W. G. Sebald
Chocaron frontalmente contra el camión. El 14 de diciembre de 2001. En el tramo de la A146 que cruza Framingham Pigot, en Norfolk, cerca de Norwich, Inglaterra. Conduciendo el coche, un Peugeot 306, iba W.G.Sebald, considerado como uno de los grandes escritores de la última literatura europea, acompañado de su hija Anna, una maestra de escuela de 28 años. Más de una vez el escritor alemán había dejado constancia en sus escritos y fotografías de su fascinación por aquel paisaje del Este de Inglaterra, llano y sin grandes autopistas, cruzado por carreteras comarcales de doble dirección y vías rústicas, por donde de vez en cuando asomaban pequeños pueblos brumosos azotados por el viento, y donde finalmente se había quedado a vivir con su familia, trabajando en el Centro de Estudios de Literatura Comparada de la Universidad de Norwich. Sebald murió en el brutal impacto. Tenía 57 años. Anna, mal herida, sobrevivió, sin embargo. La noticia recorrió plena de espanto la vieja Europa literaria que clamó haber perdido uno de los todavía verdaderamente suyos. Y así era, en apenas una década, con unas cuantas obras de difícil catalogación, Sebald se había convertido en un autor de prestigio, sancionado por el exigente tribunal de las letras europeas. En su caso, por esta causa, cuando aún le quedaba mucho por ofrecer, se decía, la interrupción que siempre es la muerte supuso un trauma que se exponía más que nunca como una herida abierta. Una herida, donde también se quiso señalar la herida por donde Europa se desangra de sí misma, de su propia IDEA, que se pretendía encontrar todavía, aun en ruinas, en la obra de Sebald, y cuya apresurada sutura, una más, supuso la casi inmediata glorificación literaria del autor. La positivización misma de su muerte. Su más que necesaria neutralización en el reino de la gloria literaria. Hasta el punto de seguir hablando sobre Sebald y su obra como si el autor no hubiera muerto, o su muerte, la muerte del autor, no tuviera importancia, no añadiera ningún dato de relevancia a lo que su trabajo literario suponía para el devenir de las letras europeas. Sin embargo, junto a esta inmediata resonancia pública de su desaparición, una circunstancia del hecho singular de su accidente, de su muerte en la carretera, en la A146, no dejaba de asomar insidiosamente en todas las crónicas de aquel fatídico invierno del 2001. Y es que a la pérdida de control del volante a manos de Sebald, que le hizo invadir el carril contrario por donde pasaba el camión, le acompañó, le antecedió, un paro cardiaco. Cuentan por lo general las crónicas que fue este paro cardiaco que sufrió Sebald el que causó el accidente y su muerte, pero ninguna de ellas acierta a precisar en qué sentido. Tal vez, llegó ya apenas muerto al accidente, o apenas vivo, o fue el accidente mismo con el camión, después de una pérdida de conciencia, el que lo mató. Seguramente, cabe decir que da lo mismo, y así es. Salvo porque esta duda no deja de señalar con insistencia sobre el acontecimiento singular de su muerte en aquel accidente, e impide olvidarlo sin más.
Siempre me había llamado la atención esta contingencia en la muerte de Sebald. No la había olvidado sin más, dejándola abandonada en su circunstancialidad, como suele suceder en casi todos los casos, donde te quedas solo con el hecho mismo de la defunción. En su momento, cuando leí la noticia, después de haber acompañado incansablemente a Sebald en sus paseos literarios, me golpeó su imagen, que conocía bien, dejándose caer de bruces sobre el volante del Peugeot como si de repente se quedara dormido. O como si se hiciera el muerto, sorprendiendo a todo el mundo. Como si ya no hubiera lugar, definitivamente, para pasear más. En un coche, además. En un Peugeot 306, utilitario y modesto. Él, que antes de ponerse a escribir sus trayectos por la vieja Europa, siempre se bajaba del coche para caminar a pie [...]