Botonera

--------------------------------------------------------------

23.1.19

III. "NICHOLAS RAY Y LA POLÍTICA DE LA VIDA EMOCIONAL", Robert B. Pippin, Shangrila, 2019





En un lugar solitario / Johnny Guitar


[...] Es cierto que las apasionadas expresiones de necesidad y amor del personaje de Humphrey Bogart en En un lugar solitario son insólitamente intensas y extraordinariamente honestas, expresadas con franqueza en un estilo de actuación al que ya no estamos acostumbrados. En Johnny Guitar, el patetismo y el dolor de un amor fallido son asimismo explícitos y en un registro mucho más intenso de lo que es ahora la norma cinemática, mientras que la histeria del personaje que interpreta Mercedes McCambridge parece transformarla en una fuerza mítica, una furia vengativa, más que en una persona reconocible.

Todos estos aspectos, en estas películas pero también en otros melodramas, implican que permitamos que las películas nos instruyan sobre cómo hemos de verlas y pongamos entre paréntesis las suposiciones a las que nos habíamos acostumbrado desde los años sesenta sobre el montaje, el ritmo e incluso, tal vez de un modo especial, las suposiciones que traemos con nosotros sobre la “lógica” de la vida emocional interna de los individuos. Por algo no queremos aceptar que nuestra comprensión de nuestra vida emocional, su significado, su etiología, puedan clasificarse social e históricamente. Aprendemos qué pensar acerca de lo que estamos sintiendo y, de diversas maneras que nos haría falta un libro para explorar, esa autocomprensión interpretativa puede desempeñar un gran papel en lo que sentimos en realidad. Eso significa que la intensidad de la expresividad de las películas de los años cincuenta plantea una pregunta, una pregunta sociohistórica a la vez que cinemática, erróneamente planteada como una cuestión simplemente de cambio de gusto. Además, lo que sugiero en lo que sigue es que se trata de una premisa filosófica ampliamente extendida acerca de la “vida interior” supuestamente autocontenida de los personajes y la relación entre esas experiencias psicológicas y el “mundo exterior” que impide nuestro acceso a las películas. No vemos lo que esas películas intentan lograr porque no entendemos bien la naturaleza de ese vínculo con nuestra propia experiencia. Pensamos que no solo tenemos un acceso privilegiado a nuestras vidas emocionales, sino que, dado ese acceso, poseemos una especie de certeza acerca de “qué es” lo que sentimos y la sensación de que nadie más puede tener acceso a ese contenido ni a por qué lo sentimos. La idea de que la vida emocional no sea autónoma y autocontenida sino imitativa, derivada y, sobre todo, no tenga contenido ni “signifique” lo que damos por hecho que significa (o signifique lo que significa solo en cierta organización social del poder) es inquietante, una amenaza a nuestra individualidad.

Obviamente se trata de un vasto tema y en mi trabajo se remonta a las contribuciones de Hegel a esta discusión. Pero es un tema inevitable en las películas de Nicholas Ray (y tiene una relación directa con otros grandes autores de melodramas: George Stevens, Max Ophüls y, sobre todo, Douglas Sirk). Las dos películas en las que me centraré son incomprensibles sin focalizar esa cuestión. La relación entre la estructura de un orden social —la modernidad americana burguesa y capitalista en el periodo de la postguerra— y las experiencias de estados emocionales intensos como la envidia, la autocompasión, el resentimiento, el orgullo, el desprecio, los celos, la paranoia y cómo se experimenta el amor, tanto familiar como romántico, es lo que reclama nuestra atención en muchas de las mejores películas de Ray [...]




Seguir leyendo en: