Botonera

--------------------------------------------------------------

10.4.19

VII. "NARRACIÓN Y MATERIA. SUPERVIVENCIAS DE LA IMAGEN CINEMATOGRÁFICA", Roberto Amaba, Shangrila 2019



Toy Story, John Lasseter, 1995




[...] Entre los años 1997 y 2000, tuvo lugar una sobreestimación monstruosa de las compañías tecnológicas surgidas al amparo del laurel digital, de las nuevas tecnologías y de la expansión de Internet. A partir de la primavera del año 2000, con los activos conquistando cumbre tras cumbre, los mosquetones cedieron. Con el eco de un grito inaudible, los unos y los ceros se despeñaron NASDAQ abajo. Pérdidas masivas, quiebras definitivas. La burbuja puntocom ejerció una suerte de darwinismo comercial. Los supervivientes salieron fortalecidos, con menos competencia, listos para engendrar descendencia. Recordemos un ejemplo que viene muy a cuento. Noviembre de 1995, la compañía Pixar estrena Toy Story (John Lasseter, 1995) –primer largometraje realizado íntegramente en CGI– al tiempo que lanza su OPV (oferta pública de venta) en Bolsa. El primer día, Pixar estuvo a punto de duplicar el precio inicial por acción fijado en 12 dólares. En apenas una semana, sus acciones se revalorizaron hasta alcanzar picos cercanos a los 50 dólares. A día de hoy y desde octubre del 2006, Pixar cotiza en el interior del conglomerado Disney. El precio de la acción levita, ajena a turbulencias, por encima de los 100 dólares. (323) Pixar cabalgó el tsunami finisecular sobre la tabla del relato cinematográfico más ortodoxo.


323. Para hacerse una idea de lo que suponen esas cifras, se puede comparar la cotización de Pixar y Disney con la alcanzada por uno de los paradigmas de la burbuja puntocom dos décadas atrás. TheGlobe.com, una compañía fundada por veinteañeros en 1994 cuyos difusos y primarios servicios digitales consistían en chat, foros y una miscelánea de noticias, realizó su OPV en noviembre de 1998 fijando un precio inicial por acción de 9 dólares. Ese mismo día cerró a más de 63 dólares después de haber alcanzado los 97. Menos de doce meses después, la acción cotizaba a 10 céntimos.


La segunda mitad de la década de los ‘90 fue la de la euforia digital. El Muro se había desmaterializado. El alambre de espino se reciclaba como lazo para regalos y sus piedras y grafitis se vendían como souvenir. Mandela se enfundaba la springboks. Un hombre armado con bolsas de supermercado había derrotado simbólicamente –¡el relato!, los relatos que produjo Occidente a partir de aquella imagen– a los tanques en Tiananmén. Europa, hastiada de la automutilación, cantaba a Beethoven. Estados Unidos seguía preservando la democracia y el petróleo allende sus fronteras. Francis Fukuyama (324) proclamaba el fin de la Historia mientras el Prozac y la Viagra declaraban el estado de felicidad química. Todo iba a ser digital, virtual y automático. Lo que, en aquellos momentos, era sinónimo de global y mejor. Más rápido, más liviano, más fácil, más libre, más barato y hasta más bello. Meñiques extendidos junto al café, días de vino y rosas patrocinados por la New Media Theory y la New Economy. Todo iba a ser mío y tuyo al mismo tiempo. Sin clases ni fronteras. El primer mundo no veía necesario renunciar a la lógica de la abundancia. (325) Tampoco al optimismo. Había encontrado la fórmula del crecimiento perpetuo y amenazaba con erradicar la pobreza del resto del planeta.

324. FUKUYAMA, Francis, El fin de la Historia y el último hombre, Barcelona: Planeta, 2002.

325. URRUTIA, Juan, “Redes de personas, Internet y la lógica de la abundancia. Un paseo por la Nueva Economía” en Ekonomiaz. Revista vasca de economía, San Sebastián: Departamento de Hacienda y Finanzas, nº 46, Panorama de las industrias de red, ISSN 0213-3865, 2001, pp.182-201. 

Es muy tentador, pero esta euforia no puede ser vista como una leyenda milenarista que, con el pseudoapocalipsis del efecto 2000 a la vuelta de la esquina, permite a sus protagonistas entregarse al desenfreno. El ascenso y la caída no respondían a ese tipo de universos legendarios, sino a hechos incontestables. La sensación de desplome fue mayor no porque fracasaran los principios sobre los que se estaba construyendo el nuevo mundo, que también, sino porque, como dije páginas atrás, teníamos que seguir pensando con las viejas fórmulas de siempre. En una utopía precipitada donde se afirmaba haber liberado a los cuerpos biológicos, sociales y artísticos de la materia y de los relatos, resultó agónico volver a enfrentarse a ellos. A toro pasado, evaluar esta coyuntura responde menos a lo verdadero y a lo falso que al reproche y la denuncia. Ansiedad profética, mala praxis académica, plazos urgidos por beneficios y el deficiente conocimiento científico y humano del momento. Aquellos errores pueden resultar comprensibles, lo inaudito es edulcorarlos; lo cruel, eternizarlos. Efectivamente, la tecnoutopía despertó y el lápiz seguía allí [...]