Shoah
Conocido desde antiguo, pero en general subestimado, el papel del receptor ha cobrado extraordinaria importancia en la estética contemporánea. Su expresión mayor, aunque en modo alguno única, viene dada por la llamada Estética de la recepción: los representantes de la Escuela de Constanza (Hans Robert Jauss y Wolfang Iser, ante todo) han sabido dar expresión, desde los estudios literarios, a una preocupación central de la conciencia artística de nuestro tiempo. No cabe entender la obra como entidad autosuficiente, cerrada sobre sí, pues la precede un antes, el de su creación a cargo del artista, y la prolonga un después, el de su acogida a cargo del receptor. Solo en esta alcanza su consumación el hecho estético, pues únicamente en el trabajo del receptor –en absoluto pasivo; la recepción es de suyo actividad, proceso de lectura– alcanzan cumplimiento las potencialidades de sentido presentes en la obra artística. A esa novedosa convicción habrá contribuido la presencia de las vanguardias, dado que, objeto inicial de rechazo por un público fiel a las formas tradicionales de representación, hubieron de acometer una doble tarea: por un lado, como resulta obvio, elaborar sus propuestas; pero también, por otro, formar un público, de entrada inexistente, apto para acogerlas.
Aplicada a Shoah, la problemática de su recepción atañe a dos planos. Por una parte, la respuesta crítica que ha generado; lo novedoso de la propuesta, y también las dotes como polemista de su creador, han provocado, junto a una admiración y reconocimiento casi unánimes, sonoras polémicas. En ellas se implicaron algunos de los nombres más sobresalientes de la escena intelectual francesa, como Semprún o Godard, obteniendo respuesta directa (Lanzmann) o a través de persona interpuesta (Wajcman, devenido portavoz del cineasta). Nos centraremos en una de esas querellas, en razón de su alcance teórico: la que enfrentó a Georges Didi-Huberman y Gérard Wajcman. Pero, con mayor relevancia incluso, figura la cuestión de la recepción de Shoah por parte de los espectadores en general; el axioma sobre el papel decisivo del receptor adquiere una significación especial con Shoah, tanto en la dimensión estética como en la ético-política.
POLÉMICAS
Si “la memoria moderna nace de una intensa conciencia de las representaciones en conflicto del pasado y del esfuerzo de cada grupo por hacer valer su versión propia del pasado”598, esa conflictividad alcanza enormes proporciones cuando lo que está en juego es el recuerdo de la barbarie contemporánea, y muy en particular del genocidio nazi. Cabría establecer, a ese respecto, una periodización en tres etapas: en un primer momento, los tres lustros inmediatamente posteriores al fin de la II Guerra Mundial, el exterminio judío entró en una fase de latencia; el proceso Eichmann supuso un punto de inflexión, a partir del cual el testimonio y sus elaboraciones alcanzan una proliferación inaudita; en los últimos quince o veinte años, esa tendencia, sin en absoluto desaparecer, coexiste con una conciencia crítica, resuelta a condenar lo que de excesivo pueda darse en esa cultura de la memoria. Mucho habrá tenido que ver en ese giro reciente el efecto conjunto de la banalización mediática (a cargo, sobre todo, de la industria cinematográfica) y la instrumentalización propagandística (protagonizada por el sionismo, israelí y extra-israelí) del acontecimiento. Esa mutación de la sensibilidad, alegando cansancio o denunciando los efectos de un cultivo obsesivo del recuerdo, promueve un distanciamiento crítico, más atento a desactivar los efectos sacralizantes que a preservar la memoria del exterminio. Diríase que, en un efecto pendular, abundan, de manera creciente, los síntomas de que se vuelve a cierta amnesia inducida. Está fuera de discusión la existencia de una “industria del Holocausto”, pues nada parece poder sustraerse a las garras del interés capitalista y la industria cultural. Pero eso no justifica la conveniencia, como terapia, del olvido: no es seguro que la renuncia a recordar, por mucho que la mueva una legítima voluntad crítica (política y cultural), no acabe sirviendo a la banalización que pretendía evitar. La alternativa (o sobre-representación mediática, o ausencia de representación –olvido, silencio, amnesia–) puede estar mal planteada. De la combinación de un hiper-criticismo apocalíptico (en el sentido de Eco) y una oposición irreductible a toda “sacralización de la Shoah” bien pueden resultar efectos afines, aunque lo sean involuntariamente, al designio de los victimarios [...]
(En este fragmento del libro no se ha incluido las llamadas de las notas y sus correspondientes textos)
Aplicada a Shoah, la problemática de su recepción atañe a dos planos. Por una parte, la respuesta crítica que ha generado; lo novedoso de la propuesta, y también las dotes como polemista de su creador, han provocado, junto a una admiración y reconocimiento casi unánimes, sonoras polémicas. En ellas se implicaron algunos de los nombres más sobresalientes de la escena intelectual francesa, como Semprún o Godard, obteniendo respuesta directa (Lanzmann) o a través de persona interpuesta (Wajcman, devenido portavoz del cineasta). Nos centraremos en una de esas querellas, en razón de su alcance teórico: la que enfrentó a Georges Didi-Huberman y Gérard Wajcman. Pero, con mayor relevancia incluso, figura la cuestión de la recepción de Shoah por parte de los espectadores en general; el axioma sobre el papel decisivo del receptor adquiere una significación especial con Shoah, tanto en la dimensión estética como en la ético-política.
POLÉMICAS
Si “la memoria moderna nace de una intensa conciencia de las representaciones en conflicto del pasado y del esfuerzo de cada grupo por hacer valer su versión propia del pasado”598, esa conflictividad alcanza enormes proporciones cuando lo que está en juego es el recuerdo de la barbarie contemporánea, y muy en particular del genocidio nazi. Cabría establecer, a ese respecto, una periodización en tres etapas: en un primer momento, los tres lustros inmediatamente posteriores al fin de la II Guerra Mundial, el exterminio judío entró en una fase de latencia; el proceso Eichmann supuso un punto de inflexión, a partir del cual el testimonio y sus elaboraciones alcanzan una proliferación inaudita; en los últimos quince o veinte años, esa tendencia, sin en absoluto desaparecer, coexiste con una conciencia crítica, resuelta a condenar lo que de excesivo pueda darse en esa cultura de la memoria. Mucho habrá tenido que ver en ese giro reciente el efecto conjunto de la banalización mediática (a cargo, sobre todo, de la industria cinematográfica) y la instrumentalización propagandística (protagonizada por el sionismo, israelí y extra-israelí) del acontecimiento. Esa mutación de la sensibilidad, alegando cansancio o denunciando los efectos de un cultivo obsesivo del recuerdo, promueve un distanciamiento crítico, más atento a desactivar los efectos sacralizantes que a preservar la memoria del exterminio. Diríase que, en un efecto pendular, abundan, de manera creciente, los síntomas de que se vuelve a cierta amnesia inducida. Está fuera de discusión la existencia de una “industria del Holocausto”, pues nada parece poder sustraerse a las garras del interés capitalista y la industria cultural. Pero eso no justifica la conveniencia, como terapia, del olvido: no es seguro que la renuncia a recordar, por mucho que la mueva una legítima voluntad crítica (política y cultural), no acabe sirviendo a la banalización que pretendía evitar. La alternativa (o sobre-representación mediática, o ausencia de representación –olvido, silencio, amnesia–) puede estar mal planteada. De la combinación de un hiper-criticismo apocalíptico (en el sentido de Eco) y una oposición irreductible a toda “sacralización de la Shoah” bien pueden resultar efectos afines, aunque lo sean involuntariamente, al designio de los victimarios [...]
(En este fragmento del libro no se ha incluido las llamadas de las notas y sus correspondientes textos)
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