INTRODUCCIÓN (III)
[...] La importancia que Ozu concede al encuadre y sobreencuadre le lleva a una cuidada puesta en escena, donde determina la posición precisa de los objetos y los personajes, y a otra de sus máximas: la posición fija de la cámara. Para Ozu cualquier desplazamiento de la cámara echaba a perder las composiciones. Solo lo admitía si el desplazamiento se efectuaba sin modificar la posición de los personajes en el plano. Si bien es cierto que en la última etapa de su producción acabó eliminando este recurso. De ahí que el realizador recurra a los saltos de eje, de manera que obliga al espectador atento a reubicarse tras cada cambio de emplazamiento de la cámara y le invita a construir un mapa mental de la casa que deberá completar con el fuera de campo imaginado.
En el límite de la fotografía se sitúan una serie de objetos dispuestos en horizontal a lo largo de la superficie del tocador. Superficie que apenas se intuye por el ajustado recorte del mueble, realzando los objetos en detrimento del soporte y la espacialidad implícita que todo mueble lleva asociada. Dichos objetos, al desenfocar su silueta, pierden valor individual para cobrar cierta unidad de conjunto a modo de naturaleza muerta. La componente horizontal del conjunto contrasta y se equilibra respecto al eje vertical que recorre el marco de la puerta, deja en sombra la mitad del rostro de Ozu y atraviesa el objetivo de la cámara. El resultado de tal composición es que el rostro de Ozu comparte el protagonismo visual de la fotografía con los objetos que aparecen en primer término. Todos estos objetos, inanimados y fácilmente reconocibles por el espectador, a pesar de ser enseres personales cotidianos, adquieren sorprendente vida propia. Su tamaño, al agrandarse en relación al rostro alejado por la profundidad del espejo, logra extrañar al espectador, de manera que repara en la primacía de los objetos. Es fácil reconstruir los gestos maquinales que diariamente se imprimen sobre ellos. La rutina que cíclicamente los activa renovando su uso es capaz de despertar la conciencia del ritual doméstico del aseo hasta condensar memoria sobre todos y cada uno de los objetos. Si imaginamos el retrato sin el espejo, con los mismos objetos en primer término y a Ozu tras el tocador, la sintaxis de la fotografía sería bien distinta. El acercamiento del personaje, que ya no se aleja a través del reflejo, es directamente proporcional al empequeñecimiento de los enseres. Además, la proximidad de la figura humana como sujeto se impondría sobre los objetos. El espectador dejaría de imaginar los gestos rituales para atender al instante concreto que atrapa la fotografía. La presencia de Ozu subyugaría los objetos de manera que estos dejarían de evocar las huellas de lo ausente. Si aceptamos que dicha presencia es un reflejo sobre un espejo y, por tanto, un objeto, nos damos cuenta de que la fotografía aparece despoblada. El retrato se vacía de la presencia humana para llenarse de múltiples significados.
De la misma manera operan los planos vacíos de Ozu, uno de los rasgos más distintivos de su obra, también llamados según distintos autores “planos inanimados”, “planos intermedios”, “espacios despoblados”, “pillow shots”: planos-almohada, “planos objetos” o “codas” entre otros. En este libro, nos referiremos a ellos como planos vacíos por la inclusión del ma dentro del propio término. Se trata de una serie de planos que actúan como elementos de separación entre secuencias, signos de puntuación que en el caso de Ozu no tienen un carácter auxiliar, como los fundidos a negro o encadenados, sino que tienen una relevancia fundamental. Se presentan aislados o agrupados en series de hasta 5 o 6 planos y suelen durar entre 6 y 10 segundos cada uno. Según Antonio Santos, su singular autonomía con respecto a la historia, de la que a menudo se desligan, les otorga vida propia. En estos planos se jerarquiza el espacio y se llega a prescindir de la representación del hombre. La figura humana pierde su hegemonía absoluta, para cederla a unos pequeños objetos inanimados [Santos, Antonio, Yasujiro Ozu, Madrid: Cátedra, 2005, p.94.] Para Noël Burch, en los planos vacíos solo por unos instantes, el hombre desaparece, y el espacio queda vacío; los objetos pierden durante esos instantes su valor práctico. Se produce de este modo una tensión entre la presencia implícita y la ausencia explícita del ser humano [Citado en Santos, Antonio, Yasujiro Ozu, op. cit., p.95.] Carlos Martí y Manuel García Roig consideran que “en el cine de Ozu los planos vacíos funcionan como ámbitos semánticamente disponibles, como objetos de contemplación o como lugares suspendidos en los que se multiplica el eco de todo aquello que en el film se sitúa en el terreno de lo alusivo y lo no dicho” [García Roig, Manuel y Martí, Carlos, La arquitectura del cine. Estudios sobre Dreyer, Hitchcock, Ford y Ozu, op. cit., p.135.]
Más allá del retrato, lo que muestra la fotografía es el sistema de reglas que rige su meticulosa composición. El mismo sistema del que se servirá el cineasta para componer los planos cinematográficos y rodar todas sus películas, cincuenta y cuatro títulos entre 1927 y 1963.
Adentrarse en la habitación de Ozu de la mano de Carlos Martí ha sido para la autora un placer y un privilegio. A él debe el descubrimiento del maestro y a él dedica el presente trabajo. Mi eterno agradecimiento a su valiosa aportación, forjada tanto de consejos como de silencios. Agradecer también el haber conocido y leído a Manuel García Roig y Antonio Santos, faros fundamentales que iluminaron la casa de Ozu. A Antoni de Moragas por sus precisiones. A Eduard Bru, a Cristina Jover y a Félix Solaguren por sus apuntes y su contribución a la viabilidad del proyecto. A Izaskun González por su contagiosa pasión por el dibujo en el intento de hacer visible lo invisible y a Albert Rubio por acompañarme de cerca en este trabajo que plantea una manera más de mirar la obra de Ozu desde ese punto de tangencia entre el arquitecto y el espectador [...]
Autorretrato II
En el límite de la fotografía se sitúan una serie de objetos dispuestos en horizontal a lo largo de la superficie del tocador. Superficie que apenas se intuye por el ajustado recorte del mueble, realzando los objetos en detrimento del soporte y la espacialidad implícita que todo mueble lleva asociada. Dichos objetos, al desenfocar su silueta, pierden valor individual para cobrar cierta unidad de conjunto a modo de naturaleza muerta. La componente horizontal del conjunto contrasta y se equilibra respecto al eje vertical que recorre el marco de la puerta, deja en sombra la mitad del rostro de Ozu y atraviesa el objetivo de la cámara. El resultado de tal composición es que el rostro de Ozu comparte el protagonismo visual de la fotografía con los objetos que aparecen en primer término. Todos estos objetos, inanimados y fácilmente reconocibles por el espectador, a pesar de ser enseres personales cotidianos, adquieren sorprendente vida propia. Su tamaño, al agrandarse en relación al rostro alejado por la profundidad del espejo, logra extrañar al espectador, de manera que repara en la primacía de los objetos. Es fácil reconstruir los gestos maquinales que diariamente se imprimen sobre ellos. La rutina que cíclicamente los activa renovando su uso es capaz de despertar la conciencia del ritual doméstico del aseo hasta condensar memoria sobre todos y cada uno de los objetos. Si imaginamos el retrato sin el espejo, con los mismos objetos en primer término y a Ozu tras el tocador, la sintaxis de la fotografía sería bien distinta. El acercamiento del personaje, que ya no se aleja a través del reflejo, es directamente proporcional al empequeñecimiento de los enseres. Además, la proximidad de la figura humana como sujeto se impondría sobre los objetos. El espectador dejaría de imaginar los gestos rituales para atender al instante concreto que atrapa la fotografía. La presencia de Ozu subyugaría los objetos de manera que estos dejarían de evocar las huellas de lo ausente. Si aceptamos que dicha presencia es un reflejo sobre un espejo y, por tanto, un objeto, nos damos cuenta de que la fotografía aparece despoblada. El retrato se vacía de la presencia humana para llenarse de múltiples significados.
De la misma manera operan los planos vacíos de Ozu, uno de los rasgos más distintivos de su obra, también llamados según distintos autores “planos inanimados”, “planos intermedios”, “espacios despoblados”, “pillow shots”: planos-almohada, “planos objetos” o “codas” entre otros. En este libro, nos referiremos a ellos como planos vacíos por la inclusión del ma dentro del propio término. Se trata de una serie de planos que actúan como elementos de separación entre secuencias, signos de puntuación que en el caso de Ozu no tienen un carácter auxiliar, como los fundidos a negro o encadenados, sino que tienen una relevancia fundamental. Se presentan aislados o agrupados en series de hasta 5 o 6 planos y suelen durar entre 6 y 10 segundos cada uno. Según Antonio Santos, su singular autonomía con respecto a la historia, de la que a menudo se desligan, les otorga vida propia. En estos planos se jerarquiza el espacio y se llega a prescindir de la representación del hombre. La figura humana pierde su hegemonía absoluta, para cederla a unos pequeños objetos inanimados [Santos, Antonio, Yasujiro Ozu, Madrid: Cátedra, 2005, p.94.] Para Noël Burch, en los planos vacíos solo por unos instantes, el hombre desaparece, y el espacio queda vacío; los objetos pierden durante esos instantes su valor práctico. Se produce de este modo una tensión entre la presencia implícita y la ausencia explícita del ser humano [Citado en Santos, Antonio, Yasujiro Ozu, op. cit., p.95.] Carlos Martí y Manuel García Roig consideran que “en el cine de Ozu los planos vacíos funcionan como ámbitos semánticamente disponibles, como objetos de contemplación o como lugares suspendidos en los que se multiplica el eco de todo aquello que en el film se sitúa en el terreno de lo alusivo y lo no dicho” [García Roig, Manuel y Martí, Carlos, La arquitectura del cine. Estudios sobre Dreyer, Hitchcock, Ford y Ozu, op. cit., p.135.]
Más allá del retrato, lo que muestra la fotografía es el sistema de reglas que rige su meticulosa composición. El mismo sistema del que se servirá el cineasta para componer los planos cinematográficos y rodar todas sus películas, cincuenta y cuatro títulos entre 1927 y 1963.
Adentrarse en la habitación de Ozu de la mano de Carlos Martí ha sido para la autora un placer y un privilegio. A él debe el descubrimiento del maestro y a él dedica el presente trabajo. Mi eterno agradecimiento a su valiosa aportación, forjada tanto de consejos como de silencios. Agradecer también el haber conocido y leído a Manuel García Roig y Antonio Santos, faros fundamentales que iluminaron la casa de Ozu. A Antoni de Moragas por sus precisiones. A Eduard Bru, a Cristina Jover y a Félix Solaguren por sus apuntes y su contribución a la viabilidad del proyecto. A Izaskun González por su contagiosa pasión por el dibujo en el intento de hacer visible lo invisible y a Albert Rubio por acompañarme de cerca en este trabajo que plantea una manera más de mirar la obra de Ozu desde ese punto de tangencia entre el arquitecto y el espectador [...]
Continua en la próxima entrega