[...] Una liebre saltó de repente entre los matojos junto al borde de aquel camino. Sebald se apartó asustado. La liebre corrió zigzagueando por la superficie rugosa y caliente del asfalto hasta volverse a marchar hacia el interior del campo y perderse allí. Una mancha de color gris terroso que te asalta y se pierde, y dos diminutos ojos negros con un golpe de luz en sus pupilas que no miran. Seguro que estaba oculta y acurrucada en su guarida mientras sus pasos, los pasos de Sebald, se acercaban. Como cuando de niños en verano bajábamos corriendo desde la plaza del pueblo por la noche para escondernos en cualquier portal jugando al rescate. Y allí nos quedábamos, tras el vaivén de las cortinas, con el corazón latiendo a toda velocidad acurrucados en nuestra guarida, oyendo a lo lejos, o más cerca, o demasiado cerca, a los otros niños que nos buscan, los que hacían de policías, para que, cuando sentíamos la inminencia de su presencia, sus gritos, sus pasos a la carrera, su aliento entrecortado, salir corriendo calle arriba hacia la plaza otra vez y salvarnos. Y salvar a nuestros compañeros que hacían de ladrones ya atrapados. Por mí y por todos mis compañeros. Frase que nunca más se pudo volver a repetir. Por mí y por todos mis compañeros. Hasta que casi era demasiado tarde para salvar su vida, mientras escuchaba, la liebre, cómo se acercaban los pasos de Sebald. Y entonces la liebre, en un solo latido, como si el corazón de repente le saliera del pecho, antes de haberse decidido por nada, se escapó corriendo, pasó de la parálisis estupefacta al movimiento pánico de la huida. Como nosotros de niños calle arriba. Contentos de haber sido encontrados, porque lo peor que te podía pasar en el juego es que te escondieras demasiado bien y nadie te acabara encontrando en aquella oscuridad de calles desiertas del pueblo escasamente iluminadas por farolas de color amarillento. Mientras el corazón no dejaba de latir a toda velocidad, no tanto ya por inquietud como por miedo, por miedo a quedarte fuera del juego y que nadie se diera cuenta. Y Sebald se dejó atrapar por el movimiento pánico de huida de la liebre. La vio, temblando, o, tal vez, solo en su pelo movido por el viento que llegaba del mar, al borde del asfalto grisáceo. Vio cada uno de los tallos de hierba de ese campo descolorido. Que el paso del tiempo parecía haber frotado demasiado. Vio como la liebre salió de un salto de su escondrijo. Con las orejas agachadas y una cara extrañamente humana. Reconoció Sebald. Rígida, descompuesta con el miedo. Y se vio a sí mismo en sus ojos vueltos hacia atrás, desorbitados por el terror de la huida. Y se vio a sí mismo en el espanto de la liebre. Mientras, yo perseguía su paseo desde el puente con el cursor por ese camino de asfalto, esperando a que saltara sobre mí el espanto de una huida semejante > > > > > > > > > > > > > > > Mi propia liebre espantada. Cerré los ojos e intenté reducir la velocidad de mi pulso, demasiado acelerado, como casi siempre últimamente, probando a despejar mi mente de desaforadas imaginaciones nocturnas que no deberían existir ya [...]