Cuadros de Caravaggio en la iglesia San Luigi dei Francesi, Roma
[...] Cuando visité Roma por primera vez en abril de 1970, descubrí una ciudad con vestigios de más de dos mil años de civilización, con iglesias y palacios rebosantes de obras de arte, configuraciones urbanas sorprendentes, ruinas y una animación humana que no se parecía a nada de lo que yo había conocido: los barrios populares de Testaccio y Trastevere (que los Bárbaros todavía no habían comprado por completo), el barrio chic de la Piazza di Spagna (donde había todavía algo más que turistas), los restos de la dolce vita en Via Veneto (donde todavía había señoras que llevaban su pellicia en abril). Pero yo, que desde hacía dos años y gracias a los viajes por el norte de Italia había descubierto mis propios sentidos, y una nueva manera de aprehender el arte y la vida, la materia y el espíritu, me encontré en Roma, curiosamente, como ante un filme “digital” (aunque los filmes digitales no existían todavía y la civilización tenía entonces algunos progresos por hacer), una captura de cosas reales pero desprovistas de energía. Sin poder encontrar la palabra justa, tuve la sensación de que en esa ciudad, pese a toda su existencia en el tiempo, no había presencias.
Breves estadías posteriores confirmaron esta sensación, que no se modificó hasta que tuve la oportunidad de pasar varias semanas en Roma a fines de 1976.
Fue poco tiempo después de la muerte de Pasolini. Al contemplar por primera vez la capital italiana como un lugar de violencia y de muerte, partí con una cierta aprensión. Pero desde mi llegada experimenté una sensación de felicidad al pasearme por sus calles. Al cabo de unas pocas horas, en plena tarde, en medio de la multitud que hacía sus compras de Navidad, fui víctima de una agresión. Un grupo de jóvenes me golpeó y me humilló. Una vez superado el shock, reencontré de inmediato el placer de caminar por la ciudad, sabiendo al mismo tiempo que el peligro subsistía. A la tarde del día siguiente se repitió la misma escena, en otro barrio, con otra banda. Esta vez me arrojaron al piso, y la humillación fue mayor. Amigos romanos, que leyeron el incidente según la “matriz” aplicada entonces, me explicaron que había sido víctima de “bandas fascistas”, que me habían elegido como blanco porque llevaba el pelo largo. Pero yo había presentido esos dos ataques como algo inevitable, y la segunda vez, tan pronto como me levanté, supe que ya no corría peligro alguno. Entonces volví a recorrer las calles dichosamente, porque la Ciudad Eterna se había convertido en un lugar de presencias.
El invierno es una época privilegiada para descubrir Roma. La luz es muy intensa y la noche, que cae a una hora de plena actividad, hace ver en las tinieblas lo que en otros momentos del año se presenta a plena luz. Así, [...] hacia las cinco de la tarde, entré en la iglesia de San Luigi dei Francesi. Afuera, la oscuridad engullía la ciudad, y en el interior del edificio solo algunas concentraciones de cirios creaban aberturas de luz. Llegué hasta la capilla San Marcos, donde no había nadie. La capilla estaba sumergida en la oscuridad. Busqué una moneda de cincuenta liras, la única manera de encender el proyector. Cuando logré encontrar una moneda aceptable, la introduje en la caja y se hizo la luz, una experiencia que Jules debía conocer en una de las secuencias romanas de Toutes les nuits. Entonces, en el medio de la ciudad, pero en el secreto de esa iglesia desierta y oscura, tuve una de las revelaciones más profundas de mi vida.
Los tres cuadros de Caravaggio, salidos de las tinieblas, aparecieron ante mí. En un primer momento, mi mirada se paseó de uno a otro, realmente sin ver, o viendo solo lo suficiente como para hacerme comprender que jamás había visto algo tan bello. La luz se apagó pero logré, durante media hora, encontrar monedas italianas o francesas o caramelos aplastados que me permitieron volver a encender los proyectores. Así, en medio de las tinieblas, en secreto, a través del trabajo de un hombre nacido casi cuatrocientos años antes que yo, y que había florecido en esa ciudad, me reencontré con una experiencia indescriptible de mi niñez, llegada por fuera de toda cultura y todo tiempo, y lo hice gracias a una presencia viviente en esa capilla, en esos cuadros [...]
Breves estadías posteriores confirmaron esta sensación, que no se modificó hasta que tuve la oportunidad de pasar varias semanas en Roma a fines de 1976.
Toutes les nuits (Jules y Henri deciden partir a Roma)
Fue poco tiempo después de la muerte de Pasolini. Al contemplar por primera vez la capital italiana como un lugar de violencia y de muerte, partí con una cierta aprensión. Pero desde mi llegada experimenté una sensación de felicidad al pasearme por sus calles. Al cabo de unas pocas horas, en plena tarde, en medio de la multitud que hacía sus compras de Navidad, fui víctima de una agresión. Un grupo de jóvenes me golpeó y me humilló. Una vez superado el shock, reencontré de inmediato el placer de caminar por la ciudad, sabiendo al mismo tiempo que el peligro subsistía. A la tarde del día siguiente se repitió la misma escena, en otro barrio, con otra banda. Esta vez me arrojaron al piso, y la humillación fue mayor. Amigos romanos, que leyeron el incidente según la “matriz” aplicada entonces, me explicaron que había sido víctima de “bandas fascistas”, que me habían elegido como blanco porque llevaba el pelo largo. Pero yo había presentido esos dos ataques como algo inevitable, y la segunda vez, tan pronto como me levanté, supe que ya no corría peligro alguno. Entonces volví a recorrer las calles dichosamente, porque la Ciudad Eterna se había convertido en un lugar de presencias.
El invierno es una época privilegiada para descubrir Roma. La luz es muy intensa y la noche, que cae a una hora de plena actividad, hace ver en las tinieblas lo que en otros momentos del año se presenta a plena luz. Así, [...] hacia las cinco de la tarde, entré en la iglesia de San Luigi dei Francesi. Afuera, la oscuridad engullía la ciudad, y en el interior del edificio solo algunas concentraciones de cirios creaban aberturas de luz. Llegué hasta la capilla San Marcos, donde no había nadie. La capilla estaba sumergida en la oscuridad. Busqué una moneda de cincuenta liras, la única manera de encender el proyector. Cuando logré encontrar una moneda aceptable, la introduje en la caja y se hizo la luz, una experiencia que Jules debía conocer en una de las secuencias romanas de Toutes les nuits. Entonces, en el medio de la ciudad, pero en el secreto de esa iglesia desierta y oscura, tuve una de las revelaciones más profundas de mi vida.
Toutes les nuits (Émile en la iglesia San Julián el pobre)
Los tres cuadros de Caravaggio, salidos de las tinieblas, aparecieron ante mí. En un primer momento, mi mirada se paseó de uno a otro, realmente sin ver, o viendo solo lo suficiente como para hacerme comprender que jamás había visto algo tan bello. La luz se apagó pero logré, durante media hora, encontrar monedas italianas o francesas o caramelos aplastados que me permitieron volver a encender los proyectores. Así, en medio de las tinieblas, en secreto, a través del trabajo de un hombre nacido casi cuatrocientos años antes que yo, y que había florecido en esa ciudad, me reencontré con una experiencia indescriptible de mi niñez, llegada por fuera de toda cultura y todo tiempo, y lo hice gracias a una presencia viviente en esa capilla, en esos cuadros [...]