Botonera

--------------------------------------------------------------

10.1.19

VI. "INCÓGNITA TIERRA (DE SEBALD)", Pablo Perera Velamazán, Shangrila 2018







[...] Busqué, ampliando la imagen, desde el muro que acota el espacio del cementerio, más que nunca Campo Santo, que rodea a la iglesia de Saint Andrew, una losa de mármol oscuro grabada en blanco que no está en medio, entre otras tumbas, sino apartada, junto a un gran arbusto verde. Se trataba de nuevo de caminar entre las tumbas, como al propio Sebald le gustaba. Solo que, dispuestas en forma de estelas, no como lápidas, el paseo era mucho más sencillo, en medio de aquel jardín muy bien cuidado, lleno de flores, por donde de forma aleatoria se repartían las tumbas como hitos innecesarios. La encontré junto a la capilla mayor.

V.G. MAX SEBALD
18.05.1944  to  14.12.2001

Las letras y los números, en la imagen que disponía, parecían recién pintados de blanco. La humedad del lugar los debe deteriorar continuamente. Un ramo de flores blancas en la base. A pesar del murmullo mecánico del ordenador se podía llegar a tocar el silencio compartido entre aquellas tumbas. Que se han ido quedando según han ido llegando. Parece. Ni caminos estrechos y esquinados como lo de una ciudad medieval que se ha ido construyendo desde la disposición de las casas.  Ni veredas amplias y rectilíneas donde la razón geométrica del urbanista dispone el lugar de cada uno. Es más un paseo entregado a su propio sentido, jalonado por las tumbas que a veces se aprietan en torno a un centro como si un imán las atrajera, que a veces se dispersan dejando mucho espacio entre ellas como mundos apartados. Casi al modo de lo que ocurre en Córcega, donde te puedes encontrar bajo un castaño un enterramiento que no esperabas. O junto a un campo de calabazas.                         Parece ser una tumba muy visitada por personas ajenas, que conocen bien a Sebald, aunque nunca le hayan tratado en persona, como es mi caso. Un humilde lugar de peregrinación, donde los peregrinos que llegan hasta allí, con un libro de Sebald bajo el brazo, prefieren pasar inadvertidos. Como si esos viajeros en diferentes idiomas, que entran un poco sigilosamente por la puerta de madera del Camposanto, que abren el pestillo de hierro a veces atrapado entre enredaderas que deben cortar, también sigilosamente, por temor a encontrarse allí algún familiar del autor, que recorren como intentando no dejar huella en ese manto de césped siempre húmedo, como si, en ellos, la peripecia que pone en marcha los libros de Sebald se siguiera cumpliendo.                           A él le gustaría, seguro.                        Algunos de ellos, además, los más osados, los más melancólicos, dejan una piedra, un pequeño canto rodado posado en la parte superior de su losa de mármol oscuro.  Como testigos del camino que traen donde el camino de Sebald se continúa haciendo. Hasta once llego a contar, de diferentes tamaños y colores. Supongo que los días de niebla, lluvia y viento, habituales allí, las piedras se caen y alguien al cabo las recoge. Que alguien, mes tras mes, las va apartando en un montoncito para dejar espacio a las nuevas piedras que llegarán. Un montoncito de piedras en una esquina. Pero ninguno de los viajeros quiere encontrarse con él, con ese jardinero que solo se ocupa de que el jardín natural que rodea a la iglesia siga estando como está, y por ello no se quedan demasiado tiempo allí y salen también sigilosamente por la puerta de madera cuyo pestillo de hierro cierran con cuidado, como si con ello ocultaran su estancia de minuto [...]                



Seguir leyendo: