Introducción
TE VERÉ DENTRO DE VEINTIDOS AÑOS
Roberto Amaba
‘Perro’ es el nombre que le he puesto a mi dolor.
La gaya ciencia (Friedrich Nietzsche)
Aquella mañana, en el salón de su casa, Fred Madison descubrió que los perros invisibles también ladran. El saxofonista, con la mente aletargada tras una noche de mal sueño y peor sexo, se preguntaba por el dueño del animal. Lo hacía sin ser consciente de que el propietario no era otro sino él. Aquellos ladridos, amortiguados por huesos y paredes, eran los únicos signos con los que contaba para dar forma precaria al conjunto. A nosotros, cronistas del suceso, solo nos quedaba compadecernos del personaje: un músico de jazz cuyos oídos siempre fueron los mejores de la ciudad. En su afán por el significado, Fred distorsionó a su antojo la situación. Mientras se irritaba no tanto por el volumen y la impertinencia como por la ausencia de ritmo y armonía, los espectadores hacíamos lo propio con la falta de sentido: los perros invisibles no existen, y si lo hicieran, nunca podrían ladrar.
Carretera perdida es exactamente eso: el perro invisible que ladra. Ajeno a su imposibilidad, ignorante de que en medio de su acto se ha situado al otro lado de la realidad. Un filme rematadamente cuerdo en su locura, es decir, el nuevo modelo de representación que adquiere la razón en un mundo que se ha vuelto loco. En tanto orgía manifiesta de significantes, sus imágenes nos siguen conduciendo al mismo destino que al protagonista: al delirio, a la patología del significado. Veintidós años después, en lugar de ocuparnos de la asombrosa existencia del ladrido, seguimos buscando al perro. Y cuando creemos haberlo encontrado, justo al otro lado de un pasillo insondable, las primeras preguntas no requieren de consenso: ¿Qué querías decir? ¿Qué significaban tus ladridos? ¿Tradúcelos a humano, por favor? El perro, con la sabiduría y el desengaño que aportan los años de perrera, nos mira con lástima, da media vuelta y comienza a menear la cola con aire burlón.
Sin embargo, cuando veo la lustrosa cabellera de David Lynch nunca pienso en un perro, y menos en uno invisible. Siempre que el cineasta agita su cano tupé de rockabilly escarmentado, pienso en el puercoespín que, ante el depredador, se repliega sobre sí mismo erizando las púas. La academia, la crítica y el espectador movemos la trufa olisqueando el punto débil de la defensa. Incapaces de introducir el colmillo de la glosa y tras lamernos las picaduras, nos marchamos a escribir aquello que la frustración nos permita. De ahí que el espíritu de este volumen fuera simple: evitar escribir con la frustración del rostro herido y del estómago vacío. Hacerlo, en cambio, con toda la jovialidad y el entusiasmo que nos permitiera el rigor intelectual. Jamás concebirlo como un concurso de interpretaciones más o menos justificadas o extravagantes. La interpretación ocasional ha sido un subproducto, la tinta en las yemas después de leer los renglones ayudados por los dedos. Hemos intentado examinar lo obvio, atender a la materia, describir los signos por seductores y horrendos que fueran. Para ello adoptamos el mismo método recomendado por Don Quijote a los versos de Lorenzo, el hijo del Caballero del Verde Gabán. Lo hicimos al ser conscientes de que “jamás la glosa podía llegar al texto, y que muchas o las más veces iba la glosa fuera de intención y propósito”. Pero la presencia y la paciencia también conocen límites. Desde el mismo momento en que Alice Wakefield nos susurró al oído que nunca la tendríamos, ella, la imagen, también ha sido susceptible de glosa; esto es, de tortura.
No se pierde lo que se posee, sino aquello que se conoce. Y solo podemos emprender su búsqueda cuando tenemos conciencia de su desaparición. Para encontrar este objeto perdido era necesario saber cómo era, no qué función tenía. El material, el color, el tamaño, la forma, el sonido, si sufría modificaciones, si era capaz o no de desplazarse, y en este caso a qué velocidad, junto a quién, sobre qué terreno y en qué direcciones. Casi todo lo que se pierde puede ser encontrado. El ser humano desaparece de manera voluntaria porque desea renunciar a sus funciones. En la desaparición forzada, se nos priva de ellas. Fred Madison participa de ambas: es un perturbado y es un ejecutado. De ahí deriva toda la aventura, del impulso irrefrenable de una fisiología del deseo. En el momento de ser despojado de sus funciones, Fred elige la desaparición: su mente ejecuta una fuga que transforma los signos a su paso. La asfixia del paradigma sometido a la mente racional hace que el protagonista, digno habitante de fin de milenio, abandone la modernidad exhausta y enclaustrada por la posmodernidad nostálgica y volátil de su alter ego.
Lotte Eisner iniciaba La pantalla demoniaca con una cita del filósofo Leopold Ziegler: “El hombre alemán es el hombre demoniaco por excelencia”. El hombre dual, el hombre tranquilo que deviene asesino. El hombre dócil que mata. El hombre centroeuropeo de Ziegler era todos los hombres. De ahí que en Carretera perdida la figura del doble se abra en racimo delante de nuestros ojos. Ya no es solo el doble, también es la desintegración psíquica de la unidad que lo propicia, la eventual emancipación del doppelgänger y la acción misma de desdoblamiento. Una encrucijada donde los arquetipos estéticos se agolpan junto a los psicológicos, desplazando el estudio de la historia del arte a la historia de la medicina. Todos ellos comparten fondo y competencia: la de una fantasía biológica que, gracias a los axones del cine, adquiere una dimensión sobrenatural.
Esta situación ayuda a constatar una de las escasas naturalezas del mismo cine: su insuficiencia. Saberlo nos permitió ampliar el análisis hacia territorios cuya hospitalidad suele ser agradecida. David Lynch, pintor, escultor, fotógrafo, diseñador y músico, siempre ha dicho que no es un cinéfilo, que su cultura visual es, si acaso, pictórica. Por lo tanto, no se trataba de regresar a las películas de horror de la República de Weimar, ni a las diferentes corrientes históricas del surrealismo cinematográfico, ni a las del cine negro, ni a las del cine experimental de posguerra, ni siquiera a la revenida política de autores. Carretera perdida, en su condición de eslabón perdido, de perro invisible que ladra entre siglos y de artefacto poliestético, dificulta las relaciones con la obra cinematográfica precedente y con la obra por venir. Incluida la más que discutible influencia sobre terceros contemporáneos.
Cuando David Lynch nos sitúa frente a lo cotidiano, hemos de esperar el horror; y cuando nos sitúa frente al horror, hemos de esperar cierta familiaridad. De un cineasta que asegura sentir predilección por la textura de la carne distorsionada, hay que saber apreciar lo tierno en la deformidad y lo siniestro en la pulcritud. Mediante otro de sus topos estéticos favoritos, Lynch no se conforma con disociar y desfigurar a sus personajes y busca hacerlo con el espectador. La carretera, proyección (huida) y succión (inmersión), cuerpo calloso que separa y conecta los hemisferios cerebrales, facilita la maniobra. Si podemos tomar el cine, parafraseando a Serge Daney, no solo como ventana sino como “agujero negro del goce”, como “lo real imposible” que penetra y es penetrado, entonces Carretera perdida deroga la parte adjetival de su sintagma. David Lynch se vale de los orificios como canales de comunicación en su particular estructura espaciotemporal. No en vano, el último fotograma de la película antes de los créditos es el ojo de Fred Madison en su intimidad; carente de mirada, repleto de visión. El ojo transfigurado, falto de iris y por lo tanto de identidad. Un ojo abisal donde la pupila queda constituida como horizonte de sucesos.
Último fotograma de Carretera perdida
La cámara que pasea, que sale y que entra en espacios, superficies y anatomías, obliga al espectador a dejarse jirones de materia gris en cada umbral. Esta espeleología del trasmundo se iniciaba en el conducto industrial de Cabeza borradora, seguía por el ojo asimétrico de la máscara de John Merrick en El hombre elefante y por el conducto auditivo de la oreja de Jeffrey en Terciopelo azul, salía con ironía intermedial de la pantalla de televisión en los créditos de Twin Peaks: Fuego camina conmigo, volvía a hundirse en la caja azul y en la mortaja de Diane en el Mulholland Drive, para acabar la exploración del más allá de la ficción atravesando la quemadura de cigarrillo en Inland Empire. La incursión en la materia infinita de la locura –o en la locura infinita de la materia– tendría su última y esponjosa oportunidad en el hongo atómico de Twin Peaks: El regreso. Aquí, en Carretera perdida, también funciona durante la metamorfosis de Fred y durante las dudas fundadas de Pete. La fuga resulta ser un falso repliegue, una nueva conciencia de la imagen proyectada como madriguera en continua expansión. La imagen que reconcilia la inocencia de Dorothy en El mago de Oz, con la crueldad de Frank Booth en Terciopelo azul. “En ningún sitio como en casa”, decía la primera; “Papi vuelve a casa”, saludaba el segundo mientras se asomaba al vestíbulo primigenio.
Para ser alguien que asegura enamorarse de las ideas, David Lynch puede llegar a ser un gran antiplatónico. Como en buena parte de su filmografía, el cineasta cuestiona la noción universal de lucidez y discernimiento. Y cuando asume su necesidad, invierte el modo de acceso. Ya no se contempla el amarillo de un camino de baldosas, sino el de la línea discontinua de una carretera que solo admite la oscuridad. Lynch ha dejado de girar la vista hacia el fuego que juguetea con nuestra percepción en la sombra, para enfocar la búsqueda en la sima neural, en un sin–cierre perpetuo, en la negrura que, como en un cuadro de Rothko, profundiza su condición. Reciban pues las ideas que contienen estas páginas como posibilidades. Porque las ideas no son, de suyo, linotipias que estampen conocimientos de acuerdo a criterios industriales. Las ideas no funcionan como aquellas tablas de cera platónica donde, según la pureza del alma, se registraban las cosas dignas de ser recordadas. Desconfíen de todo idealismo, desestimen toda pureza; ensaliven la página, hocen el texto, penetren la imagen.
PS.: No se les ocurra imitar a Renee; quédense en casa, lean.
PS.: No se les ocurra imitar a Renee; quédense en casa, lean.
Cabeza borradora, El hombre elefante, Terciopelo azul, Twin Peaks: Fuego camina conmigo,
Carretera perdida, Mulholland Drive, Inland Empire, Twin Peaks: El regreso
Salamanca, otoño de 2018