Stalker
Una película se puede interpretar. Esta se presta a ello (incluso si en última instancia se sustrae a la interpretación). Pero no estamos obligados. Una película también se puede mirar. Podemos acechar en ella la aparición de cosas que nunca se habían visto en una película. El espectador que acecha ve cosas que el espectador-intérprete ya no sabe ver. El que acecha permanece en la superficie, porque no cree en el fondo. Me preguntaba al comienzo de este artículo dónde podían haber aprendido los personajes el stalk, esa marcha tortuosa de los que tienen miedo pero han olvidado de qué. ¿Y esos rostros prematuramente envejecidos, esas mini-Zonas donde los rictus se han convertido en arrugas? ¿Y la violencia servil de quien espera recibir golpes (¿o darlos? ¿también ha olvidado eso?). ¿Y la falsa calma del monomaníaco peligroso y las razonamientos extraviados del que está demasiado solo?
Esto no procede solo de la imaginación demiúrgica de Tarkovski, esto no se inventa, viene de otra parte. ¿Pero de dónde? Stalker es una fábula metafísica, un curso de moral, una lección de fe, una reflexión sobre los fines últimos, una búsqueda, todo lo que se quiera. Stalker es también el filme en el que, por primera vez, cruzamos cuerpos y rostros que vienen de un lugar que solo conocíamos de oídas y de leídas. Un lugar del que pensábamos que el cine soviético no había conservado ninguna huella. Ese lugar es el Gulag. La Zona es también un archipiélago. Stalker es también un filme realista.