Botonera

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5.12.18

IX. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Ordet



[...] En ocasión de la presentación de las películas de Carl Dreyer en el cine Reflet Médicis descubrí Ordet. Si nunca antes había encontrado la ocasión de ver esta obra, es probablemente porque me suscitaba una cierta inquietud. Esa aprensión no era injustificada, porque al ver finalmente Ordet me pareció a la vez impresionante, como todas las películas de su autor, y también un tanto fallida. El sentimiento de decepción nace sobre todo en re-lación con la última secuencia, la más célebre, en la que se ve la resurrección de una mujer muerta. 

Al no ser del todo refractario a esas cuestiones espirituales, ni a la representación de un milagro, reflexioné largamente sobre la causa del malestar que había experimentado durante esa parte del filme y sobre el hecho de que, aunque soy totalmente hostil a eso que los manuales escolares llaman el “clasicismo”, sin embargo había encontrado en la película un falta de “verosimilitud”. Creo que mi reacción ante este pasaje se explica por una ruptura que se produce en él en relación con la estética del propio Dreyer, y en relación con la naturaleza del cine. Este problema echa luz sobre los vínculos existentes entre este arte del S. XX y nuestra herencia cultural. 

Pese al gran dominio técnico del cineasta, la primera parte de la película cuadra mal con el tema, acerca del que rápidamente adivinamos que trata la presencia de lo sagrado en la realidad terrenal. Por la intensidad de las palabras que profiere, por la concepción de las imágenes de las que surge, iracundo, aislado, destacándose en el interior delicado de la casa y, finalmente, por la energía real, sin psicología, del intérprete, Johannes, el hijo que se cree Cristo, logra en sus breves apariciones crear un elemento extraño, en desacuerdo con la superficie lisa de la realidad de los otros personajes, que el espectador puede recibir como una experiencia de trascendencia. Pero todo el resto de esta mitad del filme, los diálogos psicológicos, la exploración del conflicto social entre la familia del viejo campesino y la del sastre, con la oposición entre las dos tendencias religiosas (que se asemejan enormemente en su moralismo rígido y en el materialismo de su fe), y sobre todo la estética teatral de la “puesta en escena” (y aquí está palabra no está fuera de lugar), con un campo correspondiente al espacio escénico en el que los personajes entran frente a la cámara y del que salen para volver a las “bambalinas”, no hace sino crear un mundo donde lo sagrado es impensable, y se expresa en términos básicamente no-cinematográficos. 

La segunda mitad de la película toma otra dimensión con la aparición de la muerte, y también encuentra nuevos recursos. Aunque las escenas se desarrollan siempre en decorados de interior, el campo se ahonda y las imágenes respiran, mientras que las secuencias se hacen menos largas y el ritmo de su sucesión conlleva una emoción verdadera, derivada de su energía. Especialmente, los personajes tienden a perder su legibilidad psicológica para convertirse en misterios que evolucionan en un misterio mayor y, por eso mismo, parecen más “verdaderos”. 

La única excepción es la niña que pierde a su madre. Si nos conmueven los intérpretes muy jóvenes de Truffaut o Kenneth Loach, es porque estos cineastas supieron captar precisamente lo que los niños esconden, su más íntima realidad. Dreyer, desafortunadamente, hace “actuar” a la niña, que imita, como una actriz psicológica, el “candor” y “la inocencia inconsciente” que se suponen propios de la infancia, de tal modo que, frente al personaje de su tío loco, que no actúa nada, y del que el cineasta logró hacer aprehensible un misterio interior, la aparición de la niña rompe, pero solo durante una escena, la potencia terrible de esta parte de la película [...]