadie y muere en un descampado.
Lo que salta (con un ruido seco) es entonces la oposición cómoda entre el individuo (libre, aunque desdichado) y la sociedad (podrida, aunque confortable). En la constelación tristona de los personajes, todos secundarios, con los que se cruza Mona ya no hay, en definitiva, sino marginales. Para algunos, Mona pasa como una idea general, un emblema fugaz, un principio de imagen. Sin más. Pero de Yolande, la sirvientita ontológica, enamorada de un gamberro inútil y guardiana de una abuela postrada, al improbable hippie filósofo que, encolerizado, solo ve en la pereza de Mona un vulgar error, pasando por el amable tunecino que le enseña a podar la viña antes de pedirle que se largue o el squatter quejoso que sospecha que ella se quedó con él solo para fumar su hierba y robarle su radio, ya no hay, en ninguna parte, un gramo de generosidad. Una pequeñez generalizada devora “lo social” y lo fija en un desfile apenas extravagante de compañeros de un día.
Sandrine Bonnaire debe haber necesitado un gran determinación para interpretar a Mona, una campista sucia y congelada, de indomesticable mal humor. Así como Agnès Varda necesitó la rabia de contar solo consigo misma para salir de ese purgatorio del cine francés del que nunca está muy lejos. En este sentido, la energía de la cineasta y la de su actriz son paralelas. Pero solo paralelas, ya que la honestidad de Varda consiste en decir que no se sabe todavía de qué esta hecha una “Mona”. O, dicho más sociológicamente, que eso que, tarde o temprano, llamamos en la vida “la nueva generación” tiene en principio el rostro de un enigma. Que hay que respetar.
Por eso hay que volver al frío. ¿En qué se distingue Mona de los demás (incluidos todos los otros marginales)? En que, con la mochila a la espalda, acampa en pleno invierno, en un momento en el que incluso los campistas no acampan. En este sentido, lanza un desafío al frío, ignorando soberbiamente que puede ser mortal. Como si las cuentas con “lo social” estuvieran saldadas y de ahora en adelante hubiera que luchar, y contar, con el paisaje.
Por lo tanto, no resulta tan indiferente que Mona encuentre en su camino a otra mujer que, ella también, ajusta cuentas con la naturaleza y con esa parte de la naturaleza que se llama plátano. En el rol de alma buena platanóloga y universitaria madura, Macha Méril es más que creíble y el trecho de camino durante el que acompaña a Mona quizá no sea insignificante. Porque el único deseo que Mona manifiesta en el curso del filme no tiene nada que ver con la crítica o la destrucción sino con la conservación. Mona quisiera cuidar algo: niños, casas vacías. La platanóloga, por su parte, quisiera conservar a los plátanos con vida (pero un mal secreto los carcome, también a ellos).
Sin techo ni ley
Si agregamos que Agnès Varda quisiera conservar ella también una oportunidad de hacer cine (el suyo) y que su incansable curiosidad la aleja regularmente de los guiones de cemento y las historias que se cuentan solas, habremos cerrado el círculo de lo que le sucede al cine de autor cuando del atronador “derecho a la creación” se pasa a un extraño “déjenlos vivir”. Ecológica, la cadena tiene sus eslabones. Antes de filmar plátanos, hay que mirarlos, y antes de mirarlos, hay que saber que pueden, ellos también, estar enfermos (por lo tanto, ser cuidados). Y como no se trata de hacer un documental sobre los plátanos, hay que buscar al personaje que, en un momento de su deriva, los encuentre de otro modo que al volante de su coche.
Se habla mucho de la deserción del público (de las salas) y no lo suficiente de la desertificación del paisaje fílmico. Se trata sin embargo de un mismo y único fenómeno. Tanner está orgulloso de haber captado un hato de vacas en reposo, a Wenders lo entristece que no se pueda mirar un tren japonés con tanta emoción como Ozu. Problemas de pintores, de contemplativos, se dirá. Problemas superados, agregará alguien, ya que el cine ha llegado por fin a contemplarse a sí mismo y contentarse con ello. Pero me gusta pensar que Mona, la campista, más allá de las décadas de “reivindicaciones sociales”, ha sido librada por Varda al movimiento rabioso e instintivo de la que “vela” por el paisaje como por un vago tesoro. A destiempo.
Agnès Varda