Egon Schiele
[...] Yo pensaba que Fanny, joven todavía y con un corazón inocente, solo conservaría de Gamiani un recuerdo de horror y repugnancia. La agobiaba de amor y de ternura, le prodigaba las caricias más enloquecedoras y dulces; a veces la dañaba en el placer, con la esperanza de que ya no concebiría otra pasión que la que inspira la naturaleza, y que confunde a los dos sexos en el goce de los sentidos y del alma. ¡Ay!, me equivocaba. Su imaginación estaba afectada y superaba todos nuestros placeres. Nada igualaba, a los ojos de Fanny, los arrebatos de su amiga. Nuestros más fuertes embates le parecían frías caricias comparados con los furores que había conocido en aquella noche aciaga.
Me había jurado no ver más a Gamiani, pero su juramento no extinguía el deseo que secretamente alimentaba. Fanny luchaba en vano. Ese combate interior solo servía para excitarla aún más. Pronto comprendí que no resistiría. Yo ya no confiaba en ella. Acabé por esconderme para espiarla.
Valiéndome de una abertura hábilmente practicada, podía contemplarla cada noche cuando se iba a dormir. ¡Pobre desdichada! La vi a menudo llorar en su diván, retorcerse, rodar desesperada y, de golpe, desgarrar y arrancar sus ropas y observarse desnuda ante un espejo, con la mirada perdida, como una loca. Se tocaba, se golpeaba, se excitaba con un frenesí insensato y brutal. Yo ya no podía curarla pero quise ver hasta dónde podía llegar ese delirio de los sentidos.
Una noche, cuando yo estaba en mi puesto de observación y Fanny iba a acostarse, la oí decir:
– ¿Quién está allí? ¿Eres tú, Angélica?... ¡Gamiani !... ¡Oh! Señora, yo estaba lejos…
Me había jurado no ver más a Gamiani, pero su juramento no extinguía el deseo que secretamente alimentaba. Fanny luchaba en vano. Ese combate interior solo servía para excitarla aún más. Pronto comprendí que no resistiría. Yo ya no confiaba en ella. Acabé por esconderme para espiarla.
Valiéndome de una abertura hábilmente practicada, podía contemplarla cada noche cuando se iba a dormir. ¡Pobre desdichada! La vi a menudo llorar en su diván, retorcerse, rodar desesperada y, de golpe, desgarrar y arrancar sus ropas y observarse desnuda ante un espejo, con la mirada perdida, como una loca. Se tocaba, se golpeaba, se excitaba con un frenesí insensato y brutal. Yo ya no podía curarla pero quise ver hasta dónde podía llegar ese delirio de los sentidos.
Una noche, cuando yo estaba en mi puesto de observación y Fanny iba a acostarse, la oí decir:
– ¿Quién está allí? ¿Eres tú, Angélica?... ¡Gamiani !... ¡Oh! Señora, yo estaba lejos…
GAMIANI
No lo dudo. Huyes de mí, me rechazas. He tenido que recurrir a la astucia. He engañado y alejado a tus criados. ¡Y aquí estoy!
FANNY
No logro entenderla y menos todavía calificar su obstinación. Pero si mantuve en secreto lo que sabía de usted, mi rechazo formal a recibirla debió bastar para que comprendiera cuán inoportuna me resulta su presencia… cuán odiosa… La rechazo, la aborrezco… ¡Déjeme, por piedad! Aléjese, evite un escándalo…
GAMIANI
Ya tomé mis medidas y mi resolución. No las cambiarás, Fanny. ¡Oh, mi paciencia alcanzó su límite! [...]