Prólogo
UN OLVIDO INMERECIDO
Porfiria Sanchiz (izquierda) en Don Quintín el amargao, Luis Marquina, 1935
La primera vez que escuché hablar de Porfiria Sanchiz –o debería decir, más bien, que vi impreso su nombre– fue en el libro de Carlos Aguilar y Jaume Genover El cine español en sus intérpretes (Alianza, 1992). Estaba yo entonces inmerso en una investigación sobre la historia del cinematógrafo en mi ciudad natal, Sanlúcar de Barrameda, que pretendía convertir en una digna publicación que, como otros estudios similares editados a raíz del centenario de la llegada del séptimo arte a España, rescatara de las sombras ese legado de fotogramas, pantallas abandonadas y ambigús con olor a santuario que, si bien nos habían dejado una imborrable huella en el alma y en la memoria, amenazaba con desaparecer sin dejar más rastro que el de los recuerdos transmitidos de generación en generación, de espectador a espectador.
Cuando en su entrada correspondiente de este diccionario biográfico de artistas rescatados, descubrí que Porfiria nació en Sanlúcar, mi primera intención fue dedicarle un apartado en el libro que preparaba, pero como este se ralentizaba debido a la dificultad de hallar ejemplares de prensa local de principios del siglo XX, decidí adelantarme avanzando las todavía escasas pesquisas que había hecho sobre el personaje en un artículo publicado en la revista Sanlúcar de Barrameda, y que incluían, no obstante, el hallazgo de su verdadera fecha de nacimiento, que figuraba erróneamente en todas las obras que glosaban su biografía.
Embarcado en quehaceres laborales que consumían casi todo mi tiempo, mi entusiasmo inicial se fue apagando con el paso de los años, a lo que contribuyó sin duda la dificultad de encontrar a un familiar que, aunque no me pudiera abrir ese baúl de recortes de prensa, cartas, fotografías y recuerdos personales con el que todo investigador o biógrafo sueña, me pudiera al menos contar algunos detalles de su vida. A pesar de todos los obstáculos, en mi mente permanecía agazapada su imagen, que ya había podido ver en movimiento en algunas películas en formato de vídeo y dvd que se pusieron a mi alcance. Reconozco, sin embargo, que mis esperanzas de llevar a buen término el proyecto iban menguando con el paso del tiempo amenazando con convertirse en uno de esos libros que los escritores vamos posponiendo eternamente por no encontrar nunca el momento de ejecutarlo.
Sería un colega investigador el que me sacaría de este ostracismo aportándome un documento valiosísimo, una breve y laudatoria biografía publicada en los años ‘30 en el ABC con motivo de uno de sus primeros papeles importantes en la escena madrileña. Además de arrojar nuevos datos sobre quien ya podía llamar “mi personaje”, el artículo me abrió una inmensa ventana al desconocido, fascinante e inagotable mundo de las hemerotecas digitales, en el que buceé sin descanso durante varios meses buscando todas las pistas que me pudieran conducir a un mínimo resquicio de su vida. Aún así, con toda la importancia que conllevaba completar su biografía con estrenos teatrales, reseñas de películas, valiosos documentos gráficos, etc., fue en el plano personal donde me sentí más favorecido, ya que había recuperado el entusiasmo inicial proponiéndome acabar a toda costa lo que había empezado muchos años atrás en las páginas de otro libro.
El reto requería, para empezar, una forma de organizar el trabajo –casi cinco décadas de actividad profesional dan para mucho–, pero sobre todo un punto de partida, un planteamiento que, como en toda biografía que se precie de seria, hiciera compatibles la faceta humana y la artística. Para lograrlo, el hándicap al que me enfrentaba era evidente. Porfiria Sanchiz había muerto soltera en 1983, una fecha lo suficientemente lejana como para que sus posibles familiares también hubieran fallecido.
Sabía de la existencia de una hermana, Maruja, también actriz, otra de las sorpresas de mi investigación, pero su pista se perdía en algún lugar del continente americano, y su fecha de nacimiento, 1917, me hacía concebir pocas esperanzas de que siguiera con nosotros. A ello había que añadir la escasa ayuda que me brindaba el carácter introvertido de Porfiria, poco dada a las entrevistas y a figurar en actos sociales a lo largo de su carrera, lo que me obligó a hacer un exhaustivo barrido de revistas cinematográficas españolas a la caza y captura de algún dato que me ayudara a paliar ese déficit vital. (1)
1. Solo he podido localizar una entrevista concedida en sus inicios teatrales al diario ABC (10-8-1933) y otra a la revista Cámara en el ecuador de su carrera (“Porfiria Sanchiz interpretará cinco películas consecutivas”, 1-2-1949). En esta última, y a la pregunta del periodista de si tiene fotos para ilustrar la interviú, la actriz responde: “¡Qué va! No tengo ninguna. Solamente he ido una vez al fotógrafo. ¿Sabes cuándo? Pues recientemente con motivo del viaje a Italia, tuve que hacerme unas cuantas para el pasaporte. Si no, ¡no hay fotógrafo que me pesque!”. Y a continuación, se explica: “Salgo muy mal en las fotos. Y para verme mal, con ir al cine ya tengo bastante. La pantalla no me quiere demasiado…”.
Me encontraba, por tanto, ante una difícil tesitura: descartar el aspecto humano al carecer de suficiente material informativo y centrarme en su silencioso pero constante itinerario profesional, o abandonarme a la ficción sacrificando datos que pudieran mermar la agilidad narrativa de la propuesta. Meditando sobre ello, llegué a la conclusión de que ambas fórmulas podían ser compatibles, que una podía apoyarse en la otra conservando su fisonomía principal, y que el personaje y la época en que desarrolló su actividad eran tan ricos que admitían ambos planteamientos por separado. Aplazando para más adelante el proyecto literario, me volqué en el estrictamente biográfico tratando de soslayar las lagunas temporales recurriendo a trucos narrativos o hipótesis que resultaran plausibles y no desentonaran en el contexto, una estrategia inevitable ante la carencia de datos precisos y muy socorrida en las biografías de personajes históricos cuyos episodios vitales generan serias dudas, cuando no un vacío absoluto.
En un principio pensé separar la trayectoria teatral (1930-1962) de Porfiria de la cinematográfica (1935-1975), basándome en que su carrera sobre las tablas estuvo muy mediatizada por las compañías en las que participó, y que sería mejor estudiarlas por separado, sin las interrupciones que representaba su intervención, con frecuencia muy modesta, en películas. Pronto me convencí de que esta postura iba en contra del planteamiento antes citado de hacer compatibles la faceta humana y la artística, primando la orgía de datos sobre la cronología temporal, convirtiéndose en un estudio antes que en una biografía.
Porque mi intención fue siempre rescatar una vida, situar por primera vez en un plano protagonista a alguien que siempre estuvo en el arrumbado cajón de los secundarios. Sí, ese interés inicial que podríamos llamar “localista” fue derivando, conforme visionaba películas y leía las críticas de sus actuaciones sobre los mejores escenarios del Madrid de los años ‘30, ‘40 y ‘50, en un verdadero deseo de hacer justicia a toda una galería de actores y actrices relegados al olvido, pero sin cuya decisiva contribución ni el cine ni el teatro español serían lo que son. La flagrante y triste desaparición de Porfiria Sanchiz, apenas recordada en media docena de reseñas biográficas aparecidas en diversos títulos (2) y con total indiferencia en la prensa de la época, se revelaba como un exponente máximo de esa deslealtad que la historia con mayúsculas tiene reservada para los segundones, los que no tienen derecho a inscribir su nombre con letras de oro en los anales de ninguna hemeroteca. (3)
2. En el apartado estrictamente cinematográfico, Porfiria Sanchiz figura con entrada propia en el Diccionario del cine español, de Fernando Vizcaíno Casas (Editora Nacional, 1970), en el Diccionario del cine español, coordinado por José Luis Borau (Alianza, Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, 1998), en el Diccionario de cine iberoamericano (SGAE, 2011), y en el citado El cine español en sus intérpretes (Alianza, 1992), ampliado luego por los mismos autores con el título de Las estrellas de nuestro cine (Alianza, 1996). También figura con una entrada mínima en la enciclopedia Quién es quién en el teatro y cine español e hispanoamericano (Vega Lahiguera, Juan José, CILEH, 1990), si bien las grandes obras de referencia sobre el teatro español la ignoran. En un ámbito más local, Porfiria aparece en el Diccionario enciclopédico ilustrado de la provincia de Cádiz (Confederación Española de Cajas de Ahorros, 1985) y en la Gran Enciclopedia de Andalucía (Promociones Culturales Andaluzas, 1979). En soporte digital su ficha está incluida en la base de datos de Cinemedia, elaborada por Canal Plus, además de figurar en la Internet Movie Database (IMDB) y en la enciclopedia MiEnciclo.
3. Ni siquiera en un libro tan específico como Mujeres de la escena, 1900-1940 (SGAE, 1996), que incluye a 767 actrices encuadradas en cuatro grandes apartados –actrices de teatro, intérpretes de género lírico, bailarinas y artistas de variedades–, aparece Porfiria Sanchiz ni, por supuesto, su hermana Maruja. El volumen Las diosas de la historia del cine español, de Tomás Pérez Niño y José Luis Mena (Cacitel, 2013) si bien no la incluye con entrada propia, sí la menciona en un anexo junto a un centenar de actrices bajo el título “Nombres que conviene enunciar” con la siguiente aclaración: “La dimensión del presente libro nos ha impedido introducir otras actrices que, si bien, a nuestro juicio, no han dejado una profunda huella en la historia de nuestra cinematografía, cuando se escriben estas líneas, muchas de ellas por dedicarse casi plenamente al teatro, sí conviene, cuando menos enunciarlas, pues han contribuido, y no de forma desdeñable, al desarrollo del cine español” (pp.284-285).
Quizá por la permanencia del hecho cinematográfico, que permite el visionado, cuando menos parcial, de la trayectoria de un actor o actriz determinados, los secundarios del cine español gozan, dentro siempre de unos estrechos límites, de su lugar en la producción bibliográfica nacional. Más problemas encontramos en el tratamiento dado a los actores de reparto de la escena, cuando es precisamente el carácter efímero de sus actuaciones el que debería espolear a los investigadores a aliviar esa tara insalvable. (4) En el caso de Porfiria Sanchiz, la nula conservación de material grabado de sus actuaciones en escenarios tan emblemáticos como el Teatro Español o el Eslava (5), nos remite a los recortes de prensa, a las valoraciones de los críticos de la época y a estudios posteriores que han bebido a su vez de ambos.
4. “De este modo, el estudio de las críticas de los estrenos nos dará, por un lado, la pauta de la recepción de cada obra en el momento de su presentación al público y, por otro, apuntes sobre escenografía, actores y actrices y su desempeño en las tablas, datos biográficos sobre autores que hoy no ocupan espacio alguno en las historias de la literatura, en definitiva, datos que se convierten en información privilegiada en manos del investigador moderno. La crítica teatral se convierte, de este modo, en un instrumento imprescindible para la comprensión totalizadora de la actividad teatral en un determinado periodo histórico” (GONZÁLEZ, Luis M.: El teatro español durante la II República y la crítica de su tiempo (1931-1936), Madrid: Fundación Universitaria Española, 2007, p.18).
5. Al contrario que otras actrices de su generación o veteranas, Porfiria abandonó los escenarios en 1962 sin buscar acomodo en la televisión dentro de espacios como Estudio 1.
Más suerte tenemos en el apartado cinematográfico, ya que de las 48 películas en las que intervino se conservan 39 (6), si bien parte de las desaparecidas podrían contener algunos de sus papeles más extensos, caso de las protagonizadas al inicio de su carrera como El amor gitano (Alfonso Benavides, 1936) o Los claveles (Eusebio Fernández Ardavín y Santiago Ontañón, 1936). Las intervenciones en el cine de Porfiria, fiel a los parámetros usuales de los intérpretes de reparto, fueron muy irregulares, oscilando entre los apenas diez segundos de Murió hace quince años (Rafael Gil, 1954) y los más de veinte minutos de Torturados (Antonio Mas Guindal, 1950) que destacaron su relevancia en la trama.
6. Estos números no dejan de estar sujetos a la provisionalidad, a la posible aparición de la actriz en alguna película que no acreditara su actuación, ya que “ninguna filmografía termina nunca por estar completa” (PÉREZ PERUCHA, Julio: El cinema de Luis Marquina, 28 Semana Internacional de Cine de Valladolid, 1983, p.21).
Estas intervenciones eran aprovechadas por Porfiria para engrandecer las líneas de diálogo que le concedía el guion, llevándolas a su terreno, al de la interpretación vibrante y sin artificios, enérgica y subyugante, capaz de robarle la escena a su renombrado antagonista. Ya fuera en el papel de prostituta, madre desahuciada, mujer engañada, vidente o bruja, Porfiria siempre daba lo mejor de sí misma sin hacerse notar demasiado, pero casi siempre logrando que su magnético rostro, que aunaba rasgos orientales y andaluces, quedara grabado en la retina del espectador. Tomando prestado el título de la última obra de Enrique Jardiel Poncela que ella misma representó sobre el escenario, Porfiria Sanchiz era como una tigresa escondida en la almohada, siempre agazapada para exhibir sus garras y su mirada felina en el momento más insospechado.
Los directores lo sabían, por lo que no resulta extraño que muchos optaran por repetir con ella cuando tenían un papel ajustado a sus cualidades. (7) Pero esto a veces era también una desventaja, ya que condicionó en muchas ocasiones el encasillamiento de la actriz en papeles pérfidos y de matices claramente siniestros, que alcanzaron sus cotas más altas en Españolas en París (Roberto Bodegas, 1971) y El viaje fantástico de Simbad (Gordon Hessler, 1974). (8)
7. El realizador gallego Manuel Mur Oti se lleva la palma en este apartado al dirigirla en cinco ocasiones. Le siguen José Luis Sáenz de Heredia, Rafael Gil, Antonio del Amo, Florián Rey y Pedro Olea con tres películas cada uno, y Luis Marquina, Luis María Delgado y Carlos Saura con dos. Si sumamos todas ellas, representan más de la mitad de su filmografía.
8. En la entrevista ya citada a la revista Cámara, la actriz se confiesa sobre esta cuestión: “(…) siguen adjudicándome personajes malvados, crueles, antipáticos… Menos mal que en mis próximas películas haré de buena, de persona normal, de mujer corriente… Ya me voy cansando de ser el Boris Karloff femenino español”.
A lo largo de su dilatada trayectoria profesional, Porfiria trabajó con algunas de las personalidades culturales españolas más importantes del siglo XX, incluyendo a escenógrafos –Manuel Fontanals, Fernando Mignoni, Sigfrido Burmann–, directores teatrales –Cipriano de Rivas Cherif, Cayetano Luca de Tena, Felipe Lluch, Edgar Neville–, actores y actrices teatrales de prestigio –Margarita Xirgu, Irene López Heredia, Josefina Díaz de Artigas, María Palou, María Jesús Valdés, José María Seoane, Mercedes Prendes, Enrique Guitart, Guillermo Marín–, realizadores –Rafael Gil, Carlos Saura, Pedro Olea, Luis Buñuel, Florián Rey, José Antonio Nieves Conde–, actores y actrices cinematográficos de primer nivel –Imperio Argentina, Francisco Rabal, José Luis López Vázquez, Concha Velasco, Pedro Armendáriz, Fernando Rey, Fernando Fernán-Gómez, Ana Belén, Mercedes Vecino, Emma Penella, Geraldine Chaplin, José Isbert–, estrellas y fenómenos mediáticos –Joselito, Lola Flores, Carmen Amaya–, y escritores –Jacinto Benavente, los hermanos Álvarez Quintero, Alfonso Paso, Enrique Jardiel Poncela–.
Este impresionante listado de nombres, una selección arbitraria de muchos otros que podrían haber sido citados, debería darnos la justa medida del lugar que merecería ocupar Porfiria Sanchiz en la historia del teatro y cine español. Sin embargo, como bien dicen los autores del libro Mujeres de la escena. 1900-1940: “Para que un nombre perdure en la historia del arte interpretativo –efímero por definición y necesidad, y más aún en esta época previa, en gran medida, a la masificación del espectáculo determinada por el cine y la televisión– tiene que darse un cúmulo de circunstancias inmenso. No hay estrella que resplandezca por sí sola; por el contrario, toda estrella da lugar a su alrededor a una serie de competidoras, imitadoras y otras profesionales que viven al amparo del género sin llegar a triunfar de manera perdurable aunque el éxito les acompañara durante toda, o solo algún momento, de su carrera. El estrellato lo concede el público mediante un ejercicio continuo de comparación, de tal forma que es este mismo público el que eleva a una profesional a la categoría de estrella y el que sustenta el ejercicio del resto de las profesionales”. (9)
9. GONZÁLEZ PEÑA, María Luz; SUÁREZ-PAJARES, Javier; y ARCE BUENO, Julio: Mujeres de la escena, 1900-1940, Madrid: Sociedad General de Autores y Editores, 1996, p.13.
Porfiria tuvo a lo largo de su carrera dos grandes oportunidades para rebasar su condición de secundaria y alcanzar ese estrellato. La primera fue al comienzo de su actividad cinematográfica, rodando seis películas y un cortometraje en apenas año y medio, en su mayoría con un papel significativo en la trama. Esta oportunidad se vino abajo por un condicionante histórico de sobra conocido, esa guerra civil que segó de cuajo la trayectoria de numerosos profesionales de todas las ramas de la industria, cuando no la propia vida. No fue el caso de Porfiria, que supo recomponerse, y, tras ciertos titubeos, enfrentarse a su segunda gran oportunidad varios años más tarde, cuando, tras el atronador éxito de El escándalo (José Luis Sáenz de Heredia, 1943), todo hacía pensar que le lloverían las ofertas y asumiría papeles de mayor importancia. Una vez más, tampoco fue así, sin que tengamos una razón de peso para justificarlo. Quizá no le ofrecieron los personajes que quería, quizá prefirió centrarse en el teatro –donde vivía sus mejores momentos sobre el escenario del Español–, quizá no estaba preparada para asumir ese rol de estrella que le obligaría, a su pesar, a formar parte de delegaciones españolas en festivales internacionales y a posar para revistas, como hacían otros actores y actrices, a quienes se cuestionaba sobre asuntos tan diversos como sus relaciones amorosas o sus métodos para cuidar las plantas.
Lo cierto es que a mediados de los años cuarenta Porfiria engrosaría ya definitivamente el atestado compartimento de las actrices de carácter, cuya contribución episódica en un filme parecía imprimir a este una cohesión a prueba de bombas, aunque la pericia del realizador no estuviera a la altura o los intérpretes principales flaquearan en su cometido: “En España en los cuarenta se aprecian, dentro del gran grupo de intérpretes, dos categorías diferenciadas: los secundarios y las estrellas. Los primeros, no todos reconocidos o valorados justamente, muchos continuaron su carrera en décadas posteriores. Cumplían un papel importante dentro del starsystem ya que, sin ser el elemento indispensable, el conjunto de varios secundarios le daba mayor carácter al film. Ejemplo de ello son Guadalupe Muñoz Sampedro, Julia Caba Alba, Julia Lajos, Camino Garrigó, etc.”. (10)
10. RODRÍGUEZ FUENTES, Carmen: Las actrices en el cine español de los cuarenta, Madrid: Caligrama, 2002, p.110.
En los treinta años de carrera que todavía le quedaban, Porfiria Sanchiz quizá no eligiera siempre bien sus personajes, condicionada seguramente por coyunturas cinematográficas muy determinadas o por razones económicas –nunca lo sabremos conh seguridad–, pero siempre trató de sacarlos adelante con dignidad y trabajo; el trabajo de una profesional que eligió el espinoso camino artístico, jalonado de trabas y una competencia feroz, en lugar de quedarse en casa viéndolas venir, viviendo de las rentas de una familia acomodada. Este libro pretende ser un modesto homenaje a esa elección, y a la de tantos otros actores y actrices olvidados que creyeron que el cine y el teatro podían salvarnos de la monotonía diaria y hacernos soñar con ese lado del paraíso.