TODO SE DESMORONA.
LA MÚSICA DE LA CARRETERA PERDIDA
LA MÚSICA DE LA CARRETERA PERDIDA
Jesús Cortés
1. Muy pocos ejemplos más se me ocurren de soundtracks que reflejen el estado musical de las cosas en lo referente al rock y al pop de los años ‘90. Quizá Solteros (Singles, 1992), de Cameron Crowe; Los jueces de la noche (Judgement night, 1993), de Stephen Hopkins; Asesinos natos (Natural born killers, 1994), de Oliver Stone; Trainspotting (1997), de Danny Boyle, Pena de muerte (Dead man walking, 1995), de Tim Robbins o El cuervo (The crow, 1994), de Alex Proyas.
Los años precedentes, los últimos tres o cuatro del decenio anterior y lo transcurrido de la década de los noventa, habían arrojado una cosecha tan variada y rica en los terrenos del pop y del rock –casi quince años de explosión absoluta y generalizada–, que parecía que no cesaría nunca. Pero sucedió y lo hizo, tal vez, en el momento más inesperado. Cuando en enero de 1997 se estrenó en Francia y en el Festival de Sundance el séptimo largometraje de David Lynch, con una banda sonora cargada de nombres por entonces muy populares, la euforia de cinéfilos y melómanos era considerable. Lynchiano ya era un adjetivo bastante repetido en cualquier ámbito, y el sorprendente abandono de los oldies y de la música new age –omnipresentes en los anteriores acompañamientos de sus películas–, cayó como una bendición entre sus seguidores más volcados en la escena musical, al tiempo que dejó descolocados a aquellos que siempre lo habían mirado con recelo.
Con los buenos y nuevos tiempos musicales había llegado, curiosamente, la consagración definitiva del cine de David Lynch. Lejana –en jerga académica– promesa sin confirmar del cine americano desde El hombre elefante (The elephant man, 1980), capaz de confundir a muchos a cada nuevo paso, hasta que todo cambió con una serie de televisión: Twin Peaks (David Lynch, Mark Frost, 1990). A partir de entonces, Lynch se confirmó como un “caso perdido” para quienes alguna vez lo vieron como un posible abanderado del eterno retorno al clasicismo. La década de los ‘80 no había sido precisamente buena para él. Su exigua producción, la más escasa de toda su carrera, trajo dos desorientados fracasos hacia su ecuador y hacia el final de la misma: Dune (1984) y Corazón salvaje (Wild at heart, 1990).
La mencionada obra para la pequeña pantalla y el filme que viajó a los alrededores de su génesis, Twin Peaks: Fuego camina conmigo (Twin Peaks: Fire walks with me, 1992), fueron un doble hito: para el medio en el que se programó la serie y para su cine, concentrando lo mejor, lo más original e intenso que nunca había logrado filmar. Para la música contemporánea, por fin hermanada con su cine, llegaban en cambio viejas señales. Había consenso en que se vivían días históricos, y cuando algo es ampliamente señalado en su cumbre, ya hace rato que desciende. Faltaba muy poco para que se finiquitara una era y con cada nimio detalle, se derrumbaba un pilar tras otro. Hagamos memoria [...]